La historia del socialismo, escribía hace unos pocos años el historiador italiano Enzo Traverso en Melancolía de izquierda, es la historia de «una constelación» de derrotas épicas que lo fueron alimentando a lo largo de dos siglos. A tal punto alimentaban al socialismo esas derrotas que se recordaban casi que como triunfos en un camino visto como ineluctable hacia la victoria final.Por lo general, se las convertía en epopeyas y muy a menudo se vaciaba esas experiencias de su contenido real, de luchas concretas.La caída del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética vinieron a trastocar las cosas. Por lo menos para una de las tradiciones que más marcó a la izquierda, la comunista, fue de tal magnitud ese desplome que mirar para atrás se hizo desde entonces muchísimo más difícil. Con el «socialismo real» se derrumbaba todo un constructo y esa visión que hacía de los fracasos jalones en un devenir hacia un futuro radiante perdía sentido. Quedaba la impresión no de un fracaso como otros, sino de una derrota definitiva.
Desde aquellos primeros años noventa del siglo pasado, buscar en las batallas perdidas fuentes de inspiración se ha vuelto cuesta arriba para muchos de los que quieren cambiar el mundo de base. «Una cosa era inventar el socialismo en el siglo XIX. Algo muy diferente es hacerlo a principios del siglo XXI», en momentos en que quienes tienen la sartén por el mango la tienen tan, tan sólidamente aferrada y proliferan las distopías, mientras las utopías han quedado en un lugar espectral, como resabios de un pasado al que mejor ni mirar, apuntaba Traverso (entrevista en Libération, 17-II-17). «Sale Marx, entra la memoria», titulaba el investigador uno de los capítulos de Melancolía de izquierda para significar que, tras el derrumbe del socialismo real, de aquella concepción de la memoria como plataforma para los combates futuros se ha transitado hacia una «obsesión por el ayer» en la que los derrotados del pasado son vistos más como víctimas que como protagonistas de batallas dadas.
Traverso apela a recuperar una actitud olvidada, «oculta», de grandes protagonistas de la épica de la izquierda en los siglos anteriores para darle un nuevo aire: el de la melancolía ante las propias derrotas. No la melancolía en el sentido freudiano, de duelo mal resuelto, paralizante, patológico, sino como una forma de resistencia, una «actitud de no resignación nutrida por una sensibilidad reflexiva», una «melancolía consoladora inseparable de la esperanza» de aquellos que saben que van de cabeza al fracaso y aun así persisten. La pérdida actual del «principio de esperanza» no lo facilita ni mucho menos.
El italiano cita, por ejemplo, a Rosa Luxemburgo, que unos días antes de su asesinato, que veía venir, escribía: «No podemos renunciar ni a una sola de las derrotas porque de cada una extraemos una parte de nuestra fuerza, una parte de nuestra lucidez». Hace mención particular a la comunera anarquizante Louise Michel (véase «Terrible y sobrehumana», Brecha, 28-V-21), a Louis Blanqui, inscribe en esa línea a Salvador Allende y a combatientes latinoamericanos, analiza toda una tradición intelectual que comprende a Walter Benjamin, a Theodor Adorno, profundiza en cómo esa idea de «melancolía no paralizante» se encarnó en el cine, en la literatura, en la pintura. Y cree ver en la actualidad, tras muchos años de postración, de resignación al triunfo urbi et orbi del capitalismo, un cierto renacer –puntual, atomizado– de aquella actitud, en pos de «nuevas utopías que no están escritas».
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Hay derrotas y derrotas, y Traverso recupera una en especial: la de la Comuna de París, una revolución inconclusa que, a siglo y medio de su aplastamiento, por lo que llegó a hacer y también por sus límites, tiene mucho que decir a futuras utopías y al propio presente. «Durante un siglo la Comuna ha sido iconizada como la primera etapa de un movimiento que conducía a las revoluciones rusa, después china, después cubana… Hoy la descubrimos bajo otra luz: la Comuna es una historia de autogobierno que se presenta finalmente cercana a movimientos de izquierda actuales. Los comuneros no eran obreros (fabriles), sino trabajadores precarios, artesanos, subalternos, entre los cuales había muchos artistas e intelectuales bohemios. Un perfil sociológico heterogéneo parecido a la pulverización social de los jóvenes movilizados de hoy en día.»
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Hace algo más de dos años, cuando de la Comuna de París no se cumplía ningún aniversario redondo, pero las rotondas francesas ya habían sido invadidas por los chalecos amarillos, Hervé Le Corre, uno de los maestros de la novela negra en su país, publicó un libro ambientado en los diez últimos días de la rebelión de 1871, Dans l´ombre du brasier, traducido al español como Bajo las llamas. Hijo de una empleada doméstica que trabajó también como alfabetizadora de mujeres inmigrantes, Le Corre pertenece a esa tradición de exmilitantes políticos (fue por mucho tiempo trotskista, luego apoyó al Frente de Izquierda) que encontraron en el thriller social una forma de «reflejar de manera novelada la “realidad real” con todas sus contradicciones, sus puntos oscuros, su detrás de escena». En este último libro, Le Corre quiso evocar «una derrota del movimiento obrero, pero no desde la épica, sino colocándome en el lugar de los perdedores, de los valientes que se la jugaron toda» (Mediapart, 16-V-21).
