Dígase lo que se diga, el arte importa. Y no sólo el arte, sino también otras concreciones visuales representativas de tal o cual cosa o concepto.
No, no es el resultado de una encuesta, sino simplemente de observar las curiosas manifestaciones de alguna gente frente a cierta forma de arte, o de ciertas concreciones visuales. Si acá, modestamente como corresponde a nuestra mesocracia, hubo algunas reacciones indignadas en nombre de la laicidad contra la pintura colorida de las letras que forman la palabra “Montevideo” frente a Kibon –acción a su vez ejecutada en nombre de la diversidad, que propugna el actual festival Llamale H–, en otros lugares las reacciones resultan más airadas, y más inquietantes.
En los jardines del palacio de Versalles, una enorme escultura, obra del artista indio Anish Kapoor, que representa una trompa de falopio de 60 metros esculpida en acero y bautizada popularmente como “la vagina de la reina”, fue pintarrajeada con grafitis antisemitas y monárquicos mediante un espray. “SS: sacrificio de sangre”, “La segunda violación del país perpetrada por el aberrante activismo judío”, “Reina sacrificada, doblemente insultada”, “Dios es el rey de Versalles”, son algunas de las leyendas dejadas sobre el monumento. Ya en junio la escultura había sido manchada con pintura amarilla.
La meca del arte en el siglo XX, la metrópoli más cosmopolita de Europa, alberga aún reacciones nacionalistas y conservadoras que en ese contexto –al fin y al cabo no se trata de un perdido pueblito de Nebraska– parecen más raras. Una exposición de Jeff Koons sufrió en 2008 el intento de prohibición entablado por un hombre que resultó ser un borbón que entendía que la muestra era irrespetuosa con la historia de su familia. Dos años más tarde, la inclusión de una obra del japonés Takashi Murakami en la exposición colectiva Versalles, mon amour levantó varias voces airadas en contra. En 2014 una escultura verde de 25 metros del artista estadounidense Paul McCarthy, erigida en la plaza Vendôme también enfureció a muchos, que la encontraban demasiado similar a un muñeco sexual inflable.
No se sabe si la reacción contra “la vagina de la reina” obedece al origen del escultor, nacido en Bombay de padre indio y madre judía –una extranjería doble para la xenofobia europea–, o a la naturaleza de su obra, algo que podría perfectamente encajar en aquella concepción oficializada por los nazis de “arte degenerado”, expresión con la que titularon una exhibición de arte moderno en Munich, en 1937, y en la que a cada obra se le adjuntaba un texto denigratorio. En Montevideo, bajo el mismo rótulo, los artistas Carolina Sobrino, Claudia Mera, Fabricio Guaragna, María Mascaró y Yudi Yudoko expusieron recientemente en la Engleman-Ost obras en las que tratan la cuestión de género desde “múltiples disidencias”.
Kapoor expresó que no quiere que se limpien los grafitis, que las frases desde ahora se convertirán en parte de la escultura, cuyo título es “Dirty Corner” (“Esquina sucia”), y su nominación no oficial proviene de una descripción del propio artista, que la definió como “la vagina de la reina asumiendo el poder”. Aunque expertos en el tema hayan manifestado que los monárquicos franceses no suelen ser pronazis, desde ahora Kapoor podrá jactarse al menos de estar, simbólicamente, en compañía de Marc Chagall, Kandinsky, Max Ernst, Otto Dix y Paul Klee, entre otros, los que integran la lista de artistas “degenerados” prohibidos por Hitler y compañía.
Y como se ve, interpretado al revés o al derecho, el arte le sigue importando a mucha gente. Incluso a aquella que haría mejor en olvidarse completamente de su existencia.