Ni palmas, ni osos, ni conchas, ni kikitos –el de nombre más enternecedor, el premio de Gramado– de oro, plata o bronce, ni premio de la crítica ni sección especial ni nada por el estilo. Eso es cosa de festivales y por lo tanto de jurados, por lo tanto de tendencias variadas y cambiantes, que tienen además que justificarse emitiendo sustentaciones de sus fallos. El Oscar, en cambio, es un asunto democrático, aunque de democracia restringida a los hacedores del cine de Estados Unidos. Seis mil doscientos cuarenta y un miembros de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, que son los encargados de votar, cada uno dentro de su rubro y todos al de mejor película, a los ganadores. No deja de ser curioso, con estas características, que la ceremonia de la entrega de los Oscar sea por lejos la ceremonia dedicada al cine de mayor popularidad en todo el planeta. La industria del cine ha trabajado muy eficazmente para eso. Al fin y al cabo se trata de premios al cine que mayoritariamente lleva a las gentes a las salas, para muchas de esas gentes, el único cine que existe. La industria de ese cine también ha trabajado muy eficazmente para eso.
Como sabe cualquiera que se moleste en repasar los premios concedidos desde 1929 –están en Internet–, año de inauguración de la entrega de un premio que todavía no se llamaba Oscar, cualquier expectativa puede cumplirse y cualquiera frustrarse en esta ceremonia. La supervivencia de ciertas películas, el olvido de otras y la revalorización de unas cuantas ponen todo el tiempo en cuestión la capacidad de los votantes de cada año para identificar lo que de verdad importa en el cine. El más famoso, sin duda, es el caso de El ciudadano, de Orson Welles, que en el Oscar de 1941 sólo se llevó un premio al guión, aunque perder frente a Qué verde era mi valle, de John Ford, en la categoría mejor película puede considerarse, de todas maneras, una honrosa derrota. Más cercano, y mucho más estridente si se quiere, aunque menos famoso, es que El golpe, de George Roy Hill, resultara la premiada como mejor película descartando a Gritos y susurros, de Ingmar Bergman, que en 2003 Chicago, de Rob Marshall, se impusiera sobre Pandillas de Nueva York, de Martin Scorsese, que en 2014 12 años de esclavitud hiciera lo propio con respecto a Nebraska, de Alexander Payne, y que el último año –pecado de lesa cinematografía que debería pasar a la posteridad como uno de los fallos más conservadores de la historia– Birdman, de Alejandro González Iñárritu, fuera preferida a El gran hotel Budapest, de Wes Anderson, y a Boyhood, de Richard Linklater. Aclarando que si El ciudadano y Gritos y susurros, cada uno a su manera, pasaron hace rato ese tamiz del tiempo que las coloca donde legítimamente deben estar, en el caso de las nombradas después se trata de puras valoraciones personales (que por suerte, doy fe, no son solitarias ni mucho menos únicas). Pero así es, y hace años que los fallos de la famosa Academia nos preparan para resignarnos a que en el Oscar puede pasar cualquier cosa, y que el arte cinematográfico no tiene demasiado que ver en el asunto.
PAREJITO PAREJITO. Este año 2016 los 6.241 nombrados más arriba –los votantes, mayoritariamente blancos y de edad madura, según un periódico californiano–, que generarán como cada año risas auténticas y risas fingidas, no se enfrentan a grandes retos o diferencias abismales. De las que aspiran al premio como mejor película, sólo Marte, de Ridley Scott, aún no aterrizó por nuestras pantallas. Entre ellas hay dos (La gran apuesta, de Adam McKay, y Spotlight, de Thomas McCarthy) que se inscriben en una buena tradición de rescate de hechos y sucesos que develan con garra algunas pústulas de la sociedad contemporánea en general y estadounidense en particular; una resurrección de un hito del cine de acción futurista (Mad Max: furia en la carretera, de George Miller), una tersa historia de corazones sensibles en un paseo por los dulces cincuenta (Brooklyn, de John Crowley), una aventura de colosal resistencia de un hombre enfrentado a todas las adversidades (El renacido, de Alejandro González Iñárritu), otra aventura de resistencia, encerrada y afectiva, de una madre enfrentando otras adversidades (La habitación, de Lenny Abrahamson), y una “epopeya americana” al viejo estilo, esas en las que un hombre común puede cambiar la historia, narrada de forma maravillosamente clásica por Steven Spielberg (Puente de espías). Todas ellas –excluyo la aún no vista Marte–, pese a sus diferencias, comparten el carácter de ser películas capaces de instalarse con razonable permanencia en las carteleras de todo el mundo, pero sin constituirse en grandes fenómenos de taquilla o en objetos de culto o en oportunidad de encendidas polémicas a favor y en contra. O sea, ninguna es una de esas películas que se encargan, de tanto en tanto, de revolver el avispero y de hacer soñar en que, por algún tiempo en general breve, la inquietud –hablar de arte es demasiado presuntuoso– y la industria pueden encontrarse. Un Oscar razonable en un mundo que hace rato dejó de serlo. (Aunque hay una no-correspondencia que no suena y nunca sonó razonable: ¿cómo es que el rubro mejor director no se corresponde con el de mejor película? En la lista de postulados a mejor director, este año, sólo quedan fuera los dos “clásicos”: Steven Spielberg y Ridley Scott.)
