Blues del Olimar – Semanario Brecha
Saxo Oral Cita Gustavo Espinosa en Montevideo

Blues del Olimar

Saxo Oral Cita Gustavo Espinosa fue primero un show en Treinta y Tres y más tarde un álbum (2024), de 19 tracks, disponible en Spotify. Mañana, 16 de agosto, a las 20 horas, el escritor y músico Gustavo Espinosa se presenta junto con la banda de Treinta y Tres en la Sala Camacuá, y Brecha conversó con él al respecto.

Difusión

En 1993 el escritor y músico Gustavo Espinosa vivía, como lo ha hecho casi siempre, en Treinta y Tres, y era profesor, como casi siempre también, en un liceo. Algunos de sus alumnos formaban por entonces bandas de rock, estimulados por la llegada del cable al interior, en especial la cadena MTV, en tiempos previos a internet. Fue en aquel tiempo que lo invitaron a tocar en uno de aquellos grupos. Los teenagers y el treintañero tuvieron un éxito aldeano notable con aquella banda, a la que bautizaron Rocanmate, punto de partida de una movida a la que luego darían en llamar rock del pago. Dice Espinosa que de poderse concebir algo así como un under todavía, eso bien podría tratarse de lo que sucede con el rock en Treinta y Tres: «Precisamente, una de las cosas buenas que aún conserva el rock es ese principio activo de resistencia, de contracultura, que no roza casi las esferas del poder». De acuerdo al autor de Carlota podrida y Las arañas de Marte, antes del rock del pago había existido ya algo de rock en su departamento, durante los setenta, un fenómeno rápidamente interrumpido por la dictadura. En el interior, sin embargo, con la llegada de los noventa se le dio continuidad a aquel germen setentero. Y en el origen de Saxo Oral, el proyecto musical del que Espinosa participa ahora, está precisamente «uno de aquellos gurises, un saxofonista, Samuel Diogo, con quien somos amigos desde los noventa». «Cuando estábamos saliendo de la pandemia, hizo un show para poder tocar, y lo llamó Saxo Oral. Era un unipersonal: a veces ponía pistas sobre las cuales tocaba el saxo y leía textos que pudieran ilustrar las canciones que había elegido o, al contrario, canciones que ilustraran los textos. Y ahí anduvo tocando en boliches y eso, o haciendo streaming.»

Con el tiempo, Espinosa pasó a ser uno de los escritores más relevantes de la segunda mitad del siglo XX uruguayo, y Diogo lo invitó a armar un show con textos y canciones de su autoría. A esa altura, Espinosa ya había escrito también sus propias canciones. Tocaron en varios lugares. En 2023 se presentaron en el Centro Cultural Democrático de la ciudad de Treinta y Tres, un sitio que, en palabras de Espinosa: «Era un viejo club social que, como suele pasar con esas instituciones un poco anacrónicas, se empezó a arruinar. Hasta que hubo toda una serie de sinergias institucionales –el Ministerio de Cultura, la universidad y otros actores–,
que dieron lugar a un centro cultural interesante, con estudio, una sala de edición para video y audio, una sala de espectáculos, un lugar para exposiciones». Fue ahí que presentaron su espectáculo, que grabaron e hicieron el proceso de posproducción. «Éramos Samuel en saxo, Paula Cruel en batería, Matías Gordillo en guitarra acústica, y sumamos en algunos temas a Rodrigo Avella en la guitarra eléctrica, un músico polifacético», cuenta Gustavo. «Después, le agregamos un bajo, que grabó Martín Cano, también de Treinta y Tres. Gente de distintas generaciones, todos vinculados al rock del pago.» Un amigo de Diogo –que tocaba en Groove Machine, una banda de funk– llevó el material a Buenos Aires e hizo un proceso de masterización.

Hay algo muy vanguardista en tu literatura. En cambio, en la música de Saxo Oral cita Gustavo Espinosa, el disco que editaron en 2024, si no fuera por las letras, podría decirse que se trata de música bastante tradicional, respetuosa de los géneros: blues, boleros…

—Me gusta jugar con los boleros también. Hay, además, una versión de «Lavida es un carnaval», de Celia Cruz.

¿Y los textos?

—Con el tiempo se fueron orientando, casi sin querer, hacia mi novela Todo termina aquí. El personaje de Ana terminó centralizando el espectáculo, aunque no fue algo planificado.

Respecto a la música, el blues está muy presente.

—Sí, a mí me interesa sobre todo el blues. En su momento escuchaba mucho a Papo, Billy Bond, Pescado Rabioso, Manal… Esa época fue muy fermental. Después de eso, vinieron Días de Blues, acá en Uruguay. A partir de ahí empecé a curiosear en el blues genuino: las cantantes de los años veinte, el blues de Chicago de los cuarenta y cincuenta, y hasta el revival del blues rock de los sesenta.Creo que el primer blues que escuché fue de Manal. Tenía un primo mayor que era baterista en una banda local. Escuchábamos Almendra, Manal. Y había un tema, con la voz impresionante de Javier Martínez, que se llama «Blues de la amenaza nocturna». Hablaba de esa época de la dictadura, cuando agarraban a los hippies por la calle y los llevaban a la seccional. Ese fue mi primer blues consciente, digamos.

