Tradicionalmente los directores de cine obtenían su reconocimiento al cumplir las cuatro o cinco décadas, a menudo después de haberse labrado un oficio tras una larga trayectoria a través de diversos rubros cinematográficos. El ascenso de escalafones nunca fue una norma, pero tratándose el cine de un arte complejo y, ante todo, caro, la necesidad de figuras experimentadas detrás de cámaras parecía fundamental para financistas y productores temerosos de perder sus inversiones.
Con el abaratamiento radical de las tecnologías y la proliferación de las escuelas de cine, en las últimas dos décadas ha comenzado a notarse la creciente aparición de cineastas jóvenes, quienes por lo general se las han ingeniado para lograr películas con capitales reducidos. La producción cinematográfica comenzó a afianzarse en países que estaban al margen de ella, y los equipos de filmación pasaron a ser mucho más pequeños. De hecho, hoy llegan continuamente a los festivales cintas cuyo equipo de producción consiste en una única persona, como es el caso del premiado diario documental Mapa, del director-guionista-camarógrafo-editor e intérprete de sí mismo León Siminiani. Así, los directores jóvenes se encuentran hoy con menos trabas para comenzar su labor, y no es extraño ver muchachos de poco más de 20 años filmando películas, incluso consagrándose a nivel mundial. Si bien la historia siempre nos ha dado excepciones –Orson Welles filmó Citizen Kane con 26 años, Spielberg y Scorsese debutaron con 25 y Tarantino hizo Perros de la calle a los 29 años–, hoy podemos hablar de un puñado de directores jóvenes y al mismo tiempo talentosos que están dando muchísimo que hablar y transformándose en las más sólidas promesas del cine mundial que se viene.
Esta selección, caprichosa y subjetiva, presenta a un puñado de cineastas emergentes, de los cuales varios de ellos son ya prácticamente celebridades (Chazelle, Dolan), otros gozan de cierto prestigio en algunos circuitos (Hansen-Love, Evans) y otros aún no cuentan ni con una cosa ni con la otra, pero realmente todos las merecen. Los necesarios límites autoimpuestos por este cronista para la selección son la injusta y arbitraria edad de 36 años (como si la juventud terminara tajantemente allí), y que su desempeño haya sido en obras de ficción. Mucho queda por fuera: en esta lista sólo hay un cineasta chileno, cuando justamente Chile es un país que ha apostado a los cineastas jóvenes como ninguno, y que cuenta con una quincena de directores, desde los 25 a los 40 años, que se encuentran en plena actividad, lanzando año tras año películas frescas, notables, diferentes. El renombrado Pablo Larraín (Tony Manero, No, El club, Neruda, Jackie), de 40 años, ya sería prácticamente un veterano dentro de este grupo, y Maite Alberdi, con sólo 33 años y cuatro largometrajes en su haber es seguramente ya la mejor documentalista del país (quizá de Latinoamérica).
Damian Chazelle. (Providence, Estados Unidos, 1985). (Guy and Madeline on Park Bench, Whiplash, La La Land.)
Su ascenso no fue sencillo. Su primera película no fue vista por casi nadie –tampoco es que lo mereciera, cabe decir– y, años más tarde, varios productores rechazaron el guión de Whiplash. Sólo filmando un cortometraje que se llevó el premio mayor en el rubro en Sundance fue que logró llamar la atención, pero el mundo del espectáculo aún se mostraba reacio a recibir un jovenzuelo recién aparecido. Cuando Whiplash pasó a estar nominada a los Oscar en 2015 las trabas continuaron: como el guión había sido utilizado en una obra previa (el cortometraje homónimo que había ganado en Sundance), la película no compitió en la categoría de libreto original sino que quedó relegada a la de guión adaptado.
Pero hoy, dos años más tarde, Chazelle va a entrar a los Oscar por la puerta principal. La base de datos de cine Imdb señala que La La Land ya viene ganando la friolera de 127 premios en festivales, arrasó en los Globos de Oro y se llevó el premio del público en Tiff (ambas son consideradas antesalas de los Oscar), por lo que es una de las favoritas a acaparar la mayor cantidad de estatuillas.
Lo primero a resaltar de Chazelle es su rigor: Ryan Gosling tuvo que aprender a tocar el piano, y lo hizo estudiando cuatro horas diarias durante dos meses y medio, previos al rodaje de La La Land. No hay ni un solo doble que preste sus manos en la película, e incluso el secundario John Legend tuvo que aprender a tocar la guitarra para su breve performance. Lo mismo había ocurrido con Miles Teller, protagonista en Whiplash (aunque él ya sabía tocar de antes), quien aporreó la batería con increíble destreza ante las cámaras.
Por ahora el obvio pilar de su obra es su pasión por el jazz, y es probable que lo siga siendo. Eso sí, alguien debería hacerle escribir al joven Chazelle cien veces en un pizarrón: “El triunfo no es el reconocimiento”, ya que sus protagonistas acaban cumpliendo con sus sueños, pero además lo hacen siendo legitimados con inmensas ovaciones al recibir la aceptación del público; no es uno de los agregados ideológicos más afortunados.
Xavier Dolan. (Montreal, Canadá, 1989). (Yo maté a mi madre, Los amores imaginarios, Laurence Anyways, Tom en la granja, Mommy, Sólo el fin del mundo.)
El niño prodigio de Quebec ya filmó seis largometrajes, y tiene un séptimo en posproducción. Sin entrenamiento en escuelas de cine, sin haber agarrado nunca una cámara profesional (al menos eso dice), escribió su primera película a los 17 años y la filmó a los 19. Con 20 años recién cumplidos estrenaba en Cannes su ópera prima, Yo maté a mi madre, recibiendo una ovación que se extendió por diez minutos. De allí se fue con tres premios abajo del brazo, y desde entonces no se ha detenido. Hoy ya lleva ocho galardones de Cannes, algo impensable para alguien de 27 años.
Se lo compara asiduamente con Almodóvar, por razones obvias. Además de su homosexualidad manifiesta y de la naturalidad con la que el sexo es abordado en sus películas, también hay un claro esteticismo ampuloso, un amaneramiento prácticamente histérico en su obra. Agregando a esto una evidente voluntad de transgresión, puede comprenderse que muchas personas (incluso muchas no homofóbicas) sientan un abierto repudio hacia su estilo. En su obra Dolan hace uso de una estética vintage, con personajes hipsters, canciones retro, ralentis, vestidos y peinados suntuosos. Hay una clara predilección por las disputas cotidianas a lo nouvelle vague, y más aun si son de tipo catártico, con violencia y gritos. Dolan tiende al desgarro, a la saturación, al exceso, quizá también al exhibicionismo, ya que él mismo suele ser actor y personaje y es claro que en sus libretos hay mucho de su vida personal.
Podría creerse que estos son deméritos de sus películas, cuando en realidad son todo lo contrario. En el pacato panorama occidental este director da muestras de una importante falta de miedo al ridículo, lo que lo lleva a hacer películas emocionalmente recargadas, frescas, libres de ataduras. Esto, acompañado también de una sólida convicción para trasmitir sus ideas y una notable voluntad para la experimentación audiovisual, lo vuelve un autor ineluctable del panorama internacional.
Mia Hansen-Love. (París, Francia, 1981). (Todo está perdonado, El padre de mis hijos, Un amor de juventud, Edén, El porvenir.)
Hablar de Hansen-Love implica forzosamente hacer un recorrido por su árbol genealógico: hija de dos profesores de filosofía, comenzó su trayectoria como actriz en un par de películas del director Oliver Assayas, con quien se casó siendo 26 años menor. Es hermana de Sven Hansen-Love, famoso discjockey de la década del 90, quien fue además un héroe del movimiento French Touch, y prima de Igor Hansen-Love, periodista de L’Express. Ella, por su parte, tiene un máster en filosofía alemana, y fue crítica de cine en la revista Cahiers du Cinéma, por lo que se la emparenta frecuentemente con los críticos devenidos cineastas de la nouvelle vague. Su background se ve reflejado constantemente en sus películas: en su última obra Isabelle Huppert interpreta a una madre de familia, profesora de filosofía. La anterior, Edén, es un viaje a través de la escena house parisina de los años noventa y dos mil, y fue escrita con la colaboración de su hermano.
De los directores aquí nombrados quizá sea la que mejor cuadra en su lugar de origen. Su estilo es inconfundiblemente francés, con un abundante uso de situaciones coloquiales, personajes con los que el espectador pareciera estar entablando una conversación. La filosofía se cuela en los diálogos y nunca parece inserta como un rasgo de esnobismo, sino que aparece con naturalidad. Pero lo interesante en el cine de Hansen-Love es la sutileza con que presenta el paso del tiempo y los cambios visibles y radicales que pueden leerse en la vida y la cotidianidad de sus personajes. La directora utiliza esa naturalidad para dar cuenta tanto de las cosas que permanecen inalteradas (amores fous que se mantienen durante décadas, por ejemplo), como de los traumas que trastocan y alteran la existencia para siempre (la muerte de un familiar, una separación).
