Es quizás ocioso preguntarse si Boyhood hubiera tenido la misma recepción en el público y la crítica de haber sido realizada como una película corriente, es decir, sin el artilugio de filmarla a lo largo de 12 años mostrando el crecimiento del niño. Sin embargo, es indudable el peso de ese conocimiento extratextual del espectador, la maravilla que produce que ese niño sin atributos especiales se termine convirtiendo en un arquetípico personaje de Linklater.
Es como si el director de Boyhood hubiera dicho “dame un niño de 6 años y te mostraré el hombre”. Algo muy parecido a la premisa jesuita en la que se basó Michael Apted para realizar su experimento documental The Up Series.
La idea inicial de aquel proyecto, producido por Granada Television, tenía claras intenciones políticas: probar que en Inglaterra el determinismo de clase era implacable. Inicialmente, el documental sería uno solo, aquel de los niños que con 7 años crecían en el “swinging London”, en la Inglaterra de los Beatles y los Rolling Stones y la explosión de la cultura juvenil; una mirada sobre la vieja Inglaterra para saber si era o no verdad que estaba cambiando.
“Estos son los vendedores y los ejecutivos del año 2000”, decía una voz en off en el primer episodio, llamado “Seven Up!”. Ellos eran Andrew, Charles, John, Suzy, Jackie, Lynn, Sue, Tony, Paul, Symon, Nick, Peter, Neil y Bruce. Los primeros tres provienen de familias de clase alta, aparecían cantando en latín y cuando les preguntaban qué iban a ser cuando grandes, invariablemente contestaban que irían a Oxford o a Cambridge. Jackie, Lynn y Sue son amigas y asisten a la misma escuela de un barrio de clase obrera. Paul y Symon viven en un hogar para niños. Nick, en el campo. Tony quiere ser jockey. Peter y Neil, que van a la misma escuela de clase media, aspiran a ser astronautas. Bruce, en cambio, quiere ser misionero “para ir a África e intentar enseñarle a las personas no civilizadas a ser más o menos buenas”. Bruce cree, además, que la gente “debería darle todo… algo… la mayor parte de su dinero a la gente pobre”.
Aquel primer episodio fue un éxito, por lo que Apted se embarcó en una serie de documentales con este grupo de niños, a quienes filmaría cada siete años a lo largo de toda su vida. La idea que había disparado el proyecto –que incluso se manejó usar como avance publicitario de la serie– era poner a 20 niños parados en línea en una plaza y hacer que sólo cuatro dieran un paso al frente. El resto, marcados por su procedencia social, no lograrían mejorar.
Siete años después, Apted filmó 7 plus Seven y así siguió, cada siete años. El último hasta ahora –56 Up– salió al aire en 2012. Sólo uno de los 14 niños iniciales, Charles, abandonó la serie definitivamente. Apted señaló que era irónico que el único que abandonó el proyecto fuera, a la postre, el que se convertiría luego en documentalista. Tal vez haya que verlo al revés y haya más lógica que ironía en el incidente. Otros abandonaron la serie parcialmente, desapareciendo en algunos capítulos por diversas razones –Peter, tras haber sido objeto de una campaña en su contra en los tabloides por haber criticado las políticas de Margaret Thatcher, John, por discrepancias con las premisas sobre las que se basa la serie– y reapareciendo luego con alguna excusa más o menos verosímil (Peter para promocionar su banda, John para darle difusión a sus obras de caridad).
De más está decir que, a la larga, el resultado del experimento fue –sigue siendo– mucho más interesante que sus premisas. Aquello que los creadores de The Up Series querían probar terminó siendo parcialmente cierto pero poco fructífero: ni los ricos se volvieron pobres ni los pobres ricos, pero la movilidad social demostró no ser tan estática como se suponía. Andrew y John en efecto fueron a Oxford o Cambridge, Bruce no se volvió misionero sino maestro y socia-lista, Tony no fue jockey sino taxista, pero también actor. Las niñas que aspiraban a ser vende-doras en la tienda Woolworth fueron, en realidad, biblioteca-rias o funcionarias administrativas de la universidad. El granjero también fue a Oxford y es hoy un físico nuclear aunque el que quería ser astronauta primero se volvió un poco loco y después se dedicó a la política, mientras que Symon, a quien a los 7 años veíamos en un hogar de caridad, se abocó con entusiasmo a la ta-rea de ser padre sustituto, habiendo criado parcialmente a más de 60 niños.
