Hace algo más de un mes, el Instituto Nacional de Estadística (INE) comenzó a presentar algunos datos del Censo de Población, Hogares y Viviendas elaborado a partir de los primeros meses de 2023 y terminado en los finales de ese año. No los datos, sino algunos datos, porque la información todavía está lejos de ser completa. Desde entonces, el instituto ha ido ofreciendo más información, pero solo en forma general y, sobre todo, conclusiones más que datos detallados. Ello no fue obstáculo, sin embargo, para que los titulares (de los medios, pero también de los informes del propio INE) enfatizaran cuatro o cinco cosas bastante recurrentes: que la población creció muy poco entre censos; que en la distribución etaria aumentó el peso de las franjas mayores; que la educación alcanzada depende de las posibilidades económicas; que los hogares unipersonales aumentan mucho y el número de personas por hogar sigue disminuyendo, y –por supuesto– que hay demasiadas viviendas desocupadas, lo que hace pensar que el problema de la vivienda se solucionaría si estas fueran ocupadas.
Este último tema es el que conozco mejor y, como no he sabido que se le hayan puesto matices a ese razonamiento, creo que es útil hacerlo. En efecto, se corre nuevamente el riesgo de que un razonamiento equivocado conduzca a la decisión equivocada de que no hace falta construir más viviendas. Pero antes de entrar en ese laberinto, vale también la pena relativizar un poco los resultados de este censo, porque hay razones para hacerlo.
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Como es sabido, por primera vez en nuestro país un censo general se hizo, en parte importante, en forma autoadministrada; esto es: lo hicieron las propias personas censadas, aprovechando las ventajas que hoy da la informática. Normalmente, los censos se hacían por encuestadores especialmente capacitados y en un solo día, o al menos en un lapso relativamente corto, lo que se modificó en 2023, porque una parte de la población se autocensó sin más capacitación que la difundida por el INE y el censo se prolongó durante varios meses: la etapa virtual autoadministrada llevó casi uno y la presencial, llevada adelante por censistas a las personas que no lo habían completado virtualmente, otros cuatro.
Un censo es una fotografía: describe la realidad en un momento determinado y, para que esa descripción sea lo más precisa posible, es necesario que el tiempo de exposición sea razonablemente corto y que la mano del fotógrafo sea firme. De lo contrario la foto sale movida. Está claro que la mayoría de las personas autocensadas estaba menos capacitada para hacerlo que un encuestador especialmente seleccionado e instruido. Esto no debe conducir a descartar el cambio de metodología ni los resultados obtenidos, pero sí a leerlos con cuidado, porque en estos análisis interesan no solo los valores absolutos (cuántas viviendas hay, por ejemplo), sino también los relativos a mediciones anteriores, lo que se complica cuando cambiamos la metodología. No leer estos datos con cuidado puede llevar a adoptar (o a justificar) políticas socialmente regresivas.
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En cuanto a las viviendas desocupadas, el concepto va más allá del de una vivienda vacía e implica una continuidad en el tiempo. El Manual del Censista de 2011 las define como aquellas «donde no reside ningún hogar en forma habitual» y dice que esa situación puede deberse al uso temporal (caso de las de balnearios); a que se encuentre en proceso explícito de alquiler o venta, para lo cual estar vacía suele ser un requisito de mercado; a que, aunque ya posea cerramientos, esté aún en construcción o en reparación; a que sea o esté ruinosa, destruida o inhabitable; a que esté vacante, esto es, que, «por motivos legales o voluntad de sus propietarios, se encuentre sin residentes habituales», y añade una última subcategoría: ignorado, que incluye las viviendas sin información.
Esta clasificación permite desagregar cuáles de las viviendas desocupadas están disponibles, o sea que pueden ser utilizadas para satisfacer necesidades de vivienda: no las de temporada, porque otra es su función y su ubicación; ni las que están en construcción o en reparación, hasta que se terminen (pero entonces otras entrarán en ese proceso); ni las inadecuadas; ni la parte de las que están en alquiler o venta que deben estar desocupadas para el funcionamiento de esos mercados; ni aquellas vacantes con problemas legales que impiden su utilización. Por lo tanto, para el stock disponible solo se puede contar el posible exceso de la oferta en alquiler o venta y aquellas vacantes que lo están por decisión de sus propietarios. Y aún habría que restar las viviendas obsoletas (las que deben ser reemplazadas porque su costo de utilización y mantenimiento es excesivo frente a su valor material actual).
Lamentablemente la discriminación anterior, utilizada en 2011, no lo fue antes ni después. En 2023 sí se separó la desocupación estacional y las situaciones de alquiler, venta, construcción y reparación, pero no las inadecuadas ni las vacantes, que entran todas juntas en la bolsa de otros.
Las metodologías más aceptadas para calcular el déficit habitacional absoluto (cuántas viviendas se necesita construir) parten de comparar los hogares existentes con las viviendas actualmente ocupadas más las desocupadas que podrían ocuparse. La existencia de ese stock desocupado ocupable ya se consideró, por ejemplo, cuando el Ministerio de Vivienda calculó, en los planes quinquenales de 2015 y 2020, con base en el Censo 2011, que el déficit absoluto alcanzaba unas 52 mil y 57 mