Juan llega diez minutos antes de la hora y se sienta en el escaloncito junto a la entrada. Empieza a caer la noche y una docena de vecinos están desperdigados en la vereda, esperando la brisa. El cielo se mantiene despejado. Hace demasiado tiempo que no llueve. Juan, sin embargo, no tiene calor. Él dice que solo tiene calor cuando prende el fuego. El resto del jornal, mientras arrastra las brasas, pincha chorizos y hace girar los trozos de carne, trata de pensar en otra cosa. Ya no es calor. Es una presión en el pecho, en las manos (en la mano derecha, que es la que mete debajo de la parrilla para desparramar el braserío), y un zumbido en la cabeza que trata de burlar con un calmante.
Hace un buen tiempo le pidió a Martín que levantara la parrilla. El calor le daba en el vientre y alguien le dijo que así nunca iba a tener hijos. Juan nunca pensó en tener hijos, y ahora tampoco lo piensa, pero le pareció que podía exigir, después de diez años de trabajo, que hicieran algo por él. Ahora el calor le da en el medio del pecho y, cuando se agacha a buscar una astilla, le pega en la cara. Siente como si le dijera algo, como si en el viento caliente hubiera escondida una palabra que no puede entender. Se pasa el repasador por el cuello y respira hondo.
Clara detiene la bicicleta junto al cordón de la vereda. Tiene la cara roja. Le jura que no va a andar más en bicicleta. Después se da cuenta de que es inútil hablarle del calor a Juan. Se sienta al lado de él y le dice que ya se va a terminar, que un día no va a haber más parrillas porque no se van a matar más animales. Juan sonríe y le dice que él también pone papas y morrones. Ella le dice que nadie va a ir a una parrillada si no hay carne. Después hablan de Martín, porque saben que está por llegar y saben también que un rato más tarde, cada vez que se acerquen un poco, va a meterse en el medio, va a pedirle algo a uno o al otro para evitar que conversen. Es raro que esté llegando tarde. No es por prolijo: es por cuidar el ganado que todos los días llega diez minutos antes para que tampoco puedan hablar en la puerta.
Juan acomoda las maderas en el quemador y entre las tablitas mete el papel estrujado. En ese movimiento se da cuenta de que antes de prender el fuego la mano derecha está demasiado caliente. Pero, además, casi no la siente. La abre y la cierra con la idea de que se despertó alguna noche así y que volvió a dormirse. Ahora no sabe si soñó que se la repartían las hormigas, para que el cerebro justificara el hormigueo, o si todo lo está inventando.
Nunca falla. Prende la punta de un diario y el fuego avanza hasta hacer arder toda la leña. Resopla. Siente las gotas de sudor corriéndole por la espalda, por los laterales de la cara. Como tiene que dejarse la remera puesta, porque la parrilla está a la vista de los clientes, cuando la cosa se vuelve terrible y las brasas parecen constelaciones del trópico, va al baño en una corrida y se mete un trapo mojado en el pecho, debajo de la camiseta. No dura nada ese intento por refrescarse, y si se olvida de quitárselo a tiempo, o los pedidos no lo dejan detenerse un minuto, se le pega a la piel, y cuando lo arranca, se lleva pelos y una capa fina, que al rato arde más que el resto.
Clara lo cuida, y cuando la cosa está tranquila, le deja agua con hielo junto al salero y a veces un baldecito para que se tire arriba cuando Martín ande en otra cosa. Ella también resopla y los clientes también, pero por ahora están ocupadas solo algunas mesas de la calle. Solo entran cuando no hay más lugar afuera y piden ventiladores y cervezas frías.
—Hoy sí llueve, te lo dice mi rodilla –le dice ella al vuelo.
—Ya no le creo a nadie ni a ninguna parte del cuerpo –responde él y mete las manos en el baldecito. Le da la impresión de que de la mano derecha sale un vapor blanco y en el aire aletea un chiflido apagado. Busca la complicidad de Clara, pero ya desapareció.
A partir de entonces no puede dejar de pensar en la mano. La mira allá lejos, llevando y trayendo brasas. La ve más oscura, como si la piel fuera tostándose demasiado rápido. La junta a la otra y las mira de cerca, aunque la luz no es buena. Le apoya los labios como en un reflejo de la infancia.
—¿Algún problema? –pregunta Martín, y la sorpresa lo hace saltar. No le da tiempo a una respuesta y le deja sobre la mesa un papelito con un pedido. Le explica que ya deben llegar los muchachos a buscarlo.
Juan dice que sí con la cabeza y, cuando el otro se pierde entre los pasillos, desenfunda un calmante y se lo toma. Ya sabe en qué momento de la noche es necesaria la pastilla, en qué momento el trapo frío en el pecho, en qué momento, si se puede, se escapa a fumar un tabaco y a sentir el fresco en el cuerpo, parado en un pasillito donde a veces corre el aire.
Ahora se huele las manos. Le parece que la izquierda sigue igual, pero la derecha tiene olor a carne cocida. Se ríe nervioso y se da cuenta de que no la siente. Intenta mover los dedos, pero nada se mueve en esa mano. Cuando va a llamar a Martín, con cierta esperanza de que le den tres días de descanso, escucha el grito de Clara. Al principio se asusta, pero después entiende que grita de alegría. Una alegría que corona el ruido que hacen los gotones sobre el cielo raso. ¡Cuánto tiempo sin escuchar ese sonido!
Entonces, Martín lo llama, no para ver llover juntos, sino para que ayude a entrar las mesas antes de que se mojen. Y Juan sale dando pasos largos, como si pensara ir lejos, justo cuando la lluvia se desata, y es una lluvia mansa pero sostenida, que va transformando cada cosa. Se queda inmóvil, con los brazos sobre la mesa, mirando la calle llena de gente que se deja mojar, y siente el olor de la tierra, los gritos de alegría y los ladridos. Después se mira la mano derecha, se la acerca a la oreja y siente el ruidito de la carne en la parrilla. Oye cómo su nombre crece en la boca de Martín, cierra los ojos y se deja caer sobre la mesa.