Chau, Carlitos - Semanario Brecha
Testimonio

Chau, Carlitos

Oscar Brando, Gabriela Sosa, Ricardo Soca, Carlos Liscano y Rodolfo Wolf en la Biblioteca Nacional. NANCY URRUTIA

Según cierta concepción –atribuida a Marx, que nunca pude encontrar en su bibliografía–, el hombre no elige padres, familia, raza, patria, lengua… Simplemente llega. O mejor: lo traen a este mundo. Compartí esa concepción durante algunos años. Creía que el hombre podía elegir pareja y amigos. Hasta que llegué a un lugar, en el que terminé cambiándola. En condiciones adversas, la amistad surge, se impone.

Conocí a Liscano en los albores de la turbulenta década del 70. Procedía de otra organización que tenía ciertas coincidencias políticas con aquella a la que yo pertenecía. Y terminamos militando juntos.

Desde el comienzo de nuestra relación detecté que era serio, comprometido y con cierta rigidez que a mí me caía muy bien. Tiempo después me enteré de que –aunque había sido el primero de su promoción en la Fuerza Aérea– lo habían juzgado con «deshonor» y expulsado.

Ya detenidos pasamos por las mismas vicisitudes: cuarteles, «apremios físicos» y aindamáis. Nos reencontramos en el Penal de Libertad. Ocupábamos celdas individuales. Solo podíamos hablar en los recreos. Acordamos un trille semanal. Y hablábamos, de la situación política, de nuestro incierto futuro, etcétera. Pero siempre, siempre, intercambiábamos alguna referencia literaria; «que me llegó tal o cual libro», el comentario, y la recomendación «pedilo que vale la pena».

Éramos muchos allí. La tarjeta que nos daban para solicitar el préstamo de libros a biblioteca constaba de 50 filas, siempre poníamos en primer lugar los que más nos interesaban y los que llamábamos «de relleno»: cuanto más voluminosos, mejor. Es que había que devolverlos a la semana siguiente, con opción a una prórroga de otra semana. Si recibías un ensayo de 50 páginas y una novela corta de 100, te quedabas sin lectura en dos días y no había más opción que quedar a la espera de recibir más material la semana siguiente.

Como compartíamos la pasión por la literatura, cuando nos llegaba alguno de los primeros libros de la fila los comentarios eran largos y creíamos que profundos.

A él lo trasladaron a otro sector dentro del mismo piso, de celda individual pasó a una que compartía con otro compañero. Se estableció entre nosotros una barrera casi infranqueable. Al poco tiempo también fui trasladado. Retomamos el contacto y los comentarios en los recreos.

Tuve algunos cambios de celda. Y terminé recalando en la celda que ocupaba él. Las conversaciones fueron largas y en general versaban sobre literatura, aunque no excluyeran otros temas. Dejaron de ser necesarios los trilles. Fue durante ese período que se consolidó nuestra amistad, leí su primera novela, supe de su firme propósito de convertirse en escritor.

Es conocida la pérdida de su novela en una requisa. Mis temores se disiparon cuando la reescribió y su obra ganó, en la prosa y el contenido. Demostró que un verdadero escritor puede perder papeles, pero nunca lo que bulle en su mente.

De vez en cuando, la relativa tranquilidad de la celda era interrumpida. Jóvenes oficiales que nunca habían entrado en combate, ansiosos de demostrar su arrojo y valentía, se enfrentaban a la «sedición». Se encontraban con dos reclusos con el pelo al rape, con uniformes grises, que debían contestar a sus preguntas con las manos atrás y en voz clara y fuerte, descubiertos, dirigiéndose a ellos por su grado y, en caso de ignorarlo, utilizando el término señor.

Aunque en la celda habitábamos dos ferreteros, solían ensañarse con él por su condición de militar, que nunca llegó a ser oficial por la intervención de los jueces militares que lo juzgaron.

Después vino la libertad, el apartamiento voluntario de ambos del país, la búsqueda de un lugar en el mundo. No interrumpió su producción literaria; por el contrario, se amplió. Nos veíamos cada vez que teníamos la oportunidad. En Barcelona, Estocolmo, Montevideo.

Recordaré siempre nuestra última conversación telefónica. Acezante, con ruido de fondo, puede que por el suministro de oxígeno, me dijo:

—Mojarra, yo no estaré, pero vos presentalo igual. –Se refería a su último libro publicado, Esperando a los tártaros– Presentalo igual.

—Sí, Carlitos, lo haré. Lo importante es que te cuides si andás medio bajoneado.

—¿Bajoneado…? Chau, chau, Mojarra.

—Chau, Carlitos.

Propósito cumplido: escritor hasta los últimos días de su vida, se ganó un lugar entre los mejores de la literatura uruguaya.

Carlitos, pronto nos encontraremos en ese lugar, en cuya existencia nunca creímos, para seguir conversando.

Adiós, compañero. Adiós, amigo.

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