En 2018, Pez en el Hielo, proyecto editorial independiente conformado por Gonzalo Baz y Dani Olivar, publicó un libro titulado La paz es cosa de niños. Esta publicación era un intento de traer al público nacional una serie de autores brasileños contemporáneos que, como sugieren en el prólogo, «tal vez las grandes editoriales responsables de gran parte de las traducciones consideren que un mercado pequeño como el uruguayo no amerita el esfuerzo de [su] distribución». Estos cuentos podrían ser pensados como narraciones sobre lo ominoso: la pérdida de familiaridad en el núcleo de lo conocido o la experiencia de familiaridad cuando nos rodea lo desconocido. En ellos, la muerte es una presencia constante, no como una parte natural de la vida, sino como una irrupción imposible de evitar.
Los pasajes comunes (Criatura Editora, 2020) es la primera novela de Baz (Montevideo, 1985). Ya en 2017 había publicado un libro de cuentos, Animales que vuelven, editado por Pez en el Hielo, que el año pasado ganó el Premio Ópera Prima, del Ministerio de Educación y Cultura. Ahora, esta primera novela, escrita de manera fragmentaria, se presenta como una novela de la memoria, un intento de poner en funcionamiento los mecanismos del recuerdo para traer, hacer resurgir desde los escombros, un complejo de viviendas montevideano de origen militar cuyas torres son, según explican los viejos comunistas, «iguales a las que hay en Bucarest, Varsovia y Sofía».
El espacio del complejo de viviendas es un mapa de marcas espaciales claras, nombres dados por los propios habitantes: el Infinito, el Diluvio; lugares que llevan imantado el recuerdo de las situaciones y que muestran un territorio totalmente habitado, con su propia nomenclatura impregnada de la realidad social. De esta manera, el complejo de viviendas se vuelve un lugar sin salida: los personajes recorren los edificios, bajan las escaleras, ven repetirse una y otra vez escenas terribles en los pasillos y dentro del ascensor –el retorno sin fin del protagonista a la escena del Vasco apuñalando a uno de los vecinos y las gotas de sangre roja cayendo al piso–. Los personajes, si logran escapar, siguen en tensión con ese lugar de origen que se erige como una construcción siniestra donde conviven tres temporalidades distintas: el presente, la crisis y su fundación durante la dictadura. La lectura se encuentra invadida por la sensación de que todo, hasta el día de hoy, sigue sucediendo; dentro del complejo, esas mismas escenas vuelven a pasar una y otra vez: los suicidios, las muertes accidentales, los tiros de la Policía.
Esta historia de barrio y adolescencia es contrapuesta con la historia de Augusto, un pintor brasileño que, luego de vivir en Portugal por muchos años –al igual que el narrador y su propia estadía de diez años en San Pablo–, empieza a trazar los recuerdos de su barrio paulista para encontrarse, al volver, con que estos no coinciden con los de ninguno de sus vecinos. Ese barrio paulista, al igual que el montevideano, también encuentra su trama a partir del uso del derrumbe: puentes que caen, la luz que mengua y deja alargarse las sombras. La história do meu bairro de Augusto corta el entramado del complejo de viviendas, pero también lo multiplica, funcionando como influencia y, a la vez, como espejo foráneo de la realidad montevideana.
Escrita con un estilo sobrio pero, a la vez, muy trabajado, en el que el lenguaje aparentemente despojado trae dentro de sí el mecanismo memorialístico –una escena puntual en la que dos hermanos juegan a la pelota es narrada a través de un lente que olvida los colores y los sonidos–, Los pasajes comunes es también una novela cargada de violencia y de un realismo que cada tanto se deja poseer por giros fantásticos o sobrenaturales. Es por eso que recuerda a Ana Paula Maia (Nueva Iguazú, 1977), autora editada y traducida en el libro de cuentos brasileños de la editorial de Baz. En ambas escrituras, la violencia acecha constantemente; en Baz, las garitas de policías prendidas fuego muestran un territorio sitiado, al igual que la figura de los policías rondando y atacando a los jóvenes. Otra relación entre Maia y Baz es que en ambos autores los animales se utilizan como mensajeros de otro lugar: las cucarachas, el hámster muerto debajo del ropero, las ratas quemadas que vuelven como humo espeso en el aniversario de la quema. Pero, además, hay un gesto compartido en la forma de narrar los espacios, ya que parecen imposiblemente inmensos, pero, a la vez, están cerrados sobre sí mismos, no hay manera de hallar la salida. Finalmente, vuelvo a la cuestión estilística: el tipo de lenguaje de ambos autores funciona como potenciador de esa brutalidad a la que están sometidos los personajes.
Los pasajes comunes es una historia generacional, de prosa cuidada y condensada, que logra plasmar un espacio y una experiencia vital con gran lucidez.