El álbum fue lanzado en 1985, a la par de Brindis por Pierrot. Para un disco tan particular, no fue un buen momento: quedó a las sombras del éxito de Jaime, que estaba encapsulado en la efervescencia renovadora uruguaya, totalmente en sintonía con la salida de la dictadura. Esto no dejó ni un foco libre para un trabajo cuya estética estaba muy cargada de oscuridad. ¿Qué tiempo había para la melancolía cuando el ánimo general era el de reencontrarse con la felicidad?
La tapa presenta a Estela en un blanco puro y a Jaime en un negro grisáceo, en un paisaje citadino desolado. Ambos tienen las miradas perdidas y desencontradas, y detrás puede verse una fachada antigua y cerrada, hecha añicos. La mujer y el hombre están vivos, pero se han vuelto sustancia inerte.
El dúo se presenta como una real colaboración: Estela es la compositora, Jaime el arreglador y ambos escriben las letras. Como en la tapa, se complementan. Las letras miran al pasado para intentar seguir, pero con la conciencia de que, antes, hay algo que remediar. En retrospectiva, eso tiene mucho que ver con su contemporaneidad. Recuerdos, pérdidas, dolor, injusticia. Es un disco sobre un duelo, sobre un vacío que pide un espacio y un tiempo. Un duelo como una muerte injusta.
La música es muy ecléctica: oscila entre lo completamente acústico y lo radicalmente electrónico. Pianos o guitarras acústicas y sintetizadores, baterías acústicas y percusión electrónica, voces y teclados que las simulan: los extremos sin ningún puente dejan, como las letras, espacios vacíos. La raíz de la armonía es tradicional, pero siempre con arreglos que la llevan para otro lado. A su vez, es un disco muy rítmico, no en el sentido de polirritmia, sino por su gestualidad. Un disco muy para adelante, al estilo Beatles. Es que tanto la armonía como el ritmo tienen algo muy inglés.
Aunque la formación instrumental se puede reducir a un clásico combo de rock, los instrumentos rara vez se presentan simultáneamente. Aparecen, se van, se alternan. Es lo contrario a una pared sonora, es como si el espectro estuviera concentrado en zonas. Los sonidos construyen un silencio que se vuelve cada vez más inmanente. La mezcla no se aleja de este concepto. En «Garabatos», la guitarra acústica está bien adelante y la voz atrás. Pero, en seguida, está «Es como», canción en la que la voz pasa a la delantera y el piano no solo está por detrás, sino que fue grabado desde lejos. Mientras que la mayoría de los discos respetan una posición fija para la mezcla, este se mueve constantemente en su propio espacio. Sin embargo, nada tapa nada, ni siquiera al espacio en sí. Lo que está más atrás tiene su lugar para ser oído. Los personajes se alinean para que ninguno quede a la sombra, pues siempre hay un hueco grande para verlos.
Hoy, el disco suena a «música de los ochenta». Pero no era eso en su momento: es nuestra lectura, y eso habla más de este presente que del ayer. Es importante contextualizar el disco para ver qué quisieron decir en ese entonces. Pero, a la vez, ¿qué importa? La temporalidad de una música no debería considerarse solamente en su contemporaneidad, sino también en la escucha que podemos hacer hoy. Un trabajo artístico no es un archivo. ¿Es lo mismo escuchar este disco en 2021 que en 1985? Como una vez me dijeron, «algunas luces que antes no estaban encendidas hoy puede que sí».
ESCUCHAR EN VINILO
Si el disco ya había sido reeditado en CD, ¿qué ofrece este formato? El fetiche por el objeto de colección es, sin duda, el punto de partida. Se trata de un artículo que da prestigio a sus usuarios en los ámbitos más hípsters. Ferias, cuentas de Instagram, fanfarronear acerca de la colección –y si hay rarezas, aún mejor– para que otros se sorprendan del «conocimiento» que uno tiene. Incluso hay gente que, en ciertas fiestas, reproduce música desde vinilos y lo anuncia como si eso le diera una mayor legitimidad. En el presente mercantil de la música, el vinilo es uno de los pilares más elitistas.
Siempre se dice que proporciona la posibilidad de otra escucha. Se habla de calidad, pero esto, realmente, no es notorio. La supuesta diferencia se justifica con el sonido de púa, pero me atrevo a decir que ese rescate responde más a evidenciar la existencia del objeto que algo esencialmente sonoro. Además, en Youtube podemos encontrar digitalizaciones de vinilos donde ese sonido está presente.
Pero en el vinilo hay algo análogo al libro. Tenerlo en las manos lo vuelve más cercano y tangible, a diferencia de lo que pasa con las plataformas digitales. Da la sensación de que uno está a solas con ese disco, de que no hay ningún otro.
Por otro lado, nada es menos práctico que escuchar un vinilo. Hay que limpiarlo, asegurarse de que esté girando a la velocidad correcta, bajar la púa. No se puede escuchar de corrido porque luego hay que darlo vuelta y, si uno quiere retroceder, la imprecisión para hacerlo es enorme. El vinilo, como medio de comunicación, va en contra de toda la lógica contemporánea.
Creo que la respuesta es simple: se trata de un ritual. En una sociedad cada vez más profana, el ritual personal y colectivo del arte tiene la potencia de convertirse en acto de resistencia. La música, como algo que no es objetivable sino efímero, mantiene, así, algo de esa esencia primigenia. Es hasta un compromiso: la escucha en vinilo tiene la potencia de detener el tiempo.
Pero tampoco se trata de hacer una apología del vinilo ni de nada más: si hay algo peligroso es creer en la inocencia de los objetos. Spotify está creado con el fin de propiciar una escucha rápida y superficial, en la que resulte fácil pasar de una cosa a la otra. Podríamos darle otro uso, pero es el propio medio el que responde a esa exigencia. Del mismo modo, la potencia del vinilo no existe en un sentido material sino simbólico y humano, porque nos recuerda que necesitamos dedicarle a la música su propio tiempo. Ojalá cada actividad la viviéramos como un ritual y nos comprometiéramos con la mayor de las pasiones, en verdadero vínculo con el presente.