Eugene Field, hombre de rostro y prosa afables, nació en Saint Louis (Missouri) en 1850 y murió en Chicago (Illinois) en 1895, con apenas 45 años. Es conocido por sus textos y baladas para niños (muchos de los cuales siguen leyéndose y cantándose en casas y escuelas de su país), y por su vena periodística, escriba especializado en columnas y crónicas costumbristas mayormente de corte humorístico. Periférica edita ahora Los amores de un bibliómano, libro póstumo publicado en 1896, y suerte de memoria que recoge la historia de una vida signada por la bibliomanía.
En el primer capítulo del libro, Field se concentra en la aversión que le producen aquellos textos que exaltan las conquistas amorosas de sus autores –“Siempre he afirmado que quien está enamorado (y haber estado enamorado una vez es estar enamorado siempre) no tiene, en realidad, nada que confesar”– y en una analogía levemente misógina que no se hace esperar (mujer-libro). El autor se remonta a su infancia para explicitar el encuentro con sus tres primeros libros y por siempre sus tesoros: una vieja copia del Manual de Nueva Inglaterra, “el primero concebido para las colonias americanas y el más famoso ‘libro de texto’ del siglo XVIII en Norteamérica”, según indicación de la traductora Ángeles de los Santos; el Robinson Crusoe, de Defoe, y los Cuentos para la infancia y el hogar, de los hermanos Grimm. Mientras narra pormenorizadamente sus hallazgos y nos presenta a Captivity Waite, su gran amor de infancia, la analogía entre libros y mujeres no hace más que escocer y entonces Field se decanta con este gracioso agradecimiento: “Continuamente doy gracias a Dios por haber tenido la suerte de fundar un imperio en mi corazón, no un lugar obstruido y agostado por una dama celosa y su pequeña tiranía, sino un continente extenso y siempre creciente, dividido y subdividido en dominios, jurisdicciones, califatos, jefaturas, senescalías y prefecturas; donde tetrarcas, burgomaestres, marajás, paladines, señores, caciques, nababs, emires y nizams ostentaran el poder, cada uno sobre su especial y particular reino, ¡y todos unidos en armoniosa cooperación por el espíritu conciliador de la polibibliofilia!”.
En la gradual presentación de su creciente patología (la colección compulsiva de libros, ilustraciones y papeles de la más diversa estirpe) se cuela la figura del juez Methuen, autoridad en materia de bibliomanía y compañero más que autorizado de pesquisas y reflexiones sobre el mutuo y bendito padecimiento. Tras ilustrar sobre su devoción por los cuentos de hadas, Field cuenta cómo se decidió a crear una sociedad en la que se pidió al “comité de educación” que suprimiera las matemáticas del programa de las escuelas públicas para, en su lugar, dar espacio al estudio, durante cuatro años, de literatura de hadas, y que continuaría, si el alumno así lo deseaba, con un curso de posgrado en demonología y folclores. Luego dedica una reflexión a las ventajas de leer en la cama, repara en la relación de la calvicie y la erudición como en la del coleccionista y la pesca. Para entonces la señorita Susan, su hermana, como la figura de Fanchonette, su segundo amor, y el doctor O’Rell ya han sido presentados. Por este último nos enteramos del caso de la “bibliomanía secundaria”, para la que no hay cura conocida, y de la llamada “falsa bibliomanía o bibliomanía aparente”, a las que, los propios nombres delatan, no conviene confundir con esa segunda y definitiva pasión por el coleccionismo de libros. Es el doctor O’Rell quien descubrió el así llamado “bacillus librorum”, germen de la bibliomanía.
El libro, de lectura amena, no intenta disimular su estilo naíf y arriesga pinceladas humorísticas más bien inocentes, mientras tiende, sin jactancia alguna, un manto de exquisita erudición en materia de lecturas, como una original clasificatoria de tipos de libreros, imprenteros y coleccionistas. El amor al libro en su versión papel, con su perfume y sus pegotes: he aquí la vieja y testaruda balada de Field horadando nuestra compulsión por las pantallas.