Un periodista parisino tituló «Emmanuel Bonaparte» apenas [Emmanuel] Macron asumió la presidencia francesa. El macronismo ciertamente se parece al bonapartismo, sin los ejércitos. El modelo bonapartista se refleja en Macron en su uso abusivo de la Constitución, su pliego antidemocrático, su postura de líder que dice estar por encima de los partidos, «ni de izquierda… ni de izquierda», y que deja de lado por completo a los sindicatos. Macron cita al general De Gaulle, a veces incluso al mariscal [Pétain] y tal vez sueña con ser emperador, pero fracasará. Porque no tiene eso que a los bonapartistas les dio fuerza contra la huelga obrera: el plebiscito.
Cada vez que en el pasado se ha cuestionado a un gobierno autoritario, el plebiscito ha venido a reemplazar a la democracia: elección triunfal de Napoleón III tras su golpe contra la república de 1848; elección espectacular del general De Gaulle tras el golpe contra la cuarta república; referéndum plebiscitario; elección presidencial por sufragio directo; elecciones legislativas para contrarrestar la huelga general de mayo del 68; plebiscito presidencial en 2002 de Jacques Chirac, que pretendía encarnar la unidad nacional contra la extrema derecha. Mientras la primera elección macroniana imita débilmente este modelo, su reelección se produjo con 7 millones de votos menos que los que obtuvo Chirac 20 años antes, y los partidos presidenciales macronistas solo reunieron, juntos, unos 8 millones de sufragios en las legislativas de 2022.
El presidente Macron se equivoca gravemente si se cree investido de manera plebiscitaria para gobernar desde la cúpula del Estado. En 1968, el general [De Gaulle] pudo apostar por una «mayoría silenciosa» tras la huelga. Hoy hay una mayoría ruidosa y manifiesta, a Macron el plebiscito le juega en contra y no tiene una mayoría parlamentaria a su servicio, mientras la abstención masiva y las posturas refractarias opacan el efecto de autoridad de las elecciones. Los bonapartistas históricos contaban con una base social rural, católica de derecha, militar y burguesa para enfrentarse al movimiento obrero. Macron, comandante de las Fuerzas Armadas, está desnudo: no pudo contar con el Ejército contra los chalecos amarillos en 2018, su helicóptero estaba listo para despegar, la Policía fue un baluarte insuficiente, y su partido y su persona son muy odiados.
Hoy, el régimen parece más débil que en 1968. Ese año, los obreros y los empleados se movilizaron mucho, pero eran una minoría dentro de la población activa, aproximadamente unos 8 millones contra 19 millones. La masa asalariada se ha ampliado considerablemente, a 26 millones de personas, y casi la mitad son parte de la población empleada y obrera [según datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Estudios Económicos]. Hoy hay más de 5 millones de obreros, frente a los 4 millones de 1968. Estas cifras pueden ayudar a comprender por qué los sindicatos y los movimientos huelguísticos gozan hoy de mayor popularidad que en mayo de 1968, un acontecimiento que dio lugar a una mayoría absoluta de las derechas en las elecciones legislativas del mes siguiente. En 2023, dos tercios de la población alientan huelgas constantes contra el gobierno de derecha, que ya ni siquiera cuenta con el apoyo de los ejecutivos empresariales. El 90 por ciento del mundo asalariado aprueba la movilización. El plebiscito ahora se vuelve contra Macron, contra el lado autoritario del orden constitucional: su recurso al artículo 49.3 de la Constitución para pasar por encima del parlamento1 fue unánimemente rechazado. Las huelgas son muy populares porque los trabajadores, omnipresentes, ahora se sienten directamente afectados.
En este sentido, el actual movimiento de oposición promete ser más peligroso para el mantenimiento de la quinta república, como vestigio de un golpe de Estado permanente, que el de 1968. La quinta república ya no se adecua a la situación. Nació como respuesta a un período de lucha de clases que se extendió entre la revolución argelina de 1954-1962 y la huelga general de 1968. De Gaulle hizo redactar una Constitución que correspondía a su poder de facto, y logró neutralizar vastos movimientos revolucionarios y democráticos, primero en Argel y luego en París. Apoyado por el Ejército y el pueblo de derecha, católico y rural, fue plebiscitado por todos aquellos que temían el caos o el comunismo soviético. Hoy, Macron cree poder estar en condiciones de reproducir la escena del líder contra el caos, sin entender que una mayoría de los asalariados vive en el caos social que él encarna a su manera: precariedad, escasez, dislocación de los servicios públicos y de los marcos colectivos comunes, violencia social y policial.
