La recuperación, en la feria de Tristán Narvaja, de tres cuadernos escolares de más de un siglo de antigüedad, pero impecablemente conservados, es la piedra de toque para estos ejercicios1 de Alberto Lastreto (Buenos Aires, 1951). Se trata de una docena de pequeños cuadros y un video de animación que reproducen e intervienen –modificando y agregando elementos minúscu-
los en clave poética y detallista– algunas páginas de estos cuadernos pertenecientes a una niña que, de acuerdo a las investigaciones del artista, tendría entre 8 y 11 años de edad en el momento de utilizarlos, en 1906. Los originales están a disposición de los visitantes sobre una mesa. Hoy nos impresiona la encantadora caligrafía de la niña y la delicadeza de sus dibujos, así como la no menos sorprendente carga ideológica de sus redacciones. Esto último otorga a los ejercicios de Lastreto, por extensión o por ósmosis, un carácter de obra “íntima y política” (Pino dixit). Es que Lastreto, que se crió en Montevideo pero hubo de exiliarse en 1973 por la dictadura para retornar definitivamente a nuestro país en 2006, encuentra en ellos no sólo una excusa para practicar su prolija manualidad e imaginación, sino también para exorcizar o conjurar, al menos, la extrañeza de un discurso infantil cargado de nociones de clase, de ideas de religión y de violencia latente. Bajo el título genérico de “Las huelgas” la infante del siglo pasado despacha con unas primorosas letritas el siguiente texto: “Es el olvido de Dios y el abandono de la religión de que provienen esas malhadadas huelgas que contribuyen a la ruina de las familias, de las naciones y en una palabra, del mundo entero”. La redacción continúa en un tono similar y Lastreto se limita a introducir recortes de prensa de la época sobre el tópico, escaneados y reducidos a esquelitas mínimas, como trencitos que se cuelan o se escapan del enunciado. Otros ejercicios incluyen dibujos y agregados a partir de los esmerados “deberes” que la niña del pasado realizara en las materias de geometría, astronomía y geografía. El artista los recrea llevando las figuras a la tercera dimensión, generando contrastes con relieves de papel, algodón o lápices de colores. Hay un tono de dulce ironía que se deja deslizar con mucho oficio y conmiseración, como perdonando y perdonándose, con una sonrisa casi contenida, quizás una sonrisa nerviosa que adivina lo terrible, como esas avionetas que en el video de animación sobrevuelan el cuaderno y no se sabe si están paseando o van a arrojar bombas sobre el paisaje infantil, o ambas cosas a la vez.
Es posible que todo se defina en un juego de copia (¿quien copia a un copión tendrá un siglo de perdón?), de reductio ad absurdum, pero en un tono más poético que lógico: los trabajos de la niña se le devuelven con el espíritu burlón del artista que se sirve de ellos para interpelar las nociones de educación, de familia, de nación “y en una palabra, del mundo entero”, con la melancólica constatación del derrumbe de las certezas históricas y los discursos aprendidos.