Por algún tiempo, Gabo Ferro decidió terminar sus conciertos despojándose de la guitarra y el micrófono. Se sentaba en el borde del escenario y, con su voz de pájaro colgada de una nota, contaba los detalles jugosos de su affaire metafísico: «Dios me ha pedido un beso/ le acerco mi boca/ no besa, no toca». Así que Dios era pura histeria. Sin embargo, concentrados en ese minuto y medio, parecían acudir mil y un espíritus sobre la lengua de Gabo. Su muerte temprana, en ese sentido, nos revela la potencia de la paradoja: su canción era urgente, pero era para siempre.
El signo de su origen es proletario. Ferro era el hijo de una familia con base en Mataderos, el último barrio de Capital Federal. Su padre era empleado de un frigorífico y, por las tardes, atendía varios frentes en el club Nueva Chicago. Además del fútbol y los carnavales, la dieta cultural incluía los discos de artistas capitales en el gusto popular, como Leonardo Favio o Ginamaría Hidalgo. Aunque Ferro prefería no hablar de asuntos privados, con el tiempo fue vindicando esa formación afectiva: una constelación que, a simple vista, parecía no dialogar con su obra. Bueno, todo lo contrario.
Para un adolescente, nada mejor que la primavera democrática. Ferro cumplió la mayoría de edad con el regreso de las elecciones, pero accedió rápidamente a su lado oscuro. De Virus a los Redondos. Y de ahí al quinto subsuelo del teatro under: Batato, Urdapilleta, Tortonese. Envuelta en esa bruma, su banda Porco apareció en el circuito de los noventa dando cornadas como un animal salvaje. El debut se editó en el período dorado del nuevo rock argentino, pero no hubo forma de conciliar ese nihilismo con el arco de MTV.
«En el primer disco de Porco, el chiste era atravesar todo por la escatología y la muerte», decía Ferro. «Frente al hardcore que siempre aparecía en el Buenos Aires Hardcore, nuestra respuesta era: “Pibe, esto no es Nueva York; esto es Mataderos”. Queríamos hacer hardcore poético, y el primer tema que se me planta cuando empecé a escribir a los 19 años fue de la mano del HIV. No sabíamos qué nos estaba pasando. Se estaban muriendo nuestros amigos y amigas en los hospitales. Entonces, ¡había que cantar sobre la muerte! Sobre la muerte y el sexo.»
A pesar de todo, Porco ganó cierto prestigio. Sus performances tenían espesor teatral y llegaron a editar un disco celebrado como Naturaleza muerta. La tensión con el mercado hizo crisis de forma imprevista; el 31 de marzo de 1997 se presentaron en el Hotel Bauen y, durante el tercer tema, Ferro apoyó el micrófono en el piso y salió caminando por la avenida Callao. Vendió su guitarra y, exactamente al otro día, comenzó a estudiar el profesorado de Historia en la Universidad de Buenos Aires. Fueron años de silencio. Escribió una tesis titulada «Barbarie y civilización: sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas (1835-1852)» y, rodeado de compañeros que no tenían idea de su pasado, egresó con honores. En la facultad, de hecho, le decían el Mudo.
El 10 de julio de 2004 asistió a un encuentro de historiadores en el primer piso del Centro Cultural San Martín. Cuando bajó al baño, se encontró con una feria de sellos independientes. Sus amigos de Azione Artigianale lo llenaron de abrazos y de discos. Grabar y editar, descubrió, ahora era más fácil: no hacía falta una discográfica. Fue a un concierto de Flopa Lestani y, suspendido por la revelación, volvió a componer en el aire de la parada del colectivo. «Tengo un mandala/ pintado en Jaipur/ bajo un vaso con agua/ con dos gotas de gin./ Una trampa cazadora de espíritus del Japón/ y un espejo que atesora el origen del sueño.» La voz que enunciaba era otra y era la misma: en algún sitio entre Brassens y Marosa di Giorgio. Un niño hermafrodita de la calle.
