“Seremos como el Che”, dicen, todavía, los niños cubanos al recibir su pañuelo de pioneros en el patio de una escuela. Son los restos de un naufragio que el mar ha dejado en la playa. El naufragio de un intento que recorrió el mundo desde aquel primer cañonazo del crucero Aurora en el Petrogrado de 1917. El intento ya no de crear un nuevo sistema político o una sociedad de nuevo tipo, sino el hercúleo –y herético– intento de crear un hombre nuevo: altruista y forjado como el acero para construir y sostener un mundo más justo. Un intento que revelaría su imposibilidad y daría lugar a su parodia: el “Homo sovieticus”, indiferente y apegado a la ley del menor esfuerzo.
Ahora que el principal impulsor de la utopía de un humano de nuevo tipo, León Trotsky, yace en una tumba mexicana después de que un agente de Stalin le partiera el cráneo con una piqueta de alpinista; ahora que el escritor disidente que acuñó la parodia, Aleksandr Zinóviev, al ver en qué se había convertido su país tras la caída de la Unión Soviética (Urss) pasó los últimos años de su vida en luna de miel con el neocomunismo, volviéndose un activista contra la occidentalización del abatido gigante; ahora entonces, a semanas del cuarto de siglo de la caída del muro de Berlín, ¿qué ha quedado de ese hombre nuevo y su parodia?
O de la mezcla de ambos, los verdaderos hombres y mujeres que crecieron en el corto siglo soviético.
Esa pregunta se la hizo la escritora bielorrusa Svetlana Alexievitch, y para contestarla realizó una investigación literaria con mucho de eso que en periodismo se conoce como “gran reportaje”. Tal vez la nueva aparición de su nombre entre los favoritos a ganar el Nobel de literatura motive a los editores de habla hispana a pagar por la traducción del libro resultante. Por ahora sólo disponemos de su versión en francés, La fin de l’homme rouge. Ou le temps du desenchantement (El fin del hombre rojo. O el tiempo del desencanto), traducción del título original en ruso que, de manera literal, sería “Tiempos second hand. El fin del hombre rojo”.
Mucho les dice ese “second hand” a los que vivían detrás de la cortina de hierro. La promesa del fin de los escaparates vacíos que todos esperaron con esperanza después de 1991 se transformó demasiado pronto en la realidad del consumo para unos pocos. La gran mayoría debió conformarse con la ropa usada de segunda mano, y las tiendas de second hand se reprodujeron como hongos en el antiguo campo socialista.
Entrevistada en marzo de este año por la periodista española Pilar Bonet, la autora bielorrusa opinó que el “hombre soviético”, producto del plan para transformar la naturaleza humana en el laboratorio del marxismo-leninismo, sigue existiendo en Rusia, Bielorrusia, Turkmenistán, Ucrania, Kazajistán, y el resto del territorio de lo que fue la Urss. “Creo que conozco a este hombre, que lo conozco muy bien, que he vivido con él muchos años. Él soy yo, yo y mis conocidos, amigos, padres (…). Ahora vivimos en distintos estados, hablamos en distintas lenguas, pero no nos puedes confundir con nadie. Nos reconocerás enseguida. Somos la gente del socialismo, iguales y diferentes del resto de la gente, tenemos nuestro léxico, nuestras ideas del bien y del mal, de los héroes y los mártires, tenemos una relación particular con la muerte (…) estamos llenos de envidia y de prejuicios. Venimos de allí donde existió el Gulag…”, escribió Alexievitch en el segmento del prólogo de su libro que cita Bonet en su artículo de El País de Madrid.
LA GRAN DEPRESIÓN. El desafío –destaca Bonet– de reconciliarse con la pérdida del gran proyecto que supuso la Urss, y de pasar de la “gran historia” a la “existencia individual”, ha sido un golpe cultural que no siempre fue resuelto de la mejor manera. Alexievitch atribuye la abundancia de suicidas a la incapacidad de resolverlo, de reciclar para la paz lo que la bielorrusa llama una psicología de la guerra (“Somos guerreros. O luchamos o nos preparamos para la guerra. Nunca vivimos de otro modo. De ahí la psicología de guerra”), Guerra Fría, pero guerra al fin. Por eso la generación del poeta Evgueni Evtushenko, la de quienes habían sido evacuados a las aldeas siberianas durante la Segunda Guerra Mundial, creció con la sensación de haber “nacido tarde”. Listos desde niños para la alarma antiaérea y para transformar las estaciones de metro en refugios antinucleares, no estaban preparados para lo que verdaderamente terminó ocurriendo.
