Con las negociaciones para salir de la Unión Europea (UE) a la vista, Jeremy Corbyn se jugó su liderazgo en el laborismo en dos elecciones para renovar diputados en Inglaterra. El veredicto de las urnas se pareció al que existe sobre sus dos años al frente del principal partido de oposición: una suerte de empate que lo descalifica como futuro primer ministro, pero no como líder partidario.
En la localidad de Stoke, en el centro de Inglaterra, considerada la capital del Brexit, el laborismo consiguió una importante victoria sobre el candidato nacionalista antieuropeo del Ukip que había alardeado en los días previos de poder desplazar al partido de Corbyn como representante de la clase trabajadora. Pero en el distrito electoral de Copeland, en el norte del país, el candidato laborista perdió a manos de la conservadora Trudy Harrison, una de las raras veces en la historia de posguerra en que los votantes se inclinan por premiar al partido del gobierno en una elección de medio término: la última vez fue en 1982, después de la Guerra de Malvinas.
En ambas elecciones sobraron las paradojas y sorpresas. Stoke fue bautizada “capital del Brexit” porque en el referéndum del pasado 23 de junio tuvo la más alta proporción de votantes a favor de abandonar la UE. En teoría era el territorio más propicio para que el nuevo líder del Ukip, Paul Nuttall, diese el salto nacional al que viene aspirando su partido en los últimos diez años.
El Ukip fue clave en la convocatoria al histórico referéndum y tiñó los argumentos del Brexit con toda su xenofobia antiinmigrantes. Paul Nuttall, que sustituyó al líder histórico Nigel Farage, era su nueva carta. Con una imagen de hombre de clase trabajadora que dice las cosas como son acodado en el mostrador de un pub con una pinta de cerveza en la mano, era el líder que podía disputarle al laborismo el voto obrero desilusionado del norte del país. Pero ni el Brexit ni el carisma de Nuttall lograron desplazar al laborismo de un distrito donde ha dominado desde siempre.
Copeland ofreció el ejemplo opuesto. Al igual que en Stoke, el distrito ha sido un bastión laborista en los últimos 90 años. Allí la victoria de una conservadora es un trago humillante para un movimiento como el de Corbyn, que apela a una recuperación de los valores originales del partido. La causa de la derrota está a la vista. Corbyn, que se ha opuesto toda su vida a las armas nucleares, no tenía muchas chances en un distrito que tiene como principal fuente laboral a una planta nuclear que emplea a unos 10 mil trabajadores. A los conservadores les bastó con pasar una y otra vez un discurso del líder laborista en 2011 en el que reclamaba que se desmontaran todas las plantas nucleares del país, para que los votantes se pasaran de bando.
El Adn ideológico de Corbyn es uno de los grandes obstáculos que tiene hoy el laborismo a nivel nacional. Republicano en un país monárquico, antimperialista en una nación nostálgica de su gloria imperial, prodesarme nuclear en un reino con armas nucleares, Corbyn nada contra la corriente. Amplios sectores de una sociedad escéptica y despolitizada lo perciben como poco patriótico, ingenuo, típico izquierdista, la cabeza en las nubes. El líder laborista es muy popular en su propio partido, que cuenta con más de 500 mil afiliados, mayoritariamente corbynistas. Pero está claro que no logra proyectar el mismo entusiasmo en el electorado.
La principal beneficiaria de los problemas del laborismo es la primera ministra, Theresa May, y su partido, el Conservador. Entre las tantas paradojas de la actual situación británica, la del partido gobernante se lleva las palmas. La salida de Reino Unido de la Unión Europea se debe pura y exclusivamente a los problemas internos de los conservadores, que desde los ochenta, con Margaret Thatcher, vienen luchando contra una dura facción antieuropea en su propio partido. El referéndum fue un intento de los proeuropeos conservadores de terminar con la polémica: el tiro les salió por la culata.
A pesar de esto, Theresa May, que votó a favor de permanecer en la UE pero que hoy impulsa un “hard Brexit” (separación tajante entre Reino Unido y el bloque europeo), lidera las encuestas con un margen tan amplio que ni los dislates de los sondeos en los últimos años pueden modificar los 18 puntos de ventaja que le lleva al laborismo. La victoria en Copeland reforzó tanto su posición que May debió desmentir que vaya a convocar a elecciones anticipadas.
La hora de la verdad de May comenzará cuando se active el artículo 50 y comience la negociación con la Unión Europea. A menos que haya un inesperado contratiempo el Parlamento aprobará la próxima semana la ley que necesita la gobernante para iniciar el proceso en la cumbre europea del 9 de marzo. Sus críticos señalan que el impacto económico del Brexit se sentirá a partir de ese momento.
En los últimos tres meses ha habido algunas indicaciones. La economía ha mostrado señales de desaceleración con caída de las ventas minoristas, retroceso de los salarios y explosivo aumento de la deuda individual, lo que pone en peligro al verdadero pilar de la resiliencia económica posreferéndum: el consumo.
Las posiciones diplomáticas se están endureciendo. Esta semana el presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, advirtió que Reino Unido tendrá que pagar unos 60.000 millones de euros (63.000 millones de dólares) por la separación de la UE.
Una negociación a los gritos puede provocar zozobras en las bolsas, retraimiento de la inversión, un comportamiento cauteloso de los agentes que enfríe la economía. Pero a menos que todas estas turbulencias se traduzcan en una hecatombe recesiva o que la oposición logre unir fuerzas, hoy por hoy Theresa May tiene el camino despejado de acá hasta las elecciones de 2020.
(Tomado de Página 12, por convenio.)