Recostada en pose fetal sobre una manta aterciopelada y roja. Plácida. Embarazada. Su mano en la panza, su brazo tatuado. Es una mujer presa fotografiada por una compañera.
A lo largo de la muestra, lo bello de la cárcel se ve retratado a través de los cuerpos de las mujeres que la habitan, a través de los sitios donde escribieron, pintaron, plantaron; a través de los objetos que amaron. La exposición es única en su especie porque no esconde cuál fue el estudio fotográfico donde se hizo la magia, pero los barrotes sólo aparecen como metáfora o en segundo plano. Lo que aflora, según la curadora de esta muestra y tallerista Manuela Aldabe, es quiénes son y qué sienten las mujeres que están detrás de esas rejas. “Hay una primera capa que es la de los barrotes, pero queríamos más profundidad de campo para mostrar las sensaciones, lo que les está pasando”, explica. El resultado de dos años de taller fotográfico en la Cárcel de Mujeres, “Brujas: mujeres entre luces y sombras”, se expone en la sala Punto de Encuentro del Mec hasta fines de este mes.
Un brazo con cicatrices, la mirada de las abuelas, un escote pronunciado. El díptico de fotografías de “ese primer paso, cuando te ponen los grilletes, es difícil. Salís a la calle, te da vergüenza y bajás la cabeza. Luego te vas armando de fuerzas y te das cuenta de que tu esencia nadie te la va a tocar jamás. El de afuera ve grilletes pero la esencia son las flores”, dice Mara, una de las presas que, profesional afuera, se transformó adentro en fotógrafa, bibliotecaria, profesora de gimnasia. Para Shirley, otra presa devenida fotógrafa, esas dos imágenes están exclamando que “nos pueden poner todas las cadenas que quieran, pero nosotras decidimos cuáles llevamos”. La piel al desnudo no es accesoria: la vestimenta, un elemento que diferencia a la gente –al pobre del rico, al viejo del joven–, se elimina y se va hasta lo más hondo, hasta “la piel, eso que nos unifica”.
El proceso de creación de las fotos fue colectivo a tal punto que no recuerdan muy bien qué fotos sacó cada una. Las autoras son diez presas –aunque cuatro de ellas, en el ínterin, recuperaron la libertad– y una operadora civil de la cárcel. “El clic quedó ajeno. Aportábamos ideas y después era secundario quién la sacaba”, explica Mara.
En dos años se tomaron 5 mil fotos. En el libro, del que por ahora cuentan con un solo ejemplar, aparecen 105, así que Aldabe hizo una primera selección, luego se reunieron en el taller y “con todas las fotos impresas sobre el suelo” se fue bajando el número. Por último, y todavía con demasiadas fotos a cuestas, la curadora se reunió en Buenos Aires con un grupo de fotógrafas. “La consigna fue que todo lo que ya se ha visto con respecto a las cárceles lo sacábamos.”
En el día de mayor producción se creó la escenografía y fueron bajando las modelos desde todos los pisos de la cárcel. El set de fotos lo armaron en el gimnasio y por momentos ese lugar ya no fue el mismo. Hoy, entre las fotos hay textos. “‘¿Quién diría que esto es una cárcel?’, también se escuchó”, “y cualquiera que lo dijera se equivocaría y tendría razón”, “porque la cárcel se hace a través de estas mujeres y los cuerpos de estas mujeres son también los que deshacen esta cárcel”, se lee en una pared del local de exposición, de la pluma de María Eugenia Boré, quien se encuentra elaborando su tesis sobre la educación en las cárceles de mujeres. Alrededor, tatuajes “tumberos”, pulseras, caravanas, una boca, una nariz, una celda con grafitis, el dibujo de un árbol en una pared rugosa. Lo hermoso, que también existe, dentro de un lugar hostil.
AFUERA. El miércoles se concretó. Cinco de las autoras pusieron un paréntesis al encierro y salieron a visitar su propia creación. Mientras entraban a la sala sonó en vivo “Libertango”, de Piazzolla. Luego llegaron hijos, parejas, madres.
Mirada de atrás, Mara se ve doble cuando le señala a su hijo su propio pelo fotografiado en dos versiones, suelto y recogido. Ese día usó un broche negro, en la foto uno rojo. “¿Cuál es la diferencia entre una y otra?”, le pregunta para explicar el significado que le imprimieron a esa dupla. “Ninguna. En esa foto estoy presa por un broche y en la otra libre, pero yo soy la misma.” Más tarde, cuando lo cuenta, se genera un debate en la sala:
—Yo vi los barrotes en la del pelo suelto –dice Ignacio Aldabe, hermano de la curadora y quien acondicionó la sala con su música.
— A mí también me pareció la primera vez que la vi –acota Shirley–, lo interpretás como barrotes por los diferentes tonos de rubio.
