Las discusiones de las últimas semanas no mostraron la mejor cara del gobierno, si se las ve desde el punto de vista de la izquierda. Que el grueso del oficialismo se niegue de plano a discutir sobre la modesta propuesta de gravar el 1 por ciento de la riqueza del 1 por ciento más rico del país adelanta que no es razonable esperar grandes redistribuciones del gobierno frenteamplista.
Digámoslo de esta forma: no están sucediendo las cosas que una perspectiva de izquierda querría. Esto puede disgustarnos, enojarnos, incluso indignarnos. Pero lo que no puede es sorprendernos. Debemos recordar que en la campaña electoral el Frente Amplio (FA) fue extremadamente prudente y centrista, y por lo tanto no hay en principio ninguna razón para que en el gobierno sea distinto.
Incluso más: esto es lo que la gente votó. Específicamente, es lo que los frenteamplistas votaron, al dar una supermayoría de la bancada a un Movimiento de Participación Popular que no ocultó en ningún momento que su orientación iba a ser de extremo centro. Además, el FA no tiene mayoría, por lo que necesita, si quiere legislar, acordar con fuerzas que están a su derecha.
¿Qué esperar en una situación así? En principio, no mucho. Pero eso no es lo mismo que nada. Va a haber políticas, decisiones y discusiones que van a mover zonas de la realidad hacia lugares más deseables. Ya lo vimos con Neptuno. Y no es imposible que los procesos deliberativos sobre seguridad y protección social produzcan avances hacia la solución de graves problemas del país. En todo caso, entre quienes de una manera u otra llamamos a elegir este gobierno, sabiendo perfectamente cuál iba a ser su orientación, no podemos hacernos los engañados, y tenemos que pensar cómo hacer algo bueno de una situación que ayudamos a producir.
La izquierda es minoría en el FA. Como explicó hace unos días la senadora Bettiana Díaz Rey, apenas tres de 17 senadores promueven la discusión sobre el 1 por ciento. Ser minoría es extraño: no se hace lo que uno quiere, y sin embargo uno es parte. Es ni estar de acuerdo ni estar afuera.
¿Por qué uno aceptaría esa situación? Primero que nada, porque entiende que necesita de la fuerza de otros para hacer cosas, y que estos otros necesariamente son distintos a nosotros, lo que implica negociaciones y mecanismos para tomar decisiones que comprometan a todos. Segundo, porque es posible persuadir. Una discusión bien dada quizás podría hacer que esos tres senadores se transformen en cinco o diez. Claro, para que se pueda persuadir, es necesario que se pueda discutir. Y para discutir, es necesario que cada uno pueda pensar lo que quiera y decir lo que piensa. Los mecanismos de disciplina partidaria existen y son necesarios, pero son formales y explícitos: someterse a disciplina política no es dejarse ningunear ni correr con el poncho. Además, las definiciones colectivas (incluidos los programas) mandatan también, y especialmente a las mayorías, que son las encargadas de conducir la ejecución de lo que se decidió en conjunto.
En Uruguay no hay una sola izquierda. Para las izquierdas sociales y no frenteamplistas, todo esto no es un problema, porque no tienen por qué hacerse cargo de definiciones colectivas que no son suyas. La izquierda frenteamplista, mientras tanto, tiene una primera tarea: persistir en su ser, no olvidarse de lo que es. Y, entendiendo las limitaciones de la situación política y de sus propias debilidades, pensar cómo hacer para, en el futuro, tener mayores capacidades y construir situaciones más favorables.
Reparemos en un hecho no menor: la mayor parte del electorado frenteamplista votó a favor de la eliminación de las AFAP (administradoras de fondos de ahorro previsional), y está ahora a favor del impuesto al 1 por ciento. Es decir, está de acuerdo con la izquierda. Esto nos da una buena noticia y una mala noticia: la buena, que la izquierda tiene un enorme potencial para crecer; la mala, que no le ha sabido hablar a la gente que está de acuerdo con ella. ¿Por qué la gente vota opciones que están en contra de sus deseos políticos? La respuesta es que no lo sabemos. Para averiguarlo, hay que investigar, pensar, conversar y militar mucho más. Y no dejar de explicarle a ese electorado con qué estamos de acuerdo, con qué no y por qué hacemos lo que hacemos, con honestidad y sin disimulos.
Conviene, además, tener en cuenta otra cosa: cuando se elaboran estrategias y líneas políticas, lo más relevante no son las conveniencias de corto plazo, sino el análisis de la realidad. Cualquier análisis serio, hoy, dice que vienen tiempos muy inciertos e inestables, en los que la opinión pública y la situación política van a dar vuelcos. Los países vecinos, que en los últimos diez años han vivido movimientos de masas, desorganizaciones del sistema político y reacciones ultraderechistas, ilustran esto. Además, los problemas del país y del mundo son tan profundos que van a requerir, en un momento no muy lejano, soluciones radicales. Alguien tiene que mirar esta realidad de frente y estar preparado para lo que viene.
La conducción del gobierno actual lee la situación nacional e internacional y ve que el horno no está para bollos. Entiende que hay que ser extremadamente prudentes. No es un diagnóstico totalmente irracional. Pero si el exceso de audacia puede producir errores, el exceso de prudencia también, como lo muestra la inexplicable vacilación frente al genocidio en Palestina. La situación del progresismo argentino y el laborismo británico deberían servir de advertencia de que la indefinición y el conservadurismo tienen, para las izquierdas, costos considerables.
El gobierno quiere que los 40 años que se abrieron en 1985 se prolonguen indefinidamente, que la espiral de caos internacional no nos engulla, que el conflicto no desgarre el sistema político y la sociedad en un momento crítico. Quiere ganar tiempo, lo que abre dos preguntas: ¿qué vamos a hacer con ese tiempo? y ¿cómo hacer para que el tiempo ganado no se transforme en tiempo perdido?