Y eso es lo que explica el singular éxito de la serie: lo relativamente impredecibles que fue-ron las vidas de los retratados y lo absolutamente comunes que resultaron, más allá o más acá de la determinación de clase, educación o crianza, y en los cuales, inexorablemente, hay rasgos de carácter que, vislumbrados en aquellos niños, reaparecen porfiadamente, sin importar cuántos años pasen. Es que, a la larga, los espectadores empezaron a ver el cuadro más amplio y a personas que no eran “John clase alta” o “Tony clase obrera”, sino personas cualesquiera. Esos seres humanos de alguna manera vinieron a demostrar lo que era obvio y que de tan obvio se volvió maravilloso para millones de espectadores: que una vida no se puede reducir a sentencias como “la distinción entre libertad y disciplina es la llave de su futuro entero”, como decía la voz en off de Seven Up! contrastando la disciplina de los colegios de clase alta y el relativo caos de las escuelas populares, sino que una vida es una sucesión de sueños, coincidencias, detalles triviales, alegrías y tristezas, nacimientos y muertes, trabajo, éxitos y fracasos, y una gran dosis de maravilla y aburrimiento.
Algo de eso hay también en Boyhood y quizás lo más “revolucionario” del experimento de Linklater sea lograr que nos afe-rremos a ese niño durante casi tres horas como a una balsa de serenidad en un naufragio de miseria estadounidense, pero no podría durar 11, como Ebolusyon ng isang pamilyang Pilipino (Evolución de una familia filipina) de Lav Díaz, porque nos cansaríamos de escuchar tantas canciones de Arcade Fire. Hay infinitos ejemplos de experimentación con el tiempo en el cine y cualquiera que quiera saber realmente cuánto dura un minuto debería mirar las cinco horas de As I Was Moving Ahead Occasionally I Saw Brief Glimpses of Beauty, de Jonas Mekas. Dicho esto, si Boyhood es buena (o mala o regular) lo será independientemente de Ellar Coltrane (Mason) creciendo en cámara, porque al fin y al cabo lo que sucede no es nada que hasta ahora no se haya hecho de otra manera: para el espectador sin información metatextual no importa si Mason es un niño que crece o tres o cua-tro niños distintos, si las canas y arrugas de Ethan Hawke son reales o maquilladas. Lo que hace Boyhood en la era del cgi es inventar un nuevo “efecto especial” o una snuff movie sin asesinato, inofensiva, legal y familiar. Porque si Linklater hiciera de Boyhood otra trilogía (imposible, salvo que Linklater fuera como Manoel de Oliveira y viviera más de 100 años) veríamos el perfecto anti Benjamin Button, con Coltrane-Mason sin maquillaje y dirigién-dose inexorablemente hacia la vejez y la muerte. Y sabríamos así qué opinión tiene Linklater del determinismo social y familiar, qué destino elige para su encantador personaje que lo único que sabe es que no quiere ser como los adultos que lo criaron, pero que todavía no sabe si puede, si repite la historia de sus padres “lo único que queda es mi funeral, pensé que la vida era algo más”, dice el personaje de la madre (Patricia Arquette), u otro más venturoso.
Sin embargo, es gracias al entusiasmo por Boyhood que uno mira para atrás y ve en The Up Series una larga tradición de imágenes fijas y en movimiento que se han obsesionado por este tipo de registros, sean ficciones o documentales. Del ciclo de Antoine Doinel de Truffaut a las películas de Anarene, de Peter Bogdanovich, de la trilogía de Bill Douglas a Anna, de Nikita Mikhalkov, de la lucha de los obreros de Numax de Joaquín Jordá, a Tierra para Rose y el retorno a estas mismas luchas diez o veinte años después. O incluso, el experimento de envejecimiento del clip “Danielle” de Anthony Cerniello a las series de fotografía “Everyday” de Noah Kalina, “The Brown Sisters Project” de Nicholas Nixon o “La flecha del tiempo” del argentino Diego Goldberg. Y es porque en el fondo a la vez aceleran y detienen la muerte, que nos resultan tan fascinantes