Me encontraba instalado en el sillón de una sala de espera y de golpe entró Beatriz Salomón, con medias de red y un tapado de piel.
—Llamaron de semanario Brecha para usted. Quieren que escriba algo acerca de la serie de Menem.
—¿Menem?
—Sí. El gobernador de La Rioja.
—Ya sé quién es Menem. Pero ¿una serie? Momento. Ese tapado me suena conocido.
—Me lo prestó Gra Borges o Su Giménez. ¿O fue Graciela Alfano? No me acuerdo.
—¿Pero no es el mismo que usó María Julia en la famosa tapa de Noticias?
—¿La hija de Alsogaray? Ni idea.
—¿En qué año estamos?
—En 1987, claro.
—¡Todavía no cerró Pumper Nic! ¡Estamos a tiempo de evitar el desastre!
Salí de la oficina y corrí por el medio de la 9 de Julio gritando: «¡El fin se acerca! ¡Voten a Cafiero, o al facho de Angeloz igual! ¡Al Turco nooo!». La multitud circulaba indiferente a mis premoniciones. Era como si me hubiese vuelto invisible. En medio de aquel mar de gente, un tipo pareció notarme: era Julio de Grazia, el actor. Me dirigió la mirada más triste del mundo. Me desperté sobresaltado, preguntándome qué tendría que ver Julio de Grazia con todo eso. Parece que el tipo dijo que se pegaría un tiro si Menem ganaba las elecciones. Me sentí culpable por no haberle aconsejado que no se disparara en la frente, sino en la boca, por ejemplo, aunque probablemente tampoco me hubiera hecho caso. El pobre Julio, gran actor, agonizó tres días en un hospital. Ni el tiro del final. Un presagio de lo que sería la década.
Entonces, ¿hay serie sobre Menem? ¿Cómo es posible? Si todos lo detestan y nadie nunca lo votó. La década del 90 es una laguna en la memoria del peronismo, un trauma colectivo. Y, del lado del antiperonismo, los gorilas nunca le perdonaron al Turco ese neoliberalismo populista improvisado, de negros y grasas que no habían tenido la precaución de ser egresados del Cardenal Newman (como los jerarcas del posterior gabinete de Macri). La última vez que prendí la tele, para nombrarlo lo llamaban Méndez o se tocaban el testículo/mama izquierdo/a. En Argentina la etiqueta de yeta es peor que la de corrupto.
La serie, al fin.
Bueno. En efecto, hay una serie sobre Menem. Seis capítulos que empiezan y terminan con la muerte nunca aclarada de Carlitos Jr. En el medio se va hilando el retrato de un tipo feo, petiso, negro y del interior, que, a base de un enorme carisma y una vocación de poder casi patológica, sedujo a vedetes, periodistas, empresarios, políticos rivales, sindicalistas y mandatarios extranjeros. Prometió todo a todos, traicionó a muchos y algunos se lo cobraron.
Ganó elecciones, se codeó con deportistas y estrellas de rock, aplastó a los tiros un levantamiento carapintada, terminando para siempre con el «partido militar» (a la vez que garantizaba la impunidad). Desalojó a su familia de la casa presidencial, voló un pueblo entero para encubrir un contrabando de armas. Dio vía libre al espejismo de Cavallo «un peso, un dólar» que transformó Argentina en una fiesta de consumo desaforado para algunos. Alto Avellaneda, Miami en Buenos Aires y Miami en Miami. Y si bien el menemismo como proyecto político murió con el final de su gobierno, un menemismo cultural relacionado con el consumo como elemento central, aún en carácter aspiracional, de productos importados, viajes al exterior, etcétera, lo sobrevivió.
La serie (al igual que la de Coppola, del mismo Ariel Winograd) tiene la virtud de meternos de lleno en la época. Hay mucho nailon amasado, pelos con brushing, lo peor de la banda sonora de aquellos años, incluyendo «Batida de coco», de Derek López y un cameo del propio Ricky Maravilla.
Algunos trazos mínimos que se van dejando caer alcanzan para ilustrar la situación del país que le cayó encima a Carlos Saúl seis meses antes del plazo constitucional. Un corte de luz, un teléfono que no funciona, la noticia de un saqueo. «Io estoy listo si es nesario», contesta el Turco ante el emplazamiento de Bernardo Neustadt.
* * *
Ariel Winograd mezcla hechos y personajes reales con ficticios, tal vez por pragmatismo (en el país de las cartas documento y los bozales legales), pero también es cierto que existen historias tan desaforadas, tan increíbles, que no hay forma de contarlas apegándose estrictamente a los acontecimientos. Ver al Carlo llegando a caballo, cual nuevo Tigre de los Llanos, a encontrarse con una esmirriada multitud de unas 20 personas a las que se les prometió un asado me recordó los versos de Caetano Veloso: «Será que nunca faremos senão confirmar/ A incompetência da América católica/ Que sempre precisará de ridículos tiranos».
Olegario Salas (Juan Minujín), el fotógrafo de barrio, el tipo común que por casualidad termina subido al circo del poder, es el Virgilio ficticio que nos hace conocer la máquina por dentro. La familia de Olegario es paradigmática de las contradicciones de la época. Amanda, su esposa, costurera devenida en empresaria, representa esa parte de la Argentina que progresó en la era menemista. Una escena la muestra indignada por no poder viajar a Europa frente al piquete de los empleados de Aerolíneas Argentinas que protestan por la privatización. Por otro lado, Miguel, el hijo de ambos, personifica al periodismo independiente que intenta romper el blindaje mediático denunciando los negociados.
(Acá hago un paréntesis para señalar algo lateral. Los guionistas de la serie bautizaron a uno de los asesores de Menem –un perejil al que cargan a la primera de cambio con la responsabilidad de una corruptela– con el nombre de Horacio Rubino. Horacio Rubino. ¿Un palito para el noble oficio uruguayo del parodismo? Supongo que Daecpu [Directores Asociados de Espectáculos Carnavalescos Populares del Uruguay] tendrá que tomar cartas en el asunto.)
Hablando de los personajes reales, si el Menem de Sbaraglia está excelente, Zulema no se queda atrás. Es muy buena la interpretación de Griselda Siciliani de esa mujer que por motivos obvios tiene cierta inmunidad a la seducción del presidente, y aparece como un punto fijo en medio del torbellino del poder. Toda la familia Yoma también está muy bien lograda. Amira, Emir e Ibrahim parecen salidos de los Soprano. Otras caras conocidas son Cavallo, María Julia Alsogaray, Neustadt y Ruckauf. Y Alfonsín, fugazmente, en el pellejo de Fernán Mirás.
La serie consigue, sin solemnidad, con ritmo de zapping y videoclip, revivir una época de memoria conflictiva. ¿Romantiza un gobierno neoliberal y corrupto? Sí. Una pregunta más inquietante: ¿Será posible que en unos años otra serie retrate de forma edulcorada a Milei y al circo de fanáticos y fachos que lo acompañan?
La serie puede verse en Amazon Prime.