Maximiliano Schonfeld. (Crespo, Argentina, 1982). (Germania, La helada negra, La siesta del tigre.)
Hay algo profundamente perturbador, ominoso, en las películas de ficción de Schonfeld. Las creencias sobrenaturales pueblerinas se convierten en las únicas explicaciones satisfactorias. Las maldiciones se imponen, incuestionables, se enquistan como un germen envenenado en las comunidades, y la peste no sólo contamina flora y fauna sino que acaba carcomiendo la moral y la dignidad de los decaídos pobladores. Estas dos primeras películas, Germania y La helada negra, ubicadas en un Entre Ríos profundo, transcurren en comunidades campesinas endogámicas, aisladas en el espacio y suspendidas en el tiempo. El universo menonita que el mexicano Carlos Reygadas abordaba en su notable Luz silenciosa tiene también sus correlatos en el universo rural argentino (y el uruguayo, sin ir más lejos); comunidades religiosas tradicionalistas, descendientes de alemanes, que en muchos casos se imponen a sí mismas una vida como a principios del siglo XX, sin acceso a las nuevas tecnologías. Schonfeld se valió de estos mundos para elaborar relatos con un fuerte contenido documental, construyendo asimismo atmósferas envolventes y enigmáticas.
El documental La siesta del tigre también transcurre en Entre Ríos, pero esta vez acompaña a un grupo de hombres dados a la aventura de encontrar, a través de ríos, selvas y montañas, los restos fósiles del tigre dientes de sable. Estas cinco personas no son especialistas ni paleontólogos ni antropólogos, sólo hombres comunes detrás de una idea fija. El estilo de Schonfeld es bressoniano, su cámara toma distancia, y el registro es contemplativo, dedicándole aire y tiempo a los personajes y sus conflictos. Esto puede repeler a unos cuantos espectadores, pero Schonfeld ya trae consigo un corpus cinematográfico lo suficientemente sólido y coherente como para ser considerado un autor.
Fernando Guzzoni. (Santiago, Chile, 1983). (La colorina, Carne de perro, Jesús.)
Se lo ha comparado con Larry Clark y Michael Haneke. Al primero por su acercamiento a una juventud autodestructiva, y al segundo por sus descarnados y analíticos cuadros de crueldad y enquistado resentimiento. Pero en rigor el cineasta al que Guzzoni parecería estar más cercano en su estilo es al mexicano Amat Escalante (quien no fue incluido en este artículo por excederse en un par de años de la edad límite), ya que ambos parecerían compartir la voluntad de acercarse a la violencia más íntima y oculta, que atraviesa de lado a lado a sus respectivas sociedades. Ya hace unos años Guzzoni nos perturbaba con Carne de perro, donde el actor Alejandro Goic encarnaba a un ex torturador de la dictadura chilena, en una vida cotidiana de impunidad. Se veía a un hombre solitario, taciturno e impredecible, que eventualmente estallaba en ingobernables exabruptos. Por debajo de la superficie podía leerse a un ser humano ponzoñoso, preso de la culpa y de sus propios tormentos.
Pero es con su reciente Jesús que Guzzoni se vuelve un cineasta insoslayable. En este caso se trata de una aproximación a una juventud chilena descarriada, narcotizada, autodestructiva, carente de identidad o empatía, que en un tanteo de límites es capaz de destrozar literalmente a golpes a sus iguales, sin siquiera tomar conciencia de su accionar. Sucesos reales que horrorizaron al país andino no son sólo fuente de inspiración para esta película, sino que además se convierten en los hechos expuestos y explícitamente desarrollados. Sólo un cineasta valiente, seguro de sí mismo y sin miedo al bochorno podía salir bien parado de un desafío de estas características, y la más cruda violencia impacta a su audiencia con un realismo estremecedor. Junto con ella, reflexiones se disparan en uno y otro sentido, removiendo conciencias y causando una profunda incomodidad.
Gareth Evans. (Hirwaun, Gales, 1980). (Footsteps, Merentau, The Raid, The Raid 2.)