Financiado por el poeta Vicente Luy, Ferro entró a los estudios ION y grabó su disco en una sola jornada: el 25 de febrero de 2005. Es decir, el día que murió Pappo. No hubo, sin embargo, una sola guitarra eléctrica. Aquellas 12 canciones invocaban a los fantasmas de la trova renacentista, de la chanson, del folclore libertario. En el preciso momento en que el rock parecía cerrarse sobre sí mismo, Ferro trabajaba como si fuera un infiltrado. El anticuerpo, parecía señalar, estaba adentro: en el origen mismo de esa cultura. Apenas escuchó Canciones que un hombre no debería cantar, la crítica lo relacionó con Miguel Abuelo. Se acordó de «Escúchame entre el ruido», de Moris. Pero si rascaba un poco más profundo, podía advertir que Ferro se había propuesto armar su propia genealogía: una saga capaz de unir a Cafrune con los performers del Parakultural, pasando por Eduardo Darnauchans y las cancionistas de los años veinte. El rock ya no como ruptura, sino como continuidad de una ruptura.
Sólo la tapa de Todo lo sólido se desvanece en el aire (2006) merece un sitio entre los grandes manifiestos contraculturales. Pero el disco, además, incluía canciones que metían el dedo en la llaga con el perfume de María Elena Walsh: «Ella será sabia y sabrá sonreír/ cuando le griten niño costurera/ dirá que nada importa si estamos enteros/ niño costurera y niña carpintero». La canción de Ferro era política pero nunca aleccionadora. Así, una vez que dejó marcados los puntos sensibles de su mapa, ya no se detuvo. Sin contar bootlegs, DVD, libros y colaboraciones, editó a razón de un disco por año: Mañana no debe seguir siendo esto (2007); Amar, temer, partir (2008); Boca arriba (2009), etcétera. Nunca fue autoindulgente. A diferencia de otros artistas prolíficos, su productividad estaba casada con un arduo sentido de la crítica y la disciplina. Por esa naturaleza, pareció evadir el single en favor de una idea más integral como obra. A veces, sin embargo, el hit crece donde nadie lo espera.
A mediados de 2013, una esperadísima escena de Farsantes (el beso entre los personajes de Julio Chávez y Benjamín Vicuña) puso «Volver a volver» en la marquesina del prime-time. Ferro no desdeñaba la popularidad. La anhelaba. Pero no estaba dispuesto a aflojar ni medio centímetro. Para su primer contrato con una multinacional, redobló la apuesta con un disco grabado en vivo, pero sin público en la sala. «¿Qué vacía una silla?», se preguntaba en El lapsus del jinete ciego. «¿Quién? ¿Quién no está sentado ahí, en el asiento de un tren, de un micro o en la butaca de un teatro? ¿Por qué falta? ¿Cómo suena esa ausencia? ¿Suena como silencio? ¿Puede grabarse? Cantarle a un teatro vacío no es cantar para nadie.»
Aunque parecía cabalgar en soledad, el radio de sus colaboraciones se fue abriendo. Desde el escritor Pablo Ramos hasta Sergio Ch., de Los Natas, pasando por el artista plástico Ral Veroni, la pianista Haydée Schvartz, la editorial de la familia Vitale o Luciana Jury. Ferro podía actuar en una obra producida por el Teatro Colón o cantar sobre ladrones con el rey andrajoso del stoner argentino. Nada escapaba a su radar. Cuando todos se preguntaban cuál sería su siguiente posteo, Gabo ya estaba trabajando en su siguiente proyecto. No había forma de no perderle la pista. En ese sentido, su muerte temprana parece prefijada. «Caminar no es correr», decía. «Y yo camino, no corro. Mi velocidad es la del caminante, porque correr es como ir en coche: te perdés de un montón de cosas. Yo no me pierdo de nada. Despacio voy haciendo y tocando mucho. ¿Adónde voy? No pienso en un resultado. Sé que por añadidura voy a tener un montón de cosas buenas. A veces, cuando me llegan los mails y me pongo a responder todos, en un momento me paro y digo: “¿Para quién escribo?”. Normalmente termino pensando siempre esto: “Escribo para un par”. Para alguien como yo, tenga la edad que tenga. Y ahí aparece una nueva sensación, que es de satisfacción, plenitud y tristeza: escribo para gente que todavía no nació.»