Esa abundancia de suicidios ya había sido detectada por los expertos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud), que en 1999 habían registrado cómo un número creciente de ex soviéticos se quitaban la vida al verse sumergidos en la pobreza, literalmente de la noche a la mañana. Téngase en cuenta que en 1989 quienes vivían con menos de cuatro dólares por día en el campo socialista eran 14 millones, pero a mediados de los noventa esa cifra se había multiplicado por diez, llegando a 142 millones de personas en los mismos países. Eso, sumado al corte de la mayor parte de los beneficios sociales y el final de la seguridad del “trabajo para toda la vida”, dio por resultado un panorama económico de la “primera década de libertad” que el Banco Mundial comparó con la Gran Depresión de los años treinta en Estados Unidos. La diferencia fue que la pérdida en el nivel de producción en la ex Urss fue el doble que la que sufrió Estados Unidos tras el derrumbe de Wall Street de 1929; y en algunas repúblicas ex soviéticas, como Georgia, se perdió casi el triple.
COCINAS LABORATORIO. El impacto de esos números en la lectura que las personas hacen de su propia vida (pero no solamente de esos números, también de lo que no puede medirse) es el centro de la investigación literaria de Svetlana Alexievitch.
En sus páginas hay algunas joyas. Como el fragmento de la generación de las cocinas. Si para Occidente la del 68 fue la generación de las luchas estudiantiles en las calles, para los soviéticos fue la generación de las cocinas. En la década del 60, cuenta Alexievitch, comenzó a masificarse la vivienda individual y los soviéticos pudieron dejar la cocina comunitaria y tener su propio lugar para preparar los alimentos. “La cocina para nosotros no fue entonces solamente un lugar de nutrición, era también un lugar de trabajo y una tribuna. Ahí uno podía criticar al poder, escuchar a la Bbc. En las cocinas nació la Perestroika. Pero no sólo. ¡Las ideas y proyectos fantásticos que nacieron en las cocinas! Ahí pasábamos nuestro tiempo bebiendo té, café, vodka. Y en los setenta ron cubano. Todos adorábamos a Fidel Castro. La revolución cubana. El Che con su boina. Una verdadera vedette de Hollywood. No dejábamos de parlotear. Y en lo mejor de la conversación siempre había alguien que miraba la llave de luz o el enchufe y preguntaba ‘¿Comprendió, camarada general?’. Esa sensación de riesgo… era como un juego. Sólo unos pocos se rebelaron abiertamente. La mayoría de nosotros éramos ‘disidentes de cocina’.”
Entonces llegó 1991. Y de las cocinas salieron a las calles. Sólo para comprender, registra Alexievitch en su testimonio coral, que si no tenías dinero no eras nadie. “La democracia era un animal que nos resultaba totalmente desconocido. No éramos antisoviéticos. Sólo queríamos una vida mejor. Poder comprar bluejeans, un video, y el sueño mayor, un automóvil. Todos queríamos usar vestimenta de colores y comer buenas cosas.”
La imposibilidad de ese sueño volvió a muchos contra aquel que lo había alimentado. Enseguida del testimonio anterior, en contrapunto, el trabajo casi antropológico de Alexievitch en su libro hace surgir otra voz: “Gorbachov nos ha traicionado. Sí, nosotros hacíamos cola para conseguir pollos que azuleaban y papas podridas, pero esta era mi patria. Y yo la amaba. Era un gran país. Rusia siempre ha sido un enemigo temido por Occidente. Teníamos una civilización sin trapos y sin mercachifles. La civilización soviética. Tarde o temprano Gorbachov será juzgado. Espero que ese Judas viva largo tiempo para conocer la cólera del pueblo. En vez de una patria, ahora tenemos un inmenso supermercado”.
El Washington Post reconoció recientemente que este sentimiento anti Gorbachov está muy extendido en Rusia, “especialmente entre los más ancianos y pobres”. Una afirmación consistente con el estudio del Centro Yuriy Levada, que detectó que el 85 por ciento de los jubilados y el 79 por ciento de los ciudadanos de bajos ingresos preferirían que la Urss no se hubiera disuelto, opinión que en la media de la población era del 60 por ciento. Tanto es así que en los días posteriores a la anexión de Crimea, en marzo de este año, un grupo de legisladores oficialistas presentó una querella contra el padre de la Perestroika. Lo acusan por la de-sintegración de la Urss y por no haber respetado un referéndum en el cual la mayoría de la población soviética votó en contra de esa medida. El actual mandatario, Vladimir Putin, sin embargo, no se ha mostrado particularmente entusiasta con un eventual encarcelamiento del último premier soviético.
REVIVAL. Luego de la crisis de Crimea se produjeron las declaraciones de independencia de otras dos regiones que pertenecían a Ucrania, Lugansk y Donetsk, fronterizas con Rusia, dando lugar a una corta pero intensa guerra civil que llevó al límite las tensiones entre Washington y Moscú.
