I. En pleno galope, cuando desandan un cerro, llegan a la cumbre de la belleza. No queda otra que hacerse a un lado cuando una tropilla desciende entre los pedregales, y los cascos resuenan por la pendiente, como si estuvieran cargados de pólvora. El pelaje destella, y las crines salvajes recuerdan el porte de los reyes de la selva. Pero en la ciudad, y a la orilla de las cañadas saturadas de basura, el mismo animal muta. Con suerte, el equino transfigura en sobreviviente compañero de faena; y sin ella, en un despojo, escuálido y cansino, destinado a quedarse al margen del mismo camino en el que transcurren sus dueños.
Durante décadas fueron un elemento más del paisaje urbano, esencialmente invisibles, al igual que las proles de niños con cabellos pajizos y las mujeres de arrugas precoces y vientres abultados, siempre transportados por el animal. Los ojos atentos han registrado diversas estampas de los caballos citadinos. Hay dueños que los han protegido del sol con un sombrero de paja, o incluso con unas hojitas de paraíso. En ocasiones se los ha visto tirar de un carrito multicolor, con inscripciones optimistas y cacharros tintineantes. Pero hay quienes descargan sobre ellos toda la violencia acumulada, y la sombra espesa de generaciones mal nutridas. Y están quienes sólo pueden utilizarlos como un vehículo, como una máquina cuyo único combustible es la sangre.
Siempre ha sido difícil, y terreno de controversias, determinar la cantidad de personas dedicadas a una tarea signada por la informalidad y los caprichos de los peces gordos. Según el Departamento de Extensión Universitaria (Udelar), después de la crisis de 2002 el número de clasificadores se duplicó, pasó de 3.500 a 7.200 sólo en Montevideo. En aquellos tiempos era común ser testigo de los resoplidos de un chofer de ómnibus, rezagado al final de una cola de carritos por la avenida 18 de Julio. También era habitual ver a los exigidos cuadrúpedos irse del Centro a altas horas de la noche, con los bultos de arpillera al tope y el conductor forzando al animal a puro golpe de rienda, o de algo más contundente. En los barrios costeros, el sonido de las herraduras sobre el cemento, con sus cíclicas paradas en los contenedores, era uno de los paisajes auditivos rutinarios que acompañaban la vigilia. En las canículas de enero a menudo se divisaban decenas de caballos pastando en los parques próximos al Cementerio del Buceo, mientras los pasajeros de los carritos gozaban de las generosas aguas del Río de la Plata.
II. Diez años después, toparse a toda hora con un carro de caballos ya no parece algo tan habitual. La ciudad ahora corre al ritmo del desarrollo del parque automotor, han proliferado los parkings de motos, y parecen ser otras las manos que hurgan en la basura generada por una economía que creció a tasas inusuales. Los encargados de la Intendencia de Montevideo dicen, tajantes, que el número de clasificadores se redujo. “Es evidente”, responde Juan Canessa, el director de Desarrollo Ambiental. Y vierte la cifra: en 2013 un informe de la Facultad de Ciencias Económicas contabilizó a 3.100 clasificadores, cuando tres años atrás el censo marcaba unos 5.700. El funcionario está convencido de que hoy la cantidad debe de ser todavía menor. Y luego boceta razones variadas. Un número de clasificadores que habría retomado viejos oficios o regresado a trabajar a cambio de un salario. Un porcentaje que obtuvo empleo en el pujante rubro de la construcción. Las cuatro plantas de reciclaje que funcionan mediante los fondos de la ley de envases (dos más están por abrirse). Y, obviamente, Canessa también cree que la economía progresista derrama: si la crisis fue una reproductora de este tipo de changas, la bonanza ha movido la puerta giratoria en sentido inverso. El director se detiene, finalmente, en otros elementos que desestimularían la tarea informal, pero que para la Unión de Clasificadores de Residuos Urbanos Sólidos (Ucrus) son un pandemonium: los nuevos contenedores herméticos de las zonas céntricas, los férreos controles a los grandes generadores comerciales, o la zona de exclusión total en la Ciudad Vieja. Los clasificadores que quedarían sueltos serían –dicen en la Intendencia– el “núcleo duro”, changadores individuales que vienen de generaciones encadenadas, con dificultades para reinsertarse en otra actividad. Y después hay otra situación, que separa: la de personas en situación de calle, “bolseros” o “mochileros”, muchos expulsados a las calles por problemas de adicciones, que incluso –arriesga– en ocasiones llegan a provenir de las “capas medias”.
