(desde Perú)
El peso del cuerpo desnudo apoyado sobre el brazo derecho, la palma de la mano abierta y los dedos crispados sobre el terreno, que, quién sabe, podría estar húmedo. El hombre ha caído, la cabeza gacha, los hombros vencidos, el brazo derecho evitando que el torso, aún a medio erguir, termine de derrumbarse. La otra mano se apoya con resignación sobre el muslo de la pierna derecha, muy cerca de donde la rodilla se flexiona sobre el piso; la pierna izquierda, extendida casi por completo, pareciera haber fallado en el esfuerzo por levantar el cuerpo, por empujarlo hacia esa verticalidad que el hombre debe de haber reconocido ya como definitivamente perdida, incapaz de alzarse sobre ese campo –los ojos infantiles disponen un escenario digno del cine: un bosque que se incendia, niebla y tierra húmeda, los pinos casi negros–, un campo donde deben yacer otros como él. Es un cuerpo delgado y fibroso, joven aún, con apenas una línea breve de grasa en el punto donde el abdomen se dobla sobre sí mismo y anticipa la caída. El mármol lo recrea de manera vívida, casi táctil, las ondulaciones de los músculos –los ojos no pueden dejar de resbalar una y otra vez sobre bíceps y trapecios, deltoides y pectorales, nombres que el niño todavía ignora, pero aprenderá con el tiempo–, y debajo del pecho, en línea recta con el pezón y entre las costillas, la herida de espada, muy breve, centímetros apenas, y la sangre –en eso sí que yerra el mármol: parece simple esperma de vela–, gotas que resbalan sobre esa piel que, tras el esfuerzo, debe de estar cubierta de tierra y sudor pegajoso, tibio. A qué olerá un soldado salido de los bosques en el 50 a C, un bárbaro que ha luchado y perdido contra los romanos, porque eso es lo que la Historia Universal Ilustrada –es el fascículo de la semana: la guerra de las Galias y el ascenso de César–, es así como el pie de la fotografía nombra al caído: galo moribundo.
A qué olería el cuerpo de ese hombre. A maleza húmeda, fragante, a tierra musgosa. Tantos cuerpos en batalla, enfrentándose. Como en las películas de Semana Santa, que en su casa llamaban “películas de romanos” y que miraba atento en el cuarto de su abuela, intercaladas con las que mostraban nuevamente la pasión, la virgen, la última cena. Nada de anónimas balas disparadas desde una trinchera ni de cómodos misiles controlados en seguros búnkers: romanos y bárbaros ofrecían el pecho, mataban con sus manos, morían exponiendo el cuerpo. Espadas y dagas, flechas y lanzas, el metal cortando con eficacia y los afilados gritos de muerte acompañándolo mientras rompía los cuerpos, aunque en eso las películas nunca eran explícitas y el niño se veía obligado a imaginar el instante de abrirse y sangrar, salvo en el caso de Cristo: con él la carne hiriéndose era explícita, la sangre que resbalaba. A qué olería el galo muriendo. Sudor salado, leche agria, ajo y cebolla. Cómo habrá sido el grito en el momento en que la espada romana penetró entre sus costillas y dejó esa ridícula herida que le hace ahora inclinarse y arrugar la frente, los labios entreabiertos bajo el bigote profuso, la nuca doblada y la cabellera salvaje, todo lo cual indica que el galo sabe que está vencido, que va a morir, que en esa nítida impresión en brillante papel couché está agonizando ante unos ojos que no quieren perderse ni un instante de su muerte, que en Semana Santa maldice los cortes comerciales en medio de batallas y torturas, porque los héroes no sólo luchan y al final vencen: en el camino, los Macistes y Hércules y Ben Hures sufren tortura, son encadenados, y él, ahí sentadito, por nada perderse los músculos tensos, el brillo del sudor bajo la luz de las antorchas. Y otra vez: a qué olerán esos cuerpos. Y los gritos, de los héroes no –ellos sufren en silencio como hombres, un apagado gemido tal vez: ¿alguien ha visto a Cristo gritar de dolor?–, los gemidos de otros torturados y moribundos en primer plano, de los caídos que yacen en los campos de batalla cuando el vencedor pasa a caballo y observa lanzas y espadas en vertical, rígidas, bien clavadas en quienes ya han muerto. Porque son los cuerpos agonizantes, el olor que sólo puede adivinar y los gritos que sí puede oír, y hasta el simple sonido de esas palabras –vencido, cuerpo, herida, muerte–, ese es el torbellino que clava al niño a la silla de madera revestida con tela floreada, la del cuarto de su abuela, rígido como una tabla, abducido por el blanco y negro de romanos y gladiadores y esclavos y prisioneros, por galos moribundos. Verlos morir. Oírlos morir. Sentirlos morir. Ser ellos, los que el metal troza y abre, los que no pueden evitar los gritos, los que caen, el galo que al igual que él, desnudo ante el espejo grande del baño, el galo niño que se apoya en el brazo y, humillado por el romano que lo ha derrotado, inclina la cabeza suplicante y lleva la mano izquierda a donde debería estar la herida, y entonces, sólo entonces, suelta un gemido y finalmente cae.