Seguramente hoy sea el mejor director de películas de acción del mundo. Además de ser de los más eficientes coreógrafos de artes marciales, el director galés radicado en Indonesia es un prodigio en lo que refiere al sentido del espacio y del movimiento para generar escenas dinámicas y desenvolverse en un registro de acción extrema y desacatada: tiros, golpes, explosiones, caídas, puñaladas, patadas, saltos mortales, muertes al por mayor. Cuando su estreno en el festival de Toronto, se comparó a The Raid con Duro de matar, “sólo que cien veces más violenta, y mil veces más sangrienta”. Esto puede sonar a exageración… hasta que se ve alguna de sus películas.
Evans nunca se imaginó a sí mismo dirigiendo artes marciales. Nacido en Gales, había filmado ya Footsteps, un violento thriller distópico de acción “a la europea”, en el que presentaba un universo sombrío filmado con una esmerada fotografía, ambientes sucios y colores vivos. Pero su esposa, mitad indonesia, le proveyó de su primer contacto con el país en el que se instalaría. Había sido contratado como director freelance para hacer el documental The Mystic Art of Indonesia, centrado en el arte marcial indonesio pencak silat, en el cual cada parte del cuerpo es utilizada para atacar (especialmente las manos, los codos, las rodillas y las tibias) y que también incluye entrenamiento con armas. Fue allí que conoció a quien sería su actor fetiche, el campeón nacional Iko Uwais, desde entonces protagonista de sus películas. A partir de ese momento Evans no dejó de vivir, ni de filmar, en Indonesia.
Lo que sobresale de su cine es que, en una imparable sumatoria de escenas de acción, nunca se descuida el dramatismo. La implicancia con los personajes es constante, se percibe el riesgo en cada exhalación, cada caída duele, cada fractura se siente en el cuerpo y en el alma. La notable dosificación de tensiones y clímax provee a sus planteos de un ritmo endiablado y adictivo.
Juliana Rojas. (1981, Campinas, Brasil. Trabalhar cansa, Sinfonía de la necrópolis).
Julia Ducournau. (1983, París. Mange, Raw).
Chaitanya Tamhane. (1987, Bombay. Court).
Cuando los trabajos filmados son aún pocos, la apuesta por el talento de ciertos cineastas supone un riesgo mayor. De todas maneras, con dos películas en dos de estos casos, y una sola en el otro, estos tres últimos directores ya han dado muestras de un talento atípico.
La cineasta brasileña Juliana Rojas sólo filmó dos largometrajes, y Trabalhar cansa es una codirección junto a Marco Dutra (quien a su vez rodó recientemente en Uruguay Era el cielo). Quizá lo que más sorprende de sus películas es la extraña mezcla de géneros que la componen: Trabalhar cansa es cine social puro centrado en una mujer que, con dificultades, intenta mantener un pequeño negocio. Hasta que pasada más de la mitad de la película emerge una horrenda aparición sobrenatural. Sinfonía de la necrópolis es un increíble musical ambientado en un cementerio, con muertos vivos bailando coreografías…
Por su parte, la francesa Julia Ducournau no podría haber tenido un mejor estreno este año. Proyectado en las funciones de medianoche del Festival de Toronto, Raw, su filme en el que una chica vegetariana se convierte al canibalismo, llevó a que un par de personas de la audiencia se desmayaran, por lo que debieron entrar paramédicos al cine. Quizá no fuera para tanto, pero se trata de una película de terror diferente, agradablemente perturbadora, que esconde además una interesante metáfora sobre la transición de la adolescencia a la adultez. Ducournau también había filmado en codirección anteriormente (el telefilme Mange, que aborda la misma temática), pero Raw fue su salto a la lluvia de galardones en grandes festivales.
El director debutante indio Chaitanya Tamhane es uno de los más jóvenes cineastas nombrados aquí, y sin embargo el que plantea una temática más seria y adulta. Su notable Court, también ganadora en múltiples festivales, nos acerca a un tribunal indio en su más corriente cotidianidad, y a las terribles dificultades que supone, para un abogado defensor, los reiterados casos que involucran a su cliente, un poeta de pueblo inscripto en las “listas negras” del gobierno. Nada que ver con Hollywood: no hay dramatismos ni héroes ni malvados testarudos. La fiscal es un ama de casa fanática, el juez un supersticioso, el defensor un pusilánime y, para colmo, al acusado ni siquiera parecería importarle pasar el resto de su vida tras las rejas.