Honra Sanchiz la fascinación que le provoca el estadounidense –uno de los más grandes escritores vivos– y revela que de la lectura de Vicio propio surgió la idea de escribir “sobre un Federico Stahl cuarentón y arruinado, un poco como el protagonista de la novela de Pynchon” (y el Dude de El gran Lebowski, de los hermanos Coen). En algún momento del proceso de escritura las ideas que manejaba se mezclaron con otras que iban surgiendo de nuevas lecturas, otros Pynchon –“en particular el cuento ‘Entropía’, del volumen Un lento aprendizaje”– y conversaciones con amigos.
Según esto, no parece embarazoso conjeturar que Pynchon lidera el catálogo de afinidades electivas con las que Sanchiz (Montevideo, 1978) mantiene correspondencia y cuyos integrantes, cada uno desde su marca de estilo, replican formas plurales de una imaginación desbordada y un caudal inagotable de ideas y referencias con estrategias propias de codificación y decodificación. Debe sumarse a estas características el capital cultural y la erudición de autores obsesionados por sus temas, el manejo excitante de la lengua, la articulación metódica de un proyecto, de una obra.
La saga de Federico Stahl, álter ego que protagoniza la mayoría de los libros de Sanchiz y va mutando en cada historia –Federicos nómades que habitan mundos alternativos–, se inscribe en una estructura de relato que no puede pensarse sino desde el paradigma de la reproducción incesante o desde la pretensión de una cartografía enciclopédica. Libro tras libro, la propuesta literaria del autor articula variantes infinitas de esa suerte de novela macro que tiene en su centro las andanzas de Stahl, el músico y escritor uruguayo que tanto se le parece.
Con ímpetu y dedicación, Sanchiz ha instalado la ucronía en el corpus plural y accidentado de la nueva narrativa uruguaya. Lo que hace no se parece a lo que hacen otros escritores de su grupo generacional. A través de la interdiscursividad entre arte y ciencia que atraviesa su creación, apela, básicamente, a jugar con las posibilidades de la pregunta “¿qué hubiese pasado si…?”, y de este modo, sobre todo desde el marco de la ciencia ficción o la fantasía pero también desde una interpretación caprichosa de los postulados del realismo –que no copia ni reduce la realidad sino que le impone los impulsos y las necesidades de la ficción– da por supuestos acontecimientos que no sucedieron pero habrían podido suceder, e imagina historias posibles, encrucijadas, azares, que presuponen mundos disociados, temporalidades múltiples y saberes complejos. Subyace el concepto de multiverso –conjunto hipotético de universos posibles–, la contingencia de que cada cosa que nos sucede ocurre también en mundos paralelos. Modélica en este sentido es su novela La vista desde el puente, con un Federico Stahl involucrado en una historia alternativa que desmonta el relato hegemónico: los charrúas no fueron exterminados y Artigas no fue derrotado sino que triunfó militarmente y se convirtió en un tirano que gobernó la región hasta su muerte en 1858.
FREAKS Y CHETOS. El gato y la entropía # 12 & 35 es, hasta el momento, el mejor libro de Sanchiz. Una vez franqueada la fórmula problemática del título, que asocia la entropía del cuento de Pynchon (y la entropía en general, algo así como lo aleatorio dentro de un sistema) con el gato de Schrödinger, que según las leyes de la mecánica cuántica está vivo y muerto al mismo tiempo, y con los números 12 y 35 de un tema de Bob Dylan; franqueada a renglón seguido la preocupación que se activa ante la primera de las amplias y autorreferenciales notas a pie de página –que cortejan las de La broma infinita, de David Foster Wallace–; y franqueado finalmente el sobresalto de una prosa asediada por frases larguísimas, abundantes en subordinadas, paréntesis y texto entre guiones, emerge, en su mejor momento, el talento narrativo de Sanchiz, que en El gato y la entropía… demuestra una capacidad desbordante para atrapar al lector con su prosa “apasionada, vehemente, ingenua, pagada de sí misma, pretenciosa, combativa y violentamente poética”. La lista es ideada para definir en la novela el estilo de Charles Fort pero funciona como inmejorable espejo del suyo.