—Yo creo que miré la muestra al revés. Primero vi los barrotes y después, en la del broche, pensé que alguien los había forzado –agrega Ignacio.
Y es que cada uno le pone lo suyo. “La gente viene y al principio no sabe bien por dónde empezar: trata de ubicarse en las gigantografías y luego hace el recorrido”, cuenta Angélica “Angie” Lazarimos, “la encargada de cuidar las fotos” expuestas. Antes de irse, “algunas personas dicen que les parece impactante, que tiene mucha fuerza. Otras lo ven por el lado del encierro, destacan las fotos que son arquitectónicas y en las que ven más el impacto de la cárcel. Sobre los retratos, hay quienes se sorprenden porque no los asocian con la cárcel y preguntan: ‘pero, ¿todas están presas?’”, describe Lazarimos, y desliza que el enfoque puede tener que ver con una mirada de género, “porque acá hubo otra muestra de una cárcel de hombres pero era bien distinta”.
Diana Mines, fotógrafa, docente y varios etcéteras, lo asegura: “Ellas proyectaron una imagen de cómo quieren que las vean y eso las convierte en dueñas de sí mismas. No me extraña que fueran mujeres, porque este mismo taller hecho con hombres hubiera sido completamente diferente”. Para Mines, la mirada de la mujer “es valorizante del interior del cuerpo, incluso cuando hace desnudos. El hombre toma fotos de una mujer desnuda, y una de dos: o la idealiza y muestra un contraluz de una línea del cuerpo que parece una duna, o hace una imagen descacharrante para calentarse. Cuando la mujer hace un desnudo lo hace integral, es la estética y es lo que tiene adentro. Ellas lo hicieron así”.
Siempre es un misterio lo que la gente espera de una exposición, más cuando se anuncia que el contexto de las fotos es la cárcel. “En general no sabe qué va a preguntarles a las fotos: si se va a fijar si está en foco, si va a reconocer el lugar donde fue sacada, si lo va a mirar como una pintura”, analiza Mines. Pero en este caso “la muestra trasciende lo que podría esperarse de un testimonio como ese. La gente espera ver la foto de todas las paredes descascaradas, lo tristes que se sienten, lo horrible del lugar, la falta de libertad. Ellas hicieron una cosa personal, quisieron mostrar lo mejor de sí mismas y lo mostraron íntimo, con piel, no son colores y formas, mostraron seres humanos”.
Para Aldabe lo especial de esta muestra es justamente eso, que “hay mucha intimidad en las fotos. Cuando veo otros trabajos hechos en las cárceles veo que hay un observador y un observado. Acá no se da eso porque las mismas observadoras son las observadas. Las protagonistas son las que hacen el reportaje de la cárcel”.
A la distancia, Alejandra Marín, fotógrafa argentina que da talleres en una cárcel de mujeres de Buenos Aires, conversa con Brecha y apunta en la misma dirección. “Lo que se busca es que ellas cuenten lo que les pasa en primera persona, porque el estereotipo que uno tiene en la cabeza no es lo que ellas viven. Yo siempre digo que soy una turista: por más que voy hace seis años, no sé lo que es quedarme ahí a la noche. Y, por lo general, ellas no quieren mostrar lo que uno supone que van a querer mostrar. La reja ya está, no hace falta mostrarla para que esté, hay otras cosas más importantes que ellas quieren plantear.”
Marín cree que, cuando se acerca a una muestra de este tipo, la mayoría del público “está movida un poco por el morbo. Pero las personas se enfrentan a esa realidad y ven que es distinto a lo que uno cree, por eso está bueno desmitificar el prejuicio y que se enteren de que pasan otras cosas, que son personas como cualquiera, que tienen los mismos problemas, las mismas angustias”.
Mara, por ejemplo, propone la muestra para gente que piensa como ella pensaba unos años atrás. Antes de imaginarse siquiera que podría aterrizar en ese lugar, si en el noticiero hablaban de la cárcel “cambiaba de canal. Hoy me pregunto si no era egoísmo, si era que no me quería hacer cargo, pero el sentimiento que tenía de los que estaban en la cárcel era el de que exploten, porque no me importaban. Pasé cien veces por Cabildo –la ex cárcel de mujeres y donde pasó su primer mes de prisión–, paré en la esquina para ir a la iglesia y nunca tuve la más pálida idea de lo que era. Lo único que recuerdo de una cárcel fue cuando un tipo –el “Pelado” Roldán– se subió al techo” de La Tablada. Por eso, Mara, al igual que sus compañeras, apunta a cambiar la mirada que mucha gente tiene acerca de quiénes son ellas y cómo viven.
Antes de volver a la cárcel y dejar que la muestra siga siendo mirada, disparan una foto más. La toma las registra desde afuera de Punto de Encuentro mientras todavía están adentro. El vidrio que funciona de filtro es completamente transparente.