III. La palabra “represión” es la que más se escucha cuando se conversa con Juan Carlos Silva, el actual presidente de la Ucrus y concejal del municipio que abarca la zona de Casavalle. Hay, según él, dos culpables para que el clasificador cuentapropista y libertario esté acorralado: la Intendencia y las protectoras de animales. “Está el caballo, pero también está el ser humano”, para en seco. El activista (hoy –cuenta él mismo– trabaja como sereno en una obra y saca su carro solamente los fines de semana) asegura que son miles los equinos requisados por efecto de la ley de bienestar animal. “Te lo sacan porque está muy flaco o porque está muy gordo. Porque tiene ojo rojo, porque está triste, o porque perdió una herradura. Porque la temperatura es mayor a 32 grados… entonces no podrían salir a trabajar los salvavidas…”, apunta locuaz. “Y han llegado a argumentar exceso de velocidad… como si existiera el cuentaquilómetros de los caballos”, remata con picardía. Y sigue: a Walter Rodríguez le quitaron un “caballazo”, con el que hacía equinoterapia, por cuestiones de obesidad. “Hay compañeros a los que les han sacado hasta tres animales.” La Ucrus está recopilando denuncias, porque aseguran que algunos de los equinos incautados terminaron a la venta en ferias rurales. Un caballo en buen estado –cuenta– ronda los 30 mil pesos. Las protectoras, las comisarías y los jueces serían la tríada fatal: “Te sacan el caballo y te dejan el carro tirado. Cuando vas a buscarlo, no existe más nada… No tienen ni idea del problema humano, el problemón, que causan cuando le sacan un caballo a una familia…”. Y no quiere saber nada sobre posibles abatimientos: “Somos 9 mil censados, y si cuentan a los demás familiares que participan en la tarea, llegamos a 25 mil”. ¿Y por dónde circulan ahora, si no pueden entrar a la Ciudad Vieja ni a Pocitos, y si no pueden trabajar con los nuevos contenedores? Silva dice, sin abundar en detalles, que están en los barrios menos pudientes, donde la basura no es tan rica en materia prima. ¿Por ejemplo? “Buceo, Goes, Punta Carretas…” Su mirada, qué duda cabe, está en las antípodas de Canessa: “Cuando mejora la situación económica la gente tira más cosas que sirven para reciclar”.
IV. Hace unos meses una caravana de carros conducidos a puro brío entró a la Ciudad Vieja por la calle Uruguay. Los vehículos a tracción animal portaban banderas nacionales y de Artigas. En una de las pancartas podía leerse un emblema típico de esas aparcerías que acampan al borde de la tacuaremboense laguna de Las Lavanderas: “La patria se hizo a caballo”. Es que el sueño casi maracanesco de una ciudad sin carritos tiene su antagonista. “Nosotros somos los herederos de los gauchos en la ciudad. No nos gusta tener patrón. Nos gusta elegir la hora en la que trabajamos, ser libres, errantes…”, dice Silva a quien quiera oírlo.
Como si fuese un careo, el hombre de la Ucrus tiene una respuesta para cada avance esgrimido por la Intendencia. “Hasta ahora con las plantas han creado sólo 128 puestos de trabajo formales.” En las plantas, cuenta, “los de la Ong” no tienen ni idea de lo que es reciclar. Un trabajo de Extensión Universitaria plantea que los clasificadores se encargan de recoger el 25 por ciento de la basura generada en Montevideo, y que la IM se ahorra 580 mil pesos diarios. Que el trabajo a pie, con carro de mano y bicicleta representa el 54 por ciento del total, y un 40 por ciento el que se hace con tracción animal. Que las grandes acopiadoras y empresas de reciclaje son las que se benefician de la informalidad, y gozan de amplísimos márgenes de ganancia. La Ucrus esgrime que la actividad no se borrará de un plumazo y sin que el Estado aporte dinero. Que propusieron un proyecto cooperativo de una planta para 500 recicladores, pero que el presidente Mujica jamás les dio el Fondes. Que la IM prefiere privatizar y tomar medidas “radicales”, en vez de regularizar o proporcionarles vehículos. Que “tiene que existir una transición”, con apoyos, en la que los clasificadores a caballo van a tener que coexistir con otras modalidades.
V. Pero la Intendencia no sólo quiere eliminar la tracción equina de las principales avenidas, sino que pretende que la clasificación solitaria de los desechos sea una tarea en extinción, porque es un “problema social”. Y no lo oculta: si el mercado fuese formal, “no hay lugar para tantos”. El objetivo político es que la gente migre de actividad, y no se perpetúe en un circuito marginal, generador de costos sociales y ambientales. “Desde mi apartamento de cierto barrio de Montevideo puedo pensar que ser pobre es algo bueno, pero no es así”, dispara Canessa, en dirección a los díscolos universitarios. La industria del reciclaje, según la Dgi, mueve 150 millones de dólares por año y se beneficia de un monumental subsidio proveniente de toda una subcadena en negro. El discurso aparece atrapado en el mismo, añoso, molde, pero la sensación es que el circuito de la basura ya transcurre por otros andariveles. Unos que ya no soportan modos de tracción propios del siglo XIX. Y mientras el consumo no para de crecer en Montevideo, en la urbe del futuro son otros los umbrales de lo tolerado.