Los sindicatos, unidos, de pronto aparecen como remanso de paz y garantes de estabilidad frente a los numerosos embates que sufre el mundo del trabajo. Sirven como vehículo para la lucha de clases, en parte a su pesar. La derecha francesa, en su variedad, es incapaz de absorber el renacimiento de la lucha de clases, imitando las formas museísticas y retóricas del bonapartismo. El Senado no ofrece ningún recurso y la televisión y las radios públicas ya no son escuchadas. Precisemos aquí que el concepto de lucha de clases fue utilizado por primera vez por el liberal F. A. Mignet, doctor en Derecho y autor de una obra sobre la historia de la revolución francesa publicada en 1824. La lucha entre las clases sociales, por ejemplo, entre la aristocracia, la burguesía, el campesinado, los trabajadores y los artesanos urbanos, no es una invención ideológica, sino una observación empírica. Negar la lucha de clases impide a los actuales neoliberales o bonapartistas formular una respuesta política acorde con nuestro tiempo. Su desprecio de clase los priva de alianzas sociales y los reduce a caricaturas reaccionarias y racistas, flanqueadas por parodias de renegados provenientes del Partido Socialista. Mientras tanto, la izquierda parlamentaria sigue dudando entre una reapropiación colectiva de su historia y la tentación tribunicia. Hay que recordar que el tribuno popular más famoso terminó por sumarse a la unidad de las izquierdas, luego a la unidad sindical, lo cual es bueno. El intento de diferenciar doctamente al «pueblo» de los asalariados, jubilados y estudiantes sindicalizados no ha prosperado.
La derrota anunciada del macronismo puede abrir una gran vía a los movimientos igualitarios, sindicalistas, antifascistas y feministas, coalición que ya se manifestó el 8 de marzo de 2023. La victoria de [Marine] Le Pen no es en modo alguno inevitable frente a un histórico movimiento igualitario, y es falaz el argumento macroniano que dice: «Yo o ella».
Nuestra posición no se deja entrampar en este dilema, que ya fuera señalado por Max Horkheimer, cofundador de la teoría crítica, cuando en 1939 advertía: «Aquellos que no quieran cuestionar al capitalismo deben guardar silencio sobre el fascismo» (Wer aber vom Kapitalismus nicht reden will, sollte auch vom Faschismus schweigen). Ante la intensificación de la lucha de clases en Francia y la potencia manifiesta del movimiento democrático y sindical, la hipótesis fascista no tiene por qué verificarse. Históricamente, el poder de los fascistas se basa en un movimiento militante de masas, levantado contra el sindicalismo obrero. Le Pen claramente no tiene los medios para organizar tal movimiento, como lo demuestra su papel puramente mediático. Sus ídolos electorales ya han experimentado fracasos: Donald Trump, [Jair] Bolsonaro, el chileno [José Antonio] Kast, mientras que [Giorgia] Meloni, en Italia, se amoldó de inmediato a las instituciones nacionales y europeas.
Por eso, la amenaza macroniana de disolución del parlamento se está quedando vacía por parte de un presidente que ya no puede esperar ser otra vez plebiscitado, mientras que las izquierdas sindicales y políticas están en vías de encontrar un nuevo aire a partir del movimiento huelguístico, en primer lugar en una juventud y unas comunas que la habían abandonado. El movimiento obrero, tomado en tanto realidad histórica, está en proceso de reconstitución. Nadie debe temer las piruetas del pequeño Bonaparte y su espada de madera.
1. Artículo que permite adoptar una ley por decreto al que Macron recurrió el mes pasado para la aprobación de la reforma jubilatoria, rechazada en las calles y por la opinión pública francesa (N. del T.).
(Publicado originalmente en Lundimatin.Traducción del francés de Daniel Gatti.)