El concepto de arquitectura hostil está bien puesto. Hostil viene de hostis: extraño, bárbaro, enemigo, algo o alguien que tiene que mantenerse afuera. A la vez, bárbaro etimológicamente refiere al que no tiene un habla inteligible, al que balbucea, al que no se entiende.
Ese nombre bien puesto también tiene una historia. La modificación del espacio público mediante dispositivos que dificultan su uso tiene antecedentes ancestrales. Las personas envueltas en una dialéctica peculiar entre movilidad y quietud, que se asientan en lugares temporalmente, también tienen su historia; vagabundos, nómades, migrantes, personas en situación de calle siempre molestan. Son también considerados hostiles, extraños, bárbaros.
Además de estar sometidos a la arquitectura hostil, como no tienen voz pública, a los que viven actualmente en la calle o en instituciones focalizadas se les quitan sus niños al nacer, por ejemplo, y eso no se conoce. Como son bárbaros, hay gente que sale a golpearlos de noche. Como son extraños, podemos hablar de ellos generalizando, con impunidad, sin que nadie pueda responder: «¡No es así!».
Por supuesto que es horrible que haya personas viviendo en la calle, que no tendrían que estar ahí. En efecto, hay muchas historias de amenazas, de violencia callejera, de cacas y orina que no deberían aparecer donde aparecen. Claro que niñas y niños no deberían ver eso, y que todas y todos tenemos derecho a gozar de nuestro entorno. Desde luego que muchos comercios se ven afectados de manera inmerecida. Y se ve, rompe los ojos, que muchas personas, tiendas, consorcios de vecinos hacen lo que pueden para no soportar esa realidad (y lo que pueden es poner pinchos, dado que no logran acceder a luces automáticas o voces pregrabadas que vociferan amenazas, como hay en algunos barrios prósperos). Porque algo hay que hacer. Qué horror. Cómo explicarles.
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La situación de calle es un fenómeno de crecimiento reciente y explosivo. Todos somos testigos. Más de 11 mil personas utilizaron refugios para los sin hogar en 2023. Ese año, mil personas, además, fueron detectadas una noche durmiendo a la intemperie (sin duda hubo más, porque, por ejemplo, no se contó ninguna en los municipios F y G, y si los habrá allí…). Ese caudal descontrolado abreva de numerosas fuentes, brechas por las que nuestra sociedad hace agua: fracasos de las cárceles, de la protección social (a las infancias, a las personas que sufren violencia doméstica o abusos, a quienes no tienen viviendas dignas y al crecer la familia deben irse). La situación también es el resultado de la abrumadora falta de atención a la salud mental, de la falta de tratamientos para personas con consumos problemáticos, de las expulsiones de barrios donde se impone el narco, de las órdenes de alejamiento, de las insuficientes pensiones a la vejez, a la viudez, a la discapacidad. Miles de personas por año continuarán surtiendo esa marea para engrosar el caudal de la situación de calle.
En este siglo ha cambiado la forma en la que funciona la exclusión en nuestro país. Hemos pasado de una realidad que presentaba personas relegadas, que esperaban un lugar, que quizás podrían tener opciones de salir adelante, a otra en la que existen expulsiones y lazos sociales rotos que no pueden ser remediados con facilidad.
Estamos hablando, fácilmente, de 300 mil personas, sumando asentamientos, cárceles, vecindarios infrahumanos y todo el círculo que implica la situación de calle, compuesto por correteados de estos lugares y, además, de pensiones, de refugios, de casas ocupadas. El sinhogarismo es el atestado más visible de este tipo de dinámica.
La parte de la sociedad integrada que por suerte puede vivir bien con el apoyo de rentas o de su trabajo no está acostumbrada a ver cárceles o asentamientos. Quienes, en cambio, solo sobreviven con empleos precarios y changas, por ejemplo, están más acostumbrados. Pueden entender algo que debería ser evidente: que, en los asentamientos, las cárceles, la calle, hay de todo.
Quizás por esta razón existen crueles generalizaciones que se dirigen con particular hostilidad hacia los de abajo. En una de ellas, de particular crueldad, en ocasión de un censo sobre las características de las personas que viven en la calle, un ministro se atrevió a decir que un 90 por ciento son drogadictos (y la pregunta en el relevamiento era si habían consumido sustancias, incluidos tabaco y alcohol, en el último año).