Quedan otros rubros para consolarse, y para que en los créditos de cada película aparezca la leyenda que dice que ésta ganó tal o cual Oscar, o que fue postulada. El público en general, críticos incluidos –o al menos una buena mayoría–, difícilmente aprecie y menos recuerde, después, cuál fue el premio a la edición o a la mezcla de sonido (injusticia, pero así es). Los más jóvenes, que han desarrollado una curiosa erudición en asuntos específicos, quizá atiendan a los efectos especiales. Y hay otro rubro que, poco a poco, ha ido remontando el cerco de indiferencia a lo que no es glamoroso y visible: el de la fotografía, que no será glamoroso pero es lo más visible que pueda pedirse en este asunto. Puede dar fe de ello el mexicano Lubezki, a un paso de convertirse en el primer director de fotografía en ganar tres Oscar seguidos si lo favorece El renacido, después de haberlo ganado en 2015 por Birdman y en 2013 por Gravity, de Alfonso Cuarón: embestida mexicana en toda ley. Qué pensaría su compatriota y colega, el enorme Gabriel Figueroa, que sólo fue postulado en 1964 –y no ganó– por La noche de la iguana.
ESPEJO ESPEJITO. El resto esperará a ver quiénes resultan la mejor actriz y el mejor actor, otro resto un poco menor atenderá al mismo rubro pero en reparto. Después de todo, son esos rostros y esos cuerpos los que vemos, amamos, detestamos o nos resultan indiferentes cuando nos enfrentamos a la pantalla: los vehículos de la emoción, la risa o la reflexión, tan cercanos y tan lejanos. Son todos muy buenos los actores ahora postulados: Leonardo di Caprio –llegan a paspar los infinitos artículos sobre por qué este actor esforzado y magnético nunca fue premiado–, Matt Damon, Michael Fassbender, Eddie Redmayne –que lo ganó el año pasado por hacer de Stephen Hawking–, y seguramente Bryan Cranston (por Trumbo, aún no proyectada aquí). Como son muy buenas Cate Blanchett, Brie Larson, Jennifer Lawrence, Charlo-tte Rampling, en concurso por 45 días, tampoco proyectada aquí. (Ya no hay, o casi no hay, aquellos rostros convertidos en leyenda que algún director o productor avisado descubría en la caja de un almacén o atendiendo una mesa: los de hoy, todos estudian, se perfeccionan, y más allá de su carisma personal o de lo que puede extraerles un director, encaran su trabajo muy seriamente.) Con un detalle: este año no hay como candidato ningún intérprete negro, hecho denunciado como discriminación por el director Spike Lee y la actriz Jada Pikett-Smith, generando las reacciones y adhesiones usuales y hasta la posibilidad –no confirmada– de que a partir de 2017 también en este asunto se recurra a las “cuotas”.
Para compensar, el mexicano González Iñárritu postula por segunda vez, su compatriota Lubezki pisa la gloria, un filme brasileño aparece entre los mejores de animación (El niño y el mundo, de Alê Abreu), y El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra, por primera vez pone a Colombia en la fila del Oscar, en el rubro mejor película de habla no inglesa, donde revistan quizá las cosas más interesantes entre las que serán revitalizadas por la ceremonia ya rutinaria de una industria que se homenajea a sí misma.
Cosas de Hollywood. Y como lo prueba la historia, nadie quedará conforme.