¿Existen las palabras adecuadas para representar la censura, las destituciones, el exilio, la cárcel, la tortura, los asesinatos, las desapariciones forzadas? ¿Cómo se dibuja un territorio narrativo capaz de alojar esas modalidades de violencia? ¿Cómo se escriben los límites?
Inscribir la escena de la dictadura en una perspectiva simbólica alcanza el rango de ritual, en el sentido estricto de acto de repetición que invoca aquello que no se quiere olvidar. La continuidad de este proceso habla de una lucha incansable por la memoria, la verdad y la justicia, recupera el pasado e interpela el presente. En las ficciones uruguayas hay rituales que aparecen y desaparecen, nudos temáticos que tensan las relaciones entre relato y política. Los mismos tópicos encuentran distintas formas de expresión porque nunca está todo dicho y hay que volver a contar. Me propuse indagar el tema de la dictadura en algunos textos de escritoras y escritores nacidos a partir del año 1973. Si bien hoy disponen de una obra que los respalda, percibía escasa la apropiación de ese capital simbólico en sus ficciones.
Es bien conocida la escritura anterior, la de los mayores, los que hicieron literatura a través de su experiencia directa de los hechos y su lectura de la historia –en la cárcel, el exilio o el insilio–, y aun es notoria la de aquellos que con algo menos de edad exhiben en su producción una carga estética y política marcada por el período dictatorial. Pero la mayoría de los nacidos a partir de 1973 no lo tematiza en sus narrativas. Y los textos que localicé se presentan como una curiosa amalgama entre los discursos heredados –que este artículo no atiende– y la construcción de una identidad propia. Nuevas coyunturas históricas y nuevos escenarios políticos y sociales dimensionan esta complejidad. La presencia del pasado y el temor al olvido son procesos simultáneos, aunque en clara tensión.
Me interesaba ver qué sucedía en las ficciones más contemporáneas con respecto a la memoria, entendida como un proceso subjetivo amarrado a experiencias materiales y simbólicas. Elizabeth Jelin enfatiza el plural y reconoce las memorias como objetos de disputas, conflictos y luchas enmarcados en relaciones de poder. Quise comprobar si en la nueva narrativa se había cumplido una operación de borramiento de la memoria, si se la había precipitado al pozo negro de todo lo que una parte del imaginario uruguayo niega o prefiere olvidar. O si, a pesar de tanta impunidad y tanto pacto de silencio, la literatura de los nacidos después de 1973 recuperaba esos acontecimientos históricos e iluminaba sus territorios. Las fluctuaciones de una memoria en movimiento engendran relatos que pueden leerse como partes de la Historia, artefactos minúsculos que autorizan la designación de “lugar de memoria”, en el sentido del historiador francés Pierre Nora. Queda claro que lo único narrable son las distintas versiones.
A los niños nacidos y formados en dictadura se los mantuvo, en gran medida, al margen de los sucesos, salvo en casos extremos y delicados, de gran involucramiento. Me preguntaba si conocer los hechos de forma indirecta, a través del legado de distintas memorias –familia, sociedad, instituciones de enseñanza– llevaría a quienes nacieron en aquel tiempo, y hoy se dedican a la escritura creativa, a sentir que la experiencia del terrorismo de Estado no los atravesaba y era hora de dar vuelta la página. O si, por el contrario, el respeto a las sombras de un duelo que ronda sin pausa la verdad escamoteada terminó por paralizarlos. Son los que dicen: “Yo no viví la dictadura”. Entonces, ¿se vinculan o no simbólicamente con el pasado reciente?, y en caso de que la respuesta sea afirmativa, ¿cuáles son sus modos de vinculación?, ¿cuáles son sus implicancias subjetivas, artísticas, éticas y políticas? En busca de algunas respuestas decidí rastrear las marcas de ese tiempo en su producción literaria.
En las publicaciones de los últimos años hallé espejos menguados: una novela, algunos cuentos, alusiones al tema en una página, un capítulo, un fragmento, a veces de modo muy sesgado o como escenografía para enmarcar un sinfín de argumentos. A la hora de escribir el miedo y el terror, o en la encrucijada de responder ciertas preguntas sobre la red de significaciones de un pasado que no ha dejado de acontecer, no confirmé parricidios ni entreví mayor interés por renovaciones estéticas. En tal caso, ¿cómo se escribe contra el olvido?, ¿cuáles son las posibilidades del relato después del horror?