Por supuesto que hay un alto número de personas con consumo problemático; muchas, por eso, caen en la calle. Y otras tantas agravan su consumo al estar ahí. Pero no son casi todos, ni mucho menos. En una reciente campaña pública, el heroico, titánico colectivo Ni Todo Está Perdido (NITEP) nos enseñaba que son muchos los caminos que llevan a la calle. En general, un conjunto de circunstancias que se apilan: accidentes, incendios, violencias, pérdida de trabajo. Y que uno puede quedarse en la superficie y generalizar, pero en ello hay una particular injusticia. Una de tantas; esta, al menos, solo retórica.
A la vez, tirios y troyanos proponen en torno a la situación de calle políticas inverosímiles, demagógicas, para lograr votos o presencia pública. Políticas punitivistas, como la ley de faltas (agravada por la Ley de Urgente Consideración). Antes eran necesarios avisos antes de retirar a las personas, ahora no. No es necesario avisar. Se puede proceder. Teóricamente los jueces suelen rechazar los casos al considerar improcedentes las penas sustitutivas. No es un alivio. Recordemos a Gustavo, quien, tras intentar entrar a un refugio en una noche de tormenta, por falta de cupos y por haber bebido se acostó en la puerta. Se invocó la ley de faltas, la Policía lo trasladó al juzgado y allí enseguida lo liberaron, en la madrugada. A la intemperie falleció por hipotermia. O políticas higienistas, como la internación compulsiva (ahora eufemísticamente llamada obligación de asistencia). No está mal asistir obligatoriamente: es lo que debería pasar ante la vulneración de los derechos más elementales. El asunto es que, aunque ahora cualquier médico pueda dictaminar si alguien está en condiciones de hacerse daño a sí mismo o hacer daño a otros, luego no hay nada. No hay casi psiquiatras, los tratamientos son casi inexistentes. La obligación de asistencia llega hasta expulsar a la persona y quitarle sus cosas. Recordemos a Daniel: decenas de policías vinieron a sacarlo del lugar. Se asustó, esgrimió una tijerita y puso en peligro a alguien, quizá a sí mismo. Entonces, le sacaron todo: remedios, ropa, mantas, dejaron ahí a su perro. A las pocas horas estaba de nuevo en la calle. Hasta ahí la obligación de asistencia.
También mueven a las personas de un lado a otro. A las y los expulsados, otra vez, de aquí para allá. Eso, claro que sí, es hostilidad. Algo así como ser malvado con la gente que no reconocemos como nuestra. Así alimentamos la distancia social. Y, entonces, a veces son las personas en situación de calle las que intentan «que venga la ley de faltas», para poder tener derecho a la permanencia en un refugio, o desea que la internación compulsiva permita por fin la atención necesaria. Ojalá así fuera.
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Hemos cometido una barbarie. Asesinamos horriblemente (por error, la intención era otra, el objetivo eran otros) a uno de los nuestros. La semana pasada, en Montevideo, un joven de 30 años se tropezó y cayó de bruces contra una serie de metales cortantes colocados en un edificio. Una historia infausta que no nos puede dejar indiferentes. Las fotografías de los pinchos en cuestión –oxidados, desiguales, erectas espinas malvadas– evocan el sadismo del medioevo europeo. Pero nadie se hace cargo. Al fin y al cabo, fue un accidente, un tropiezo letal. Nadie quiso afectar a un buen vecino.
En este caso, quizás no habrá castigo, pero seguro hay criminales. Y quizás no haya un responsable, ni siquiera un responsable concreto, como una asamblea de copropietarios, por ejemplo. Es más complejo que eso.
En un relevamiento que desde la Universidad de la República realizamos con NITEP, encontramos cientos de estos instrumentos hostiles en el centro de la ciudad. Tras presentar los resultados, el Municipio B resolvió intentar limitar esas construcciones, a todas luces irregulares. Ahora, por suerte, con valentía, busca que 300 (!) de esas construcciones, las más obscenas o deterioradas, se retiren. En este contexto, además, se propone una discusión que es eminentemente necesaria. Solo así, conversando, podremos desafiar esa enorme estrechez de miras o, peor aún, ese girar la cabeza tras una muralla hostil, que pide: «No cerca mío». Pero por ahora los resultados son desalentadores. Basta ver los comentarios a la noticia en los medios de comunicación, llenos de odio, de furia, indecentes. Ojalá sean trolls en granjas y no ogros, personas monstruosas, los que están detrás de esas reacciones. Crímenes sin castigo: decir cualquier cosa, poner cualquier pincho, ser hostiles, bárbaros contra quienes no pueden alzar la voz lo suficientemente alto como para defenderse.