Porque Jorge Damiani fue desde sus comienzos artísticos en los años cincuenta una promesa de la pintura que no tardó en verse cumplida. Logró lo que pocos artistas de renombre consiguen: conformar un estilo personal, que el público pudiera reconocer fácilmente, y no por ello renunciar a las experimentaciones necesarias para su evolución creativa.
Formado primero en el taller del italiano Giaudrone, luego en la Academia Brera, de Milán, en 1952 –donde conoció a Carrá y a Lucio Fontana, y por azar a Petorutti y a Gonzalo Fonseca, de paso por la ciudad–, a su regreso amistó y colaboró con Lino Dinetto en murales religiosos de 1955; fundó con Yepes, Florio Parpagnoli, Celina Rolleri y los arquitectos Fernando García Esteban y Luis García Pardo el Instituto de Bellas Artes San Francisco de Asís y en 1956 obtuvo el primer premio del Salón Nacional –una década después lo volvería a obtener–, por lo que fue adquiriendo renombre y sus obras comenzaron a ser compradas por coleccionistas uruguayos y extranjeros. A principios de la década del 70, habiendo obtenido la Beca Guggenheim, le surgen exposiciones en Estados Unidos y estrecha amistad con Armando Morales, Marcelo Bonevardi y Julio Uruguay Alpuy. También gana una beca en el Pratt Institute de Nueva York para estudiar grabado con Antonio Frasconi y Miguel Ponce de León. Son experiencias que no desaprovecha y que se verifican en la persistente experimentación formal y en la diversidad técnica.
También por esa época retoma, en la cercanía de Gonzalo Fonseca y Augusto Torres, las ideas de Joaquín Torres García, que incorpora, transfiguradas, en alguna de sus series más conocidas. Solvente en la abstracción y en la figuración, en el dibujo de aire clásico así como en el de corte expresionista, incursionando en motivos telúricos o de vanguardia, Damiani fue amalgamando tendencias que a priori se pensarían antagónicas. Así nacen series como “Sueños”, “Las visiones”, “Psicodramas”. Desde mediados de los años setenta hasta bien entrado el nuevo siglo fue depurando sus recursos y obtuvo la primera edición del premio Figari, del Banco Central (1995), máximo reconocimiento a la trayectoria de los artistas plásticos en actividad.
Las pinturas compartimentadas y los paisajes de campo de Damiani marcan su sello característico: presentan un suelo que se ensancha y se habita, volviéndose lugar de tránsito simbólico y de intermediación con el pasado. Una suerte de estratigrafía subterránea del paisaje pampeano, que escondiera en su interior reliquias arqueológicas y seres en suspensión, aflora a la luz de un corte transversal que deja ver también la superficie ondulada del campo, los pulidos cascos de estancias y los ombúes nervosos y apretados como puños. Aunque algunas de estas figuras se enseñan en estantes que remiten al ordenamiento áureo de la escuela torresgarciana e incluso pudieran aludir –por la época en que surgen, años setenta– a otros enterramientos más macabros, finalmente les gana una atmósfera metafísica en el sentido pictórico del término, un aire a De Chirico, a soledad y a silencio, pero traspuesto al terruño cercano, el de su infancia. Damiani manejó con gran solvencia esas claves, casando tradiciones dispares: fue muy imitado y de pronto las galerías de arte de Montevideo fueron copadas por horizontes altos y suelos sembrados de objetos y de imágenes oníricas. El éxito comercial que indujo a otros colegas a repetirse no lo limitó y siguió experimentado con series poderosas y llenas de misterio. Su muerte en días pasados nos deja una sensación de melancolía y de extrañamiento que sabremos remedar y sopesar contemplando su valiosa pintura.