En los reportes periodísticos desde la zona de combates era frecuente ver banderas con hoces y martillos entre una variada simbología soviética en el bando separatista. Sus manifestaciones al pie de las estatuas de Lenin y su discurso profundamente antioccidental dieron al conflicto un aire de los años de la Guerra Fría.
Quizás el episodio más emblemático de ese regreso al pasado fue la resurrección de un tanque.
En junio se conoció la noticia –y se pudo ver el video en Youtube– de que un IS-3 de la Segunda Guerra Mundial, que estaba congelado como monumento en una plaza en la ciudad de Kostiantynivka, fue bajado de su pedestal, se lo hizo arrancar, y se lo puso nuevamente en servicio. Eso no sería nada si no se le hubiera pintado en el blindaje el nombre de Josip Stalin.
Así bautizado, el carro de combate volvió a disparar sus proyectiles de 122 milímetros, ya no contra los blindados alemanes pero –rizando un poco más el rizo– contra un ejército de Ucrania de sospechosas simpatías hacia la corta temporada en que los nazis fueron dueños del país.
Cuando debieron retirarse hacia sus últimos dos bastiones, los separatistas se llevaron su tanque. Y cuando lograron cambiar el curso de la guerra –según Kiev con apoyo militar ruso– y poner en desbandada a los ucranianos empujándolos hacia el Mar de Azov, volvieron a llevarlo como su arma talismán.
El nombre dado al tanque se suma a otros episodios, como los trolley decorados con la imagen de Stalin en varias ciudades de provincia, o la peculiar casualidad de que justo la manzana de la casa natal del ex hombre fuerte del Kremlin haya quedado intacta durante la guerra relámpago de Georgia (se dice que por expreso mandato de Putin).
Cuando Pilar Bonet le pregunta por el peso de la figura de Stalin en la memoria de los protagonistas de su libro El fin del hombre rojo…, Svetlana Alexievitch responde con dos palabras: “Está vivo”.
INFANCIA PERDIDA. En su poema “Adiós, bandera roja nuestra”, Evtushenko entreteje reclamos y compasión por su vieja patria. Una bandera que, “como una cortina roja”, ocultaba tras de sí “al Gulag repleto de cadáveres helados”.
En la estrofa final el poeta, que habla en nombre de quienes “nacimos en un país que ya no existe”, un poeta que no es “lo que llamarías un comunista”, refleja la nostalgia que Svetlana Alexievitch encontró en la mayor parte de sus testimonios. La nostalgia por el mundo de la infancia. Por esa porción perdida de paraíso. Porque “en aquella Atlántida estuvimos vivos y fuimos amados”.
Lo mismo opina otra escritora, Zhanna Sribnaya, de 37 años. “Todos tenemos una cierta nostalgia de la Urss, en especial cuando miramos hacia nuestra infancia. Tiempos felices en los que un helado costaba siete kopeks y todo el mundo podía ir en verano a las playas del Mar Negro con los campamentos de pioneros. Ahora sólo la gente con dinero puede tomar esas vacaciones.”
Entre quienes más han escrito sobre lo que significa haber vivido la niñez en la era soviética se destaca en primer lugar Zajar Prilepin, a quien la revista Newsweek considera “probablemente el escritor más importante de la Rusia actual”. Nacido en 1975, ganó en 2008 el premio al mejor libro ruso con Pecado, donde aborda la realidad pos Perestroika, novela que en 2011 le dio el premio a la mejor obra en prosa de la década anterior.
“La enfermera corría detrás de mí para ponerme una vacuna, la vecina me cuidaba cuando era pequeño sin pedirles a mis padres dinero a cambio, la bibliotecaria me miraba de vez en cuando para decirme que había venido Elektronik (el personaje de unos dibujos animados de los años setenta) de la ciudad, el cocinero en la escuela me servía los trozos más apetitosos, nunca he visto a un policía en la aldea porque no había peleas, nadie robaba, no había gamberros. Nuestra enorme parentela se reunía y durante dos y a veces, incluso, cuatro semanas, se divertía, olvidando por completo sus deberes y preocupaciones; el fatigado país nos miraba desde lo alto y en su mirada no se percibía ni crueldad ni frialdad”, reinventa –más que recuerda– Prilepin.
Y continúa: “La tranquila Unión navegaba a la par de mi infancia como una sombra grande y pesada. Cargada de hierro y de construcciones complejas fue encallando casi imperceptiblemente. Ahora permanece pesada y entumecida, inofensiva y herrumbrosa con sólo sombras en su interior, con sólo pequeños alevines, sólo una corriente indolente y glacial.
Imaginar cómo era la Unión para mí no es una tarea compleja.