Para Bajo las llamas, Le Corre se documentó como un historiador, como un filólogo, como «un curioso», tal como lo había hecho para una novela bastante anterior que transcurre en el París previo al levantamiento de la Comuna, marcado por la «desesperanza social». «Para la gente de mi generación [tiene hoy unos 65 años] y de mis opiniones –dijo a Libération en 2019–, la Comuna representaba algo muy fuerte. Al documentarme, el mito se derrumbó, pero me fascinó enfrentarme a una realidad menos idealizada. Todos los personajes comuneros que evoco son presa del desencanto, de una cierta melancolía. Ven venir la masacre, saben que ya es segura. En el mejor de los casos, eran apenas 10 mil contra 60 mil versalleses mejor armados. Mientras escribía, mi idea era mostrar la melancolía de esta historia», dice trayendo a colación a Enzo Traverso. Y afirma que la de los referentes de la Comuna no era una melancolía «estrerilizante», sino esa que «mantiene juntos a los militantes, que se dicen a sí mismos que pelean porque antes de ellos hubo otros que también pelearon y fueron vencidos» y encuentran, pese a todo, motivos para seguir. «Mi obsesión era mostrar personajes que frente a una derrota anunciada continúan el combate», cuenta el escritor. Y sabiéndose él también un melancólico admite que ya hizo el duelo de la ineluctabilidad de la revolución, pero no de su necesidad, pese a que no sepa bien qué contenido darle a la palabrita.
Uno de los personajes centrales de la novela es, sorprendentemente, un policía que está «del lado de los comuneros» e investiga la desaparición de mujeres en medio del París de la «semana sangrante» de los últimos días de mayo de 1871, devastado por el avance a sangre y fuego de los versalleses. Muy poco antes de esa semana trágica, la ciudad bullía, como bullían también las «marmitas», las ollas populares que alimentaban a miles de personas en un «ambiente de solidaridad, no de caridad», como diría el encuadernador anarquista comunero Eugène Varlin. Se bailaba en las Tullerías, se experimentaba, se tomaban resoluciones como la supresión de la guillotina, se legalizaba la autogestión por los obreros de los talleres abandonados por los patrones, se instituía la educación laica, obligatoria y gratuita y la revocabilidad de los cargos públicos, se municipalizaban los servicios esenciales, se habilitaba la formación profesional para hombres y mujeres y la participación de las mujeres en la vida pública, se autorizaba que las familias pobres que no pudieran pagar su alquiler no lo hicieran, se reconocían los hijos naturales y se legalizaban las uniones de hecho. «Mucha cosa para tan solo 72 días», dice Le Corre. «Todo de una increíble actualidad, por lo menos para quienes queremos cambiar este mundo tan espantosamente desigual y antidemocrático. El odio de clase de los versalleses hacia los comuneros era similar al que vimos ahora hacia los chalecos amarillos. Y uno siempre elige, al fin y al cabo, de qué lado de la barricada se coloca, para hablar como se hablaba antes.»
No solo de los versalleses provenía ese odio hacia los comuneros. También de intelectuales que hoy podrían ser englobados en el magma progresista, como el escritor Émile Zola, que reclamó en la época que se castigara al pueblo «por sus excesos». Edmond de Goncourt, el escritor que dio su nombre décadas después a uno de los premios literarios más importantes de Francia, consignó en su Diariosu satisfacción por el escarmiento infligido a «la parte combatiente de la población» por un ejército que «en la sangre de los comuneros aprendió nuevamente a combatir». «Son 20 años de descanso los que tiene por delante la vieja sociedad si las autoridades se atreven a todo lo que tienen que atreverse», escribió Goncourt el 31 de mayo, tras recorrer las calles todavía humeantes de la ciudad.
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A Jean Chérasse, autor de Los 72 inmortales, un libro en dos volúmenes sobre la historia de la Comuna, los escritos de Edmond de Goncourt le hacen pensar en los dichos de otro intelectual al uso bien de esta época, el filósofo, politólogo y exministro Luc Ferry. En 2019, escandalizado por algunos actos de violencia de los chalecos amarillos, Ferry clamó por la vuelta al orden, por dar a los policías «los medios» para que usaran sus armas contra las masas «desbordadas», contra el populacho y, si eso no era suficiente, habilitar la intervención del «cuarto ejército del mundo». «El odio de los dominantes de la actualidad hacia los chalecos amarillos nos conduce directamente a esa hora de verdad política y social que fue la Comuna», apunta este historiador en el blog que anima en el portal Mediapart, en el que firma sus notas bajo el seudónimo de Vingtras, por Jacques Vingtras, alter ego del escritor, periodista y dirigente comunero Jules Vallès.
Chérasse es historiador (además de cineasta) y le «sublevan» las «indignidades» de su famoso colega y coetáneo (ambos andan por los 90 años) Pierre Nora, que el mes pasado, cuando le preguntaron qué le evocaba la Comuna, dijo que «casi nada, porque casi nada aportó a la construcción de la república francesa». Nora prefirió conmemorar en mayo los 200 años de la muerte de Napoléon Bonaparte, al igual que lo hizo Emmanuel Macron. «Napoleón unifica, la Comuna divide», declaró por entonces un dirigente del partido del presidente.
«Se podría decir –se lee en Mouais, Diario Dubitativo, un blog que se define como anarcoecologista– que si nosotros estamos entre los herederos de la Comuna, Emmanuel Macron está entre los de Adolphe Thiers», el presidente que ordenó al ejército marchar sobre París para aplastar la rebelión. «Con excepción de algunos detalles, pocas cosas han cambiado finalmente desde aquel fin del siglo XIX. Con una salvedad por cierto notable: en Francia ya no se dispara a mansalva para combatir un levantamiento. Pero si Macron no mató como mató Thiers, sí sacó ojos, mutiló, humilló para que los poderosos de hoy dispongan de sus 20 años de reposo.»