En los años setenta, tres películas dirigidas por Lina Wertmüller agitaron las aguas cinéfilas, en Uruguay y en muchísimos otros lugares del mundo. Mimí metalúrgico herido en el honor (1972), Amor y anarquía (1973) y Pasqualino siete bellezas (1975). Ya habían sido proyectados antes otros filmes de la realizadora italiana hechos en los años sesenta (Los zánganos, Hablemos de hombres, No molesten al mosquito, esta última con la incandescente Rita Pavone y Giulietta Masina). Pero fueron las tres mencionadas más arriba, las de los setenta, todas con el protagonismo de Giancarlo Giannini, las que pusieron a la directora
–que empezó su carrera en el cine asistiendo a Fellini en el rodaje de 8 y ½– en el centro de la atención, el reconocimiento internacional –Siete bellezas tuvo cuatro nominaciones al Oscar, entre ellas a la mejor dirección, y fue la primera vez en la historia de ese premio en que una mujer fue candidata– y, faltaba más, como motivo de encarnizadas discusiones entre cinéfilos. Porque Wertmüller, abrevando en la imponente tradición de la comedia italiana, estiró sus límites hasta un paroxismo que aterrizaba en un grotesco que rozaba, para muchos espectadores, una experiencia escatológica de difícil digestión.
Detrás de los anteojos blancos, documental dirigido por Valerio Ruiz, que supo ser asistente de Wertmüller, presenta la vida y trayectoria de la actriz, directora, escritora y letrista de canciones nacida en 1928 en Roma como Arcangela Felice Assunta Wertmüller von Elgg Spañol von Braueich, nombre larguísimo que quizá fue el causante de que muchos de los títulos de sus películas batieran récords mundiales de longitud. El más extremo, el título original de Amor, muerte, tarantela y vino (1978), que era: Un fatto di sangue nel comune di Siculiana fra due uomini per causa di una vedova. Si sospettano moventi politici. Amore-Morte-Shimmy. Lugano belle. Tarantelle. Tarallucci e vino, la hizo ingresar al Libro Guinness. No fue ese el único rasgo excéntrico de una mujer que a la hora de buscar sus temas y sus maneras de llevarlos al cine desplegaba una inusual libertad, tanto en la elección de sus intérpretes –además de repetir a menudo a actores favoritos como Giannini, Mariangela Melato, Sophia Loren, buscaba incansablemente rostros y cuerpos fuera del estrellato conocido– como en la escenografía y los vestuarios, donde fue importante la colaboración de quien fuera su esposo, Enrico Job.
El documental de Ruiz, en orden cronológico, retrata con paciencia e indisimulada admiración las revelaciones de la cineasta, la sigue por los vericuetos de una hermosa casa, acariciando maquetas de escenografías, enseñando los libros de historietas que leía en la infancia o los interminables bocetos de Job para los vestuarios. Emerge de todo eso una personalidad barroca, irónica, llena de humor, segura en sus contradicciones. Aparecen también, hablando de ella y de su obra, de lo que implicó para ellos su relación con la Wertmüller, directos colaboradores como Giannini, Sophia Loren, Mariangela Melato, Harvey Keitel, o admiradores tan calificados como Martin Scorsese y el crítico John Simon. El documental resulta atractivo y revelador, aun para quienes no conocieron los filmes de Wertmüller, o para quienes habiéndolos visto no fueron precisamente sus admiradores. Porque retrata a una personalidad de indudable fuerza, y a una época.