El guatemalteco Luis von Ahn tiene hoy 35 años y es un renombrado innovador informático. Su primer gran invento fue el captcha, esa sucesión de letras borroneadas, deformes y/o dispersas que forman palabras y suelen aparecer en cuanta planilla y confirmación de identidad haya en la web. Por más que sean molestos, los captchas son una herramienta necesaria para asegurarse de que los usuarios que llenan los formularios on-line no sean robots. Sirven para evitar que softwares automatizados invadan un sitio con spam y degraden su calidad; o por ejemplo, si se estuvieran vendiendo entradas para un espectáculo y quisiera evitarse que alguien compre todos los cupos automáticamente para después revenderlos, los captchas aseguran que al menos ese proceso no sea sencillo.
Pero el inventor de estos chismes se dio cuenta de que su creación había sido demasiado exitosa, de que su sistema estaba siendo utilizado masivamente y que 200 millones de captchas eran ingresados por día; 200 millones de veces seres humanos dispersos por el mundo digitaban diariamente las benditas palabras. Si cada uno de ellos invertía en promedio diez segundos en ingresar un captcha, entonces la humanidad estaba perdiendo 500 mil horas diarias en un trabajo absolutamente inútil. Von Ahn le dio vueltas al asunto y tuvo una idea brillante: descubrió que podía capitalizar ese trabajo. Así, pensó en la forma de hacer que toda esta gente, al mismo tiempo que ingresaba sus captchas, estuviera ayudando, sin saberlo, a transcribir y digitalizar libros, justamente libros viejos o desgastados que los softwares son incapaces de leer. Así inventó el recaptcha, por el cual al usuario se le presentan dos palabras, una de ellas es la que confirma si es o no un robot (ya está predeterminada la respuesta correcta) y la otra es un pequeñísimo extracto del libro que se intenta digitalizar. Cuando varios confirmados humanos dan la misma respuesta a la misma sección del extracto, el programa tiene cierta certeza de que es correcta, y así es que, sumando la infinidad de fragmentos, se transcriben bibliotecas enteras. Es muy probable incluso que el lector de estas líneas haya cooperado en el proceso sin nunca haberse enterado.
Von Ahn vendió captcha y recaptcha a Google por montos no divulgados pero estimablemente desorbitantes. Pero su genio no se detuvo y hoy lo que se encuentra en boca de todos es su nueva aplicación, Duolingo, para aprender idiomas. Un programa para PC y teléfonos móviles cuya sencilla interfaz va bombardeando al usuario con preguntas de múltiple opción, ordenamiento de frases, interpretación y traducción de fragmentos. Duolingo es, increíblemente, una forma muy eficaz y divertida de aprender desde sus rudimentos hasta un nivel bastante avanzado, inglés, francés, español, italiano, portugués y alemán.
Se sirve de un método intuitivo, por el cual no se despliegan engorrosas y aburridas reglas gramaticales sino que, por el contrario, se apela a la repetición, al machacamiento constante y la reformulación de frases hasta que el usuario termina asimilándolas. Pero lo que vuelve más divertido a Duolingo, y lo que lo diferencia de otros programas para aprender idiomas, es que está presentado como si fuera un juego: se vale de barras de progreso y de “vidas” representadas con corazones. El usuario va terminando las diferentes lecciones a medida que completa los ejercicios sin cometer errores, lo que le permite pasar a niveles más avanzados. Para un gamer que ya de por sí utiliza buena parte de su tiempo en juegos, el programa es una forma de entretenerse y, al mismo tiempo, de estar aprendiendo un idioma.
Ahora bien, Duolingo es sospechosamente gratis, no tiene publicidades invasivas y no pide dinero a los usuarios, ¿cómo se sustenta entonces? La apuesta de Von Ahn fue más arriesgada esta vez. Cuando el usuario ya alcanza un nivel avanzado de aprendizaje y es capaz de traducir textos complejos con cierta comprobada eficacia, Duolingo le “contrabandeará” en sus lecciones fragmentos de texto, de modo que el usuario estará, seguramente sin darse cuenta, “trabajando” para Duolingo, traduciendo tal vez un ínfimo fragmento de una enciclopedia, un manual de estilo, una novela del corazón, o –quién sabe– un tratado sobre fisión nuclear. Su aporte será un eslabón más de una larguísima cadena, construida por los millones de usuarios de Duolingo que se encuentran desperdigados por el mundo. Duolingo vende sus servicios de traducción a todo tipo de empresas y ha construido un negocio perfecto, ya que cuenta con mano de obra gratuita, voluntaria y feliz de estar aprendiendo un idioma gratis.
¿Será que todo el mundo gana? Habría que preguntarles a los traductores profesionales, a las academias de idiomas, a los correctores de estilo. Duolingo ha llegado para quedarse y viene pateando unos cuantos tableros. Y masivamente, para colmo.