Federico y su pintoresco amigo Rex, que parece tener el poder de alterar con su simple presencia cualquier situación, llegan a una fiesta de “chetos”. Rex consumió una droga peligrosa y de consecuencias imprevistas, Federico bebe whisky compulsivamente. En otro salón hay una fiesta de freaks. El largo pasillo que las comunica es paulatinamente habitado por criaturas en tránsito, seres que a veces no parecen pertenecer ni a una fiesta ni a la otra, y ser, más bien, parte de una extraña confusión, de una suerte de entropía. Después de un sinfín de sucesos extravagantes, los dos amigos abandonan la fiesta junto a otros personajes y se encaminan a la ciudad de Las Piedras en busca de un enorme caño abandonado –La Boca– que funcionaría como portal a otros universos y donde sería posible sostener un diálogo –un pacto– con el diablo. Lo fantasmagórico se alía con la ciencia para crear un lugar donde las relaciones espacio-temporales se desvanecen.
SATÉLITES Y MODELOS. Sanchiz utiliza la parodia: del orden, de la sociedad, de la novela misma. Es la propia escritura la que opera como generadora de relaciones y de sentido, y el lector se pierde en ella gustoso, seducido por los aciertos expresivos, los datos eruditos y triviales, el contraste entre el habla culta y la popular, la capacidad de humor y de farsa, la reiteración y acumulación como parte de la construcción poética, el diálogo con las otras obras del autor y una intertextualidad omnímoda.
La coexistencia de relatos fragmentarios escuchados en la fiesta, las tramas y los subtextos, las voces narrativas múltiples “pero tramposamente confundidas”, no cesan de girar como satélites en nuevas versiones de Las Guerras de la Música, Bob Dylan y su invento del rock en tanto historia, los viajes en el tiempo de Led Zeppelin, el arte contemporáneo, un catálogo de drogas, las alocadas teorías de Stahl sobre las mujeres megatetonas, el viejo del Palacio Salvo, el enigmático Emilio Scarone, los libros con hojas prensadas del tío Hilario, los televisores que arreglaba el abuelo, el mar de Punta Piedra, una defensa de la pequeña burguesía, la historia de una chamana mexicana, la paranoia desbordante de Federico que por arte de la digresión y la arborescencia –la noción de variación como modelo– parece no tener fin.
A El gato y la entropía… no le interesan ortodoxias y sí la urgencia de su autor por contar una y otra vez los mismos episodios, las mismas escenas, desde una perspectiva distinta cada vez, lo que exige al lector el reacomodo urgente de la mirada. A tal fin, y para expresar su ácida y explosiva visión del mundo, Sanchiz apela de a ratos al estatuto de la ciencia ficción, opción que más parece una excusa o la fidelidad del autor a un género que lo define desde sus comienzos como escritor. Pero no es necesario ser lector de ciencia ficción para disfrutar esta novela poseedora de un archivo colosal en el que el cine y la historieta también hacen gala de un sitial destacado.
Sanchiz ha publicado un número considerable de novelas y cuentos, en papel y en formato electrónico. Es todo un desafío e implica riesgos. Para bien y para mal, escribe con todo lo que es y escribe todo lo que es, no deja, como la mayor parte de los escritores de su grupo generacional, parcelas afuera. Es ambicioso y voraz. Transforma una anécdota que pudo ser lineal o relativamente simple, en un texto arborescente y enciclopédico que se regodea en la exhibición de sus múltiples archivos. El despliegue resulta imprescindible a las tramas o central al sentido y al disfrute. Su literatura no podría existir sin esa exhibición y sin ese narcisismo.
Cabe preguntarse si en tiempos de crisis y transformaciones de modelos canónicos como los que corren, su obra es un ejemplo de ruptura. Habrá quienes opinen que sí y quienes opinen que no, que su proyecto sigue siendo característico de la modernidad, que no renueva sino que se regodea en torno a Pynchon y otros como Ballard, Lovecraft, Dick, LeGuin, Borges, Bolaño, y más cerca territorialmente, Amir Hamed y el último Horacio Verzi, acaso Rehermann, tal vez Lissardi, fieles como él a un paradigma erudito de búsquedas narrativas y discusiones modernas y posmodernas.