Quería preguntarte sobre tu educación sentimental –tanto literaria como musical–: ¿cuál dirías que fue tu «caldo de cultivo»?

—Góngora, por ejemplo. Pero no fue lo primero, nadie empieza por ahí. En mi familia se seguía cada disco de Los Olimareños: se escuchaba en mi casa, en lo de mi tía. Cada uno tenía su canción favorita. A veces caía Pepe por ahí. Hay una relación de parentesco con Pepe Guerra. Mi padre es primo de Pepe.

Vos naciste en el 61, ¿no? O sea, tenías 6 años en 1967. ¿Ya entonces eras consciente de esa figura épica, como de otro mundo, en que se había convertido el Pepe Guerra?

—Sí, algunas canciones ya las conocía. Y después empezamos a ir a verlos al teatro.

El rock del pago también aparece mucho en tu obra. No solo en el disco, sino en general. Hay mucho de folclore de Treinta y Tres en tu trabajo creativo.

—Claro. En un momento quise ser medio iconoclasta, no formar parte de esa mitología. Pero, a la larga, son raíces y se notan.

Con Saxo Oral hicieron un show importante este año.

—Sí, fue muy masivo, nos dio mucho ánimo. Fue en el Festival del Olimar. Unos años antes le habíamos pedido a Pepe Guerra que grabara un blues con nosotros. Le mandamos la pista y él grabó su voz en su casa. Pero no sabíamos qué hacer con eso. Le agregamos algo, un saxo, pero quedó por ahí. Después Pepe falleció. Entonces, decidimos usar esa grabación. Ensayamos mucho. Paula, la baterista, tenía auriculares con la pista y un metrónomo para coordinar. Fue un momento de mucho nervio, pero salió bárbaro.

¿Y la gente lo reconoció?

—No del todo. Yo solo dije: «Tenemos un invitado muy especial, que tiene la virtud de haberse vuelto invisible». Algunos lo reconocieron, pero la mayoría no. Creo que les pareció tan inaudito que no lo asimilaron. Es que fue en una noche dedicada al rock, nadie esperaba que Pepe cantara ahí. La canción se llama «Moto china». Aislamos el video de ese tema y lo subimos a modo de homenaje cuando se cumplió el primer aniversario de su muerte.

BIOLUMINISCENTES

Para el show de mañana en la Sala Camacuá, ¿el repertorio va a cambiar?

—Sí, hicimos algunos retoques, tanto en los textos como en la música.

¿Y qué están haciendo ahora?

—Estamos conmemorando el centenario de Rubén Lena. Acá en Treinta y Tres tiene mucha resonancia, y debería tener más también a nivel nacional. Yo estoy preparando una antología comentada de canciones de Rubén Lena. Vamos a adaptar una canción que grabaron Los Olimareños en su último disco, del período 1962-1974, antes de ser prohibidos, «El Olimar es un sueño». Es preciosa.

En estos días estoy leyendo el libro que escribiste para la colección Discos de Estuario, el de Los Olimareños, Todos detrás de Momo.

—El libro es sobre el período que yo llamo la edad de oro de ellos, digamos: la etapa que va desde 1962, su primera grabación, hasta 1974, que es cuando los prohíben. Y en esa época, a principios de los setenta, cuando ellos se tienen que ir de Uruguay, están en plena madurez interpretativa y artística. En el último disco de ese período, Cantando por el mundo, está la canción de Rubén Lena que vamos a adaptar.

¿La van a grabar?

—La vamos a grabar como parte de un espectáculo, con un fragmento de mi novela Las arañas de Marte. La canción surgió de una anécdota muy propia de Lena: el hijo que se va a bañar al río Olimar en una tarde tórrida y la madre que se queda sola, ansiosa en la casa.

En el disco citás a la Divina Comedia o el Decamerón y, al mismo tiempo, pintás muy bien a los personajes de barrio. Pasás, de manera muy natural, de la llamada alta a la baja cultura.

