Debe haber en nuestros genes cinéfilos –y no sólo en los nuestros: ver la cantidad de premios que esta peliculita1 obtuvo– uno que nos impulsa a sobrevalorar, o al menos agradecer, cualquier cosa con aire de comedia que venga de Italia. Hablo de los mayores, naturalmente, los que además de las cumbres de Fellini, Visconti, Antonioni o Pasolini vivieron magníficas infancias, adolescencias y juventudes gracias a Dino Risi, Mario Monicelli, Pietro Germi, Luigi Comencini, Vittorio de Sica, Pasquale Festa Campanile, Luigi Zampa, Franco Brusati, y tutti quanti. Groseros, deslenguados, absurdos, vitales, excesivos –los adjetivos podrían seguir un buen rato–, esos tanos hablaban tanto de ellos como de nosotros, de un nosotros aún inconfesable o por lo menos intraducible, por pudorosos, y porque todavía no teníamos algo que se pareciera al cine.
En Italia se siguió haciendo cine, se hace cine, pero la correa de comunicación se vio interrumpida, y en buena medida aún lo está. Pero cada tanto llega alguna película italiana, y otros nombres, tanto de actores como de directores, llaman la atención de los nostalgiosos de aquel gran cine italiano. Algo de esa atención, que se mezcla con expectativas no exentas de indulgencia y algo de paciencia, privilegió en estos lares la exhibición y aceptación, por ejemplo, de La prima cosa bella, de Paolo Virzi –que para más lazos filiales, tenía como protagonista nada menos que a Stefania Sandrelli, una sobreviviente de los buenos viejos tiempos–, alguien que parece decidido a retomar, desde sus coordenadas de hoy, el espíritu de la vieja comedia a la italiana. No está mal, retomar las sendas que marcan algo así –término ambiguo, si los hay– como una identidad. Serás lo que debes ser, o no serás nada, es un viejo dicho. Bueno, este Virzi sin duda se inscribe en la búsqueda de ese ser. Bien por él.
Tutti i santi giorni busca esa mezcla de comedia y melodrama que ya estaba en La prima cosa bella, un filme ingenuamente –o comercialmente– predecible en sus intenciones. Más concentrado, más atento a los ecos de su propio tempo, trae el retrato de dos seres muy queribles: él, Guido (Luca Marinelli, que bien podría ser un “separado al nacer” de Roberto Suárez), un erudito en cultura clásica que prefiere ser conserje nocturno de un hotel porque le permite leer todo lo que quiere, en vez de postularse para una beca en Estados Unidos, ella, Antonia (la cantante Thony), una siciliana con un pasado de rockera heavy, y un carácter acorde a ambas condiciones –digamos, difícil–, formando una pareja muy, muy enamorada –pese, o quizás por, las notables diferencias entre ambos–, pero que incuba el predecible deseo de procrear, y el asunto no les sale. Todo ese fluir de encuentros y deseos, incluyendo descacharrantes apuntes de Guido en su trabajo y la gimnasia masturbatoria y hasta gimnástica y competitiva para lograr una fecundación in vitro, son trazos seguros, gozosos, en su formulación irónica pero para nada maledicente de situaciones que no por absurdas dejan de tener un básico, real, componente humano. Y está probado, uno se ríe mejor de aquello que es creíble, o probable. Sin embargo, en una elección incomprensible, Paolo Virzi apuesta “a más”, y ahí está el problema. No hacían falta, y mas bien molestan, la inclusión de un vecino machista y bestia que es como el contratipo de Guido, o el anterior compañero y partner artístico de Antonia, un tarado casi autista tal cual está presentado, ni tampoco el contraste entre la familia cálida y bondadosa del uno y el autoritarismo mafioso de la familia de la otra. Cabe aclarar que, aun con estos excesos que para algunos –como quien escribe– son yerros de calculadora, Tutti i santi giorni se ve con una sonrisa, porque el espectador, humano al fin y al cabo, termina por querer a Guido y a Antonia –mérito de ellos, y del realizador– y quiere que todo termine bien para ellos. No hay caso, es la nostalgia de la vieja maravillosa absurda carnal comedia italiana. De la cual se puede aprender, y aprovechar, no se sabe hasta cuándo. Ya se sabrá
1. Italia, 2012.