LA MIRADA INFANTIL. Se advierte en los textos reunidos una tendencia que, con distintas modalidades, recurre a la construcción de la mirada infantil como fuente de la ficción y en relación con el rescate del pasado reciente. La inocencia resulta un instrumento de indudable capacidad crítica. Partir de esa mirada propone un extrañamiento hacia aquello que es su objeto: la violencia, el miedo, una perturbación ubicua y radical. La reflexión acerca de la memoria es un elemento central en esa construcción y ata lo individual a lo colectivo de modo convincente.
No sé si Horacio Cavallo (1977) es el autor que más se ocupó del tema, pero es el que participa con más publicaciones. Además de alguna referencia breve en su novela Oso de trapo (2007), le dedica tres cuentos de estatuto realista y un relato endecasílabo que surca lo maravilloso. En el marco de represión y censura impuesto por la dictadura dentro de fronteras, las escritoras y los escritores de aquel período recurrieron con frecuencia a formas del decir elusivo y a la alegoría como vehículo expresivo. En las ficciones de los nacidos a partir de 1973, que comenzaron a escribir hacia fines de los noventa o a principios de los dos mil, el predominio del canon realista en la ficcionalización de la historia reciente es innegable. Los textos visitados no parecen interesados en cuestionar las pautas heredadas.
Dos cuentos de Cavallo mantienen una tensión irresuelta que se reitera en otros textos coetáneos: por un lado, la oscilación entre la inocencia y el no saber, y por el otro, los distintos sentidos que los adultos imponen como interpretaciones de la realidad. En “El silencio del río”, del libro El silencio de los pájaros(2013), introduce una categoría espectral: el tema de los detenidos desaparecidos. El niño habla desde la voz del adulto y de este modo el autor subraya la conmoción de la mirada infantil que evoca una experiencia traumática de su niñez: el hallazgo de un ahogado en la playa, anticipo de otros cuerpos que serían encontrados a lo largo de la costa. El abuelo dibuja obsesionado el rostro desvaído de esos muertos como una forma de preservar la memoria que sus asesinos se esforzaron por falsear.
Entre los autores que no trataron el tema en forma específica, pero lo inscriben en algún texto sin que resulte fundamental a la trama, está Ramiro Sanchiz (1978). En La expansión del universo (2018) Stahl es el niño que encuentra un cadáver en el balneario. Su abuelo se obsesiona por descubrir la identidad del muerto, y la pesquisa infiltra el tema político.
En “Ojos de lagarto”, recopilado en La democracia cuenta (2015), Cavallo recrea la atmósfera escolar a través del relato en primera persona de un niño que comparte el aula con las hijas de un militar. Los infantes reproducen en sus juegos episodios de una serie de televisión donde los extraterrestres se alimentan de humanos. En su fiesta de cumpleaños, las niñas imitan a la protagonista en un incidente que involucra la tortura de un roedor. La reacción compasiva del narrador excita la ira del dueño de casa, que interpreta el acto como una afrenta y al niño como un producto viciado de las ideas subversivas de su familia. La ficción mezcla lo doméstico con lo político y en un infausto juego de roles deja claro quiénes tienen el poder.
En el cuento de Fernanda Trías (1976) “Miembro fantasma”, publicado en la revista Vice (2016), la voz de un adulto evoca su infancia en una cuadra del barrio del Cordón en la que cabía todo su mundo. Se jugaba el Mundial del 82, pero lo que él destaca es “el vago recuerdo de unos gigantes vestidos de verde a la entrada de la escuela”, los mismos que se llevaron al padre de la niña vecina. “La gente se desvanecía así, ¿vio? Iba ausentándose de la cuadra y nunca veíamos un carro fúnebre ni una postal.” Enmarcándose en los debates sobre la memoria del pasado reciente, el narrador intercala en la historia la amputación sufrida por su madre, y en un desplazamiento alusivo explica que los médicos llaman “miembro fantasma” al que no está pero sigue enviando señales de lo que ya no existe. Un decir que es a la vez decir al otro. La intencionalidad del punto de vista orienta la mirada y encuadra las escenas del relato.
Algo parecido sucede en un fragmento de Cuántas aventuras nos aguardan(2018),de Inés Bortagaray (1975), que retoma el punto de vista infantil para ubicar los juegos de las niñas –juegos de guerra– en cierta zona extrañada, a partir de la cual cuenta una vivencia otra que puede leerse desde la perspectiva que nos convoca. Aparece el tema de la destitución –real en el caso de la madre docente de la novelista–, y aparece el personaje de la delatora. La voz infantil habla de una niña que fue “compañera de lucha”, pero ahora es rehén y la torturan. “Contengo las ganas de vomitar. La mordaza tiene un olor fétido. […] Le vuelco el agua sobre la boca. La mugre (unos hilos negros del trapo, una especie de moho) se barre. […] Esperamos que abra los ojos.” Un texto incómodo que desconfía de cualquier monumentalización del pasado y donde la crueldad infantil, como superación de un límite, desestabiliza el orden entre las palabras y las cosas.
Entre los que no frecuentaron el tema de la dictadura abiertamente está Daniel Mella (1976). Sin embargo, en su novela Derretimiento (1998) encontramos al niño postrado y torturado en una situación que habla de exilio y encarcelamiento, y aunque no sea lo esencial de la trama, admite una lectura metafórica. Sucede lo mismo con la niña que desaparece en Noviembre (2000)a manos de un mecánico de la fuerza aérea. Son indicios de sentido diseminados en una literatura que sumerge al lector en escenarios de violencia e impiedad.
AGUAS TURBULENTAS. “El olor de la madre”, de la antología Entintalo (2012), es otro cuento de Cavallo. Esta vez el tema es la apropiación de menores y el ocultamiento de la identidad de los hijos de detenidos desaparecidos. Una joven argentina es adiestrada para fingir que es la nieta robada de una abuela uruguaya, hija de su hija y su yerno desaparecidos. La joven memoriza el relato espurio con la esperanza de recibir una espléndida recompensa. Cuando llega a Uruguay y abraza a la anciana, reconoce el perfume que usa su madre verdadera y siente un atisbo de culpa. Pero sigue adelante. Es su voz la que narra los hechos en un interrogatorio al que es sometida tiempo después. La historia es cruda, tiende puentes siniestros entre Argentina y Uruguay, y pone a prueba cualquier impresión acerca de la construcción de la sensibilidad y la verdad de la memoria. Como las otras ficciones, llama a tomar posición frente a las encrucijadas del presente.
Manuel Soriano (1977) nació en Buenos Aires, pero vive en Montevideo desde 2005, y es pertinente situarlo en este grupo. Tanto “Cuatro”, un relato de Nueve formas de caer(2018), donde el niño triste y vulnerable cuyo padre es militar toma una decisión irreparable abrumado por los abusos que padece, como la novela Fundido a blanco (2013), protagonizada por el hijo de un torturador, se ocupan de los vínculos entre los militares y sus hijos. Ciertos datos históricos y una cartografía reconocible pueden trasplantar estas historias a la realidad uruguaya. El narrador de la novela mira una foto recortada de un diario de 1985 donde identifican a su padre como “médico, militar y torturador”. Sus sentimientos y cierto complejo de inferioridad derivado de la situación complican la progresiva construcción de su identidad en torno a la difícil operación de pensar una experiencia que parece impensable.
Entre las distintas representaciones sobre la dictadura, el cuento “En el borde difuso”, de Leonardo Cabrera (1978), recopilado en la antología El descontento y la promesa (2008), introduce el lugar del inconsciente y el mundo onírico para tratar el tema del pasado reciente y descubrir sus secretos más infames. Como en la novela de Soriano, los personajes representan a una generación que necesita escribir su historia porque el pasado dictatorial no está cerrado, es parte del escenario político y cultural del presente. El hijo de un militar intenta suicidarse. Es amigo del narrador, un escritor que, con el sobresalto de haber sido herido en la carne de otro, se ve empujado a descubrir los motivos de esa decisión y busca la verdad en la escritura. La atmósfera se enrarece con la turbiedad del misterio. Recién al final, el tema de la apropiación de menores y el ocultamiento de identidades se devela con una luz mortecina pero esperanzadora.
Otro cruce a Buenos Aires llega con Carolina Bello (1983) y su novela Oktubre(2018), sobre Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Bello no trabaja el tema especialmente, pero su protagonista es un muchacho argentino que atraviesa la posdictadura y escribe cartas a una joven ucraniana que vivirá de primera mano la tragedia de Chernóbil. La memoria individual y la colectiva articulan las figuras de la ausencia y la pérdida, en un presente alerta y expectante. Las cartas hablan de los años oscuros y contextualizan el horror y el dolor acumulados, las desapariciones. Lo hacen desde un discurso generacional: “Un día había gente con sus amigos tomando una birra en una esquina, y al otro día uno no volvía […]. Y no aparecían nunca más. […] Por ahí nosotros, los más chicos, nos quedábamos respirando mirando la tele, pero sabiendo que mañana tu padre podía dejar de hacerlo, tu hermano más grande, tu tío… qué sé yo”.