—Una vez, en España, durante una entrevista con un crítico que se llama Rubén Arribas, él me dijo algo parecido. Le llamaba la atención esa especie de hibridación entre los highbrow y los de raja, digamos, que hay en mi trabajo. Con ese crítico hallamos una fórmula para describir mi estilo: el barroco, pero intervenido por la chatarra, porque ahí se generan cosas interesantes, me parece. Es un gesto ya de por sí muy barroco, eso de la chatarra, porque, entre muchas otras cosas, el barroco es contrastante y juega mucho con eso. Por otro lado, está García Canclini, el filósofo argentino, y su concepto de las culturas híbridas. Es un poco redundante esa idea, porque ¿qué cultura no es híbrida? Ese libro habla de esa cosa que hay, digamos, entre la cultura especializada, la cultura de masas y lo que queda de las culturas populares y la tradición oral –y que están siendo avasalladas desde hace mucho tiempo–. Siempre hay una red de vasos comunicantes entre todas esas cosas; no son compartimentos estancos. Octavio Paz, por ejemplo, decía que el profesor que durante la tarde da una clase de astrofísica en la universidad, por la noche, de pronto, se va a tocar jazz a un club. Todos nosotros –vos, yo, todos–, por más que nos queramos asomar a la alta cultura, a Bach o a las matemáticas especializadas, somos emergentes de la cultura de masas. Porque ese ha sido nuestro ambiente desde que nacimos: la industria del entretenimiento nos ha formateado. Nacimos, como digo yo, como esos peces bioluminiscentes que hay en el fondo de las fosas abisales
–todo ese tonelaje de agua determina su deformidad y, al mismo tiempo, les hace generar luz–. Somos seres híbridos. A veces asomamos a la superficie de ese ambiente, y entonces podemos escuchar una suite o leer un tratado de física cuántica, pero nuestro ambiente generalmente es el otro. Entonces, ahí se dan esos entrecruzamientos que a veces pueden parecer inauditos, pero que se dan. Cada quien los metaboliza como puede. Además, estamos tan sometidos a la hipersolicitación de todo, tanto, que necesariamente con un poco de atención y de parar mínimamente la oreja se pueden obtener mezclas interesantes.

Son muy verosímiles algunos personajes tuyos, ¿te basás en personas reales?

—Mirá, yo creo que lo que suele ocurrir con los personajes es que son una suerte de Frankenstein, en el sentido de que toman pedazos e integran partes de distintas personas. Casi siempre son mezclas. Pero, sí, creo que tengo una enorme curiosidad por el mundo trivial que me rodea. Soy bastante chusma. Por otro lado, uno está obligado, es el mundo plebeyo en el que uno vive.

¿Vos dirías que sos un storyteller, un contador de historias? Me refiero a la literatura, pero también a la música.

—Creo que soy un contador de historias, pero por defecto. A mí me gustaría que me dijeran poeta. Lo que busco es poner una palabra junto a otra y ver qué pasa. Lo que hay en mi obra, en una posible intersección entre música y literatura, acaso tenga que ver con todo ese mundo lumpen. Es que es un mundo muy fértil, ese. Hay una épica de eso. Treinta y Tres es un pueblo sin proletariado urbano. Y esas franjas que están en los márgenes, medio desclasadas… Muchos personajes de mi obra vienen de ahí.

¿Vos ahora vivís allá, en Treinta y Tres?

—Sí, sí. Solo estuve cinco años en Montevideo, cuando estudié.

Estos músicos que te acompañan, algunos de los cuales eran tus alumnos, ¿qué edades tienen ahora?

—Algunos compañeros de banda, los que fueron alumnos míos,
tienen 40, 45, por ahí. Paula tiene 30. Y yo, 60. Una de las ventajas que tiene el blueses que cuanto más decrépito, mejor. No es como el rock and roll, que pide «forever young».

Aunque las estrellas del rock and roll ahora son de todas las edades; los Rolling Stones ahora tienen ochenta y pico.

—Sí, pero ellos son blues men. En el primer concierto que tocaron los Rolling Stones en Londres, dijeron: «No se vayan a creer que nosotros somos una banda de rock and roll». Mirá, vos que sos música debés saber: no debe de haber nada que genere una relación de complicidad y de amistad tan disfrutable como la que genera la música. Cuando estás muchos años ensayando con la misma gente, eso crea vínculos muy fuertes, que trascienden incluso lo generacional. Amir Hamed siempre decía que el de la música era un ambiente mucho más solidario que el de la escritura. En relación con los escritores, la llegada de la gente está mediatizada por un montón de cuestiones: tu propia corrección, tu propio proceso de escritura, la edición, la crítica, los vernissages. Todo eso hace que seas mucho más solipsista, y también mucho más narcisista, si se quiere. Y permite un montón de cosas a gente tímida como yo: cuando uno escribe, puede ser temerario, puede ser acrobático… Claro que luego eso siempre va a parar al lector.

Escuché que no te considerás músico.

—No. La música para mí es una pasión no correspondida.

¿Dirías que sos el líder de la banda? ¿Sí o no?

—Yo creo que Samuel es el líder de la banda. El título del show es de él, por ejemplo. Samuel es mucho más práctico que yo.

¿El título del disco?

—De él, también.

¿Y el del evento?

—Fue él quien subió el material a Spotify. Fue de él la idea de hacer un disco, él hizo todos los trámites, se encarga de todo…

Ah, entiendo, él es el brazo ejecutivo.

—Sí. A mí me tratan como una suerte de viejo gurú.

Artículos relacionados