Me viene a la mente por ejemplo la siguiente imagen. Una tarde en la aldea. ¿Se puede imaginar lo que es una tarde de aldea, invernal, fría y negra? No, seguro que ni se lo imagina.
Tengo 5 años y mi hermana 11.
Y silencio alrededor, sólo se oye el crujir de la balaustrada de la casa. Y nadie, alrededor sólo la Unión Soviética, inmensa, silenciosa y cubierta de nieve”.
[notice]Svetlana Alexievitch
Es bielorrusa. Pero nació en la Ucrania soviética en 1948, de padre bielorruso y madre ucraniana. Toda su carrera, periodística y literaria, la hizo en Minsk, hasta que la persecución del régimen de Aleksander Lukashenko la obligó al exilio. Vivió entonces en París, Gotemburgo y Berlín. Hace tres años regresó a su tierra y escribió el que probablemente sea su libro más importante hasta el momento: El fin del hombre rojo. O el tiempo del desencanto. Ahí cultiva al extremo un estilo de testimonios corales que ya había ensayado en sus obras anteriores: La guerra no tiene rostro de mujer, El último testigo (ambos sobre la Segunda Guerra Mundial), El chico de cinc (sobre la invasión soviética a Afganistán) y Voces de Chernóbil (su único libro disponible en español).
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Miradas orientales
No es inusual, al hablar con miembros o ex miembros del Partido Comunista uruguayo, que admitan algo similar a lo que Svetlana Alexievitch encontró al recorrer la ex Urss. Cierto espejo de ese “nos reconocerás enseguida.
Somos la gente del socialismo, iguales y diferentes del resto de la gente, tenemos nuestro léxico, nuestras ideas del bien y del mal, de los héroes y los mártires, tenemos una relación particular con la muerte”.
Como si fuera una extensión del grabador de la escritora bielorrusa, Brecha registró una charla en una casa de Montevideo. Aunque parcialísima en relación con la diversidad de voces que podrían recogerse si se intentara mostrar la visión de los hombres y mujeres rojos de esta parte del mundo, bien podría insertarse en el libro de Svetlana.
Hablaron de eso de lo que casi nunca se habla, lo vivido en la cárcel y la tortura. Recordaron un reciente viaje al departamento de Colonia, a un homenaje a Nibia Sabalsagaray. Contaron historias jocosas, como la vez que entró un pequeño ratón a una celda y las luchadoras de Así se templó el acero versión Paso Molino se treparon espantadas a los catres del celdario. También historias de las otras.
Repasaron ese léxico de que habla Alexievitch, rescatando de la memoria palabras ya perdidas. Se rieron de sí mismos con algo de amargura. Iba a ser sólo una entrevista, terminó siendo el comienzo de un libro que ya lleva más de cien páginas escritas.
—Éramos muy inocentes también. De lo mal que iban las cosas en el campo socialista, por ejemplo, nadie decía nada.
—No, tampoco era así. Arismendi era el que no decía nada. Me acuerdo de que cuando fui a una reunión en Praga, que fue en el 83, a una especie de Comité Central ampliado, ya como para preparar el regreso, ahí Enrique Rodríguez hizo un informe y señaló muchas cosas críticas. Muy al estilo del partido, diciendo que el campo socialista tenía que resolver determinados dilemas, pero leyendo entre líneas uno se daba cuenta de que no todo estaba bien. Lo que pasa es que para los dirigentes, estando en un país socialista, no era fácil decir “esto se viene abajo”.
—Me acuerdo de un compañero que vino de la Rda y contó de un tipo que habían nombrado obrero destacado en una fábrica y agarró la medalla y se la tiró así en la cara al que le había dado la condecoración.
—¿Cómo los afectaba a ustedes en plena época de la dictadura uruguaya?
—No nos afectaba para nada, porque nosotros estábamos convencidos de que el campo socialista era mucho más fuerte de lo que después se vio que era. Me acuerdo de que tuve una conversación con un dirigente exiliado en La Habana y me dijo: “Lo que pasa es que en el socialismo la gente no trabaja, chau”.
—A mí en el 88 me mandaron del diario La Hora a la Unión Soviética, en tiempos de la Perestroika, y yo me quería morir. Después de que había estado en Cuba y había visto a la gente haciendo cola, llegabas a la Unión Soviética, la patria del socialismo, y volvías a ver a la gente haciendo cola. Yo qué sé…
—No atender esas cosas fue un error tremendo del socialismo, fatal.
—Igual te digo que ahora no están nada conformes con lo que vino después. Hace poco leía una entrevista a uno de los opositores de Rusia y fue durísimo con Putin. El tipo dijo: “Después de que se cayó el socialismo acá lo único que le han dado al pueblo es vod-
ka”. Es un capitalismo salvaje. Fijate que la expectativa de vida cayó a 55 años, una barbaridad.
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