SOMBREADO DICTATORIAL. En la novela Luces de neón (2016), de Rodolfo Santullo (1979), la dictadura no se vincula demasiado con la trama novelística, pero escuchamos a un personaje –el cerebro detrás de un robo en 1986– decir que por su militancia política tuvo que estar “guardado” durante aquellos años. Entre burlas y gestos irónicos, acaso fue la excusa ideada para maquillar su imagen a través del aura romántica del guerrillero. El tema sí aparece en las novelas gráficas de Santullo, que junto con otras sobre el período merecen un abordaje aparte. Las suyas son: Valizas (2011), con dibujos de Marcos Vergara; Zitarrosa (2012), con dibujos de Max Aguirre, y, sobre todo, Actos de guerra (2010), con dibujos de Matías Bergara. Esta reúne cuatro ficciones inspiradas en anécdotas reales vividas por militantes que fueron presos, torturados o exiliados (los padres de Santullo fueron exiliados políticos y vivieron en México, donde nació el autor). Ambientadas en ese período, las historias están dispuestas en un tiempo en el que las personas aún no integraban la categoría de desaparecidos, porque estaban siendo desaparecidas en ese momento.
También con dibujos, esta vez de Matías Acosta,Los dorados diminutos(2017), de Horacio Cavallo, es una pieza peculiar. En sus endecasílabos narrativos introduce una dolorosa conciencia de la historia y alude a sucesos vinculados al río, entre ellos, las desapariciones forzadas. En un nuevo cruzamiento con la historia argentina –y con su literatura–, cuando el protagonista logra huir de los represores y está a punto de ahogarse, un barquero conocido como el Boga le tira una soga. El viejo navega el río desde el setenta y pico buscando “al flaco Haroldo”, y es a su vez un personaje de Conti en Sudeste,la primera novela de este autor argentino secuestrado y desaparecido. Como en sus otros textos, Cavallo busca deconstruir el libreto oficial de la memoria.
Martín Bentancor (1979) dedica un capítulo extenso de su novela El fondo del quilombo (2019) al horror de la dictadura en un pueblo ficticio del Interior. El narrador era joven en aquel entonces, pero debió abandonar la Tercera Sección y se estableció en Utrech, desde donde emprende un viaje memorioso de cuatro décadas. En su calidad de testigo narra una serie de acontecimientos ocurridos durante la dictadura y describe sin eufemismos los escalofriantes episodios de tortura practicados en el burdel del pueblo. Se propone rescatar del olvido a cuatro jóvenes que fueron víctimas de esas brutalidades. El relato logra efectos desestabilizadores a través del humor negro y el sarcasmo manejados por el autor para denunciar el silencio de ciertas complicidades y desnudar la impunidad de los aliados civiles y policiales del régimen.
SOBREVIVIR A LOS MUERTOS. Según Jelin, los ritmos anuales –repetitivos y al mismo tiempo cambiantes de un año a otro– ofrecen las ocasiones y los aniversarios para los eventos de recordación y conmemoración. Para un inmenso número de uruguayos el 20 de mayo es un día abrumado de significados. Desde hace 25 años, la lucha por la memoria desborda las calles de Montevideo y de muchas otras ciudades del país, acontece incluso fuera de fronteras. En el borde de la ficción y la crónica, “Las arrugas del silencio”, de Jorge Fierro (1987), publicado en la revista virtual Sotobosque (2017), organiza un viaje por la historia de la Marcha del Silencio, que es a su vez la historia del hijo de un detenido desaparecido cuya voz es la que narra. Del padre no posee recuerdos porque tenía 4 años cuando pasó a la clandestinidad y no lo volvió a ver. La suya es una memoria llena de huecos y contratiempos, la del hijo que fue creciendo y cambiando, la de las tensiones irresueltas de una vida de preguntas sin respuestas. Balanceándose entre el documento y la ficción, el narrador va desgranando su historia personal y la emblemática genealogía de la Marcha, que componen una inflexión inseparable. Más que otros modelos inherentes a la experiencia humana, las regiones simbólicas de la creación estética son capaces de iluminar los relatos sobrevivientes. Implican a la vez proximidad y distancia. Ayudan a que la sentencia del Nunca Más sea categórica y definitiva.