Todas las composiciones son de Santiago, quien se encargó de todos los sonidos del disco: voces, guitarras y silbidos. Esos elementos aparecen en distintas densidades: hay una pieza de voz a capela, otra para guitarra sola, pero también hay un surco con ocho voces superpuestas y diez guitarras. Las guitarras siempre están afinadas más graves que lo estándar, en particular las bordonas, de ahí ese efecto envolvente, profundo, a medio camino entre una guitarra y un bajo.
Hay un referente estilístico notorio y muy presente en todo el disco: el blues. Se hace sentir en las inflexiones de guitarra, en algunas de las técnicas y sonoridades de toque. Pero no se trata, ni de lejos, de un disco de blues. Este género, cuando asoma, está abstraído en esos rasgos sonoros o en otras características muy genéricas (la visceralidad y emotividad, la flexibilidad rítmica, la elemental sencillez de la mayoría de los materiales).
Buena parte de los surcos tienen muy poca articulación formal, es decir, constituyen un bloque homogéneo de comportamientos, textura, ámbito armónico. El caso más radical en este sentido es “9 cuerdas”, que consiste en un mismo acorde machacado sobre un ritmo ternario durante tres minutos. El único gran evento en esa pieza es el desinfle que funciona como gesto conclusivo. La impresión global de este tema es la de un golpe concentrado de energía primaria. Pero si cambiamos el foco de lo macro a lo micro, podemos ver que ese bloque hierve en microeventos: pequeñas variaciones rítmicas en alguna de las guitarras, desencuentros, determinada nota que de pronto se destaca más que otra, los efectos caóticos de la sumatoria de armónicos, los matices infinitos de los uñazos contra las cuerdas. En el texto que acompaña el fonograma se recomienda escucharlo con auriculares: el impacto realmente se multiplica con una escucha de calidad, que permite zambullirse más plenamente en los matices sonoros, y además valorar mejor los juegos con el estéreo. Leo Maslíah una vez se refirió, a propósito de Los que Iban Cantando, a una dimensión “concreta” de la música, en que las ocurrencias específicas e intransferibles de una ejecución o grabación en particular tienen tanta importancia como lo “abstracto” (es decir, la estructura melódico-armónica). Maslíah lo señalaba como una característica especial de aquel grupo, que había tenido muy pocos seguidores. De pronto esa dimensión aparece con mucha fuerza y destaque en la música de Matador, así como en la de algunos de sus compañeros de generación.
No todos los surcos son tan radicalmente escuetos como “9 cuerdas”. Hay también composiciones extensas, que merodean los diez minutos, y que están integradas por una sucesión de ideas o estados, con recapitulaciones, variantes, etcétera. La música está en las antípodas de lo “tecno”, en el sentido de que nada es mecánico, y la precisión maquinal, matemática, está casi agresivamente evitada. Santiago tiene tremenda técnica guitarrística, y sigue la escuela de Carlevaro. Sin embargo, mientras Carlevaro tenía una preocupación obsesiva con la limpieza, con borrar los rastros físicos de la producción de sonido, aquí esos rasgos, la “suciedad”, se ubican en el centro de la atención.
La mayoría de los temas están cantados, pero no son propiamente canciones. Rara vez se escucha una palabra en castellano: el material fonético es abstracto, o de tipo “idioma inventado”, a veces sugiriendo algún canto tribal o “étnico” imaginario, con una enorme variedad de emisiones que Santiago realiza con habilidad, soltura, intensidad y mucho goce en la exploración de sonoridades.
Santiago Bogacz está yendo a estudiar a Alemania, y su último toque en Uruguay este año será el martes 12 a las 21 horas en Solitario Juan (Rodó 1830). Será compartido con Portillo, otro excelente músico de esa generación y barra.
- Matador, edición del intérprete, sin número, 2016.