El filme comienza en un presente familiar que, a poco de rodar la historia, se vuelca a un largo flash back, que es la película en sí. Ésta presenta a Gabrielle (Marion Cotillard), una jovencita que, en los primeros años cincuenta, vive con sus padres y su hermana en la granja familiar, y se muestra apasionada por un profesor, probablemente casado y en todo caso para nada interesado en ella. El deseo femenino desbocado y desinhibido, en un ambiente como ese, provinciano y respetable, causa pavor, y así, ante los desplantes histéricos de la muchacha, sus pragmáticos padres resuelven casarla sí o sí con José (Alex Brendemühl), un trabajador español huido de la España franquista. Es la perfecta pareja en las antípodas: ella, sumergida en sí misma, cerrada hasta el delirio; él, estólido, realista, inamovible en sus propósitos de seguir adelante, en apariencia también cerrado pero mostrando, en mínimos gestos prácticos, disposición a abrirse. Después de un mecánico encuentro sexual y un frustrado embarazo, José lleva a su esposa a una estación termal en Suiza para que la curen de sus cálculos renales (el “mal de piedras” del título original1). Allí, en un hotel enorme e inhóspito pero rodeado de una portentosa geografía, Gabrielle conoce a André (Louis Garrell), un teniente del ejército francés herido en Indochina, al parecer sin esperanza de recuperación. Ese hombre oscuro, parco, solitario y joven, vuelve a desatar la obsesión en la muchacha, que se sumerge otra vez en un sueño romántico y sensual, lo único que parece poder sacarla de su permanente indiferencia ante el mundo.
Es el cuadro del delirio amoroso por antonomasia, tan adolescente, el que vive y se alimenta a pura imaginación, el de una Emma Bovary más cercana en el tiempo pero no tan distante en la situación y los sentimientos. Un retrato del romanticismo exacerbado que salta de la mente a los sentidos y que además, en este caso, introduce en su desenlace un elemento surreal que bordea la cursilería rosa. Basándose en una exitosa novela de la italiana Milena Agus, la actriz y directora francesa Nicole García desarrolla esta historia –sobre guión elaborado por ella misma con Jacques Fieschi– con un ritmo pausado, atendiendo sobre todo al paisaje interior que se refleja prácticamente durante toda la narración en el rostro sensible de Marion Cotillard. Una actriz que puede a los 40 años representar con convicción a una mujer apenas salida de la adolescencia, tal como pudo, con casi 30, encarnar con sus matices dolorosos y excéntricos a Edith Piaf en todas sus edades. A su lado se sostiene muy bien Alex Brendemühl como ese hombre de callados sentimientos. El dúo-duelo entre ambos, sucedido en gestos, miradas, actitudes, resulta el elemento central de la tensión narrativa, pese a que no sea el estoico marido el que catapulta el deseo febril de Gabrielle sino el desdichado teniente (curiosamente apellidado Sauvage).
Es una película como de otros tiempos, que se ocupa del desborde emocional sin apelar al desborde formal, o a cualquier audacia expresiva, apoyándose, al contrario, en una delicada y cuidadosa factura de corte clásico, y cuya esencia probablemente resulte extraña a –parte de– la sensibilidad de hoy, al menos a la que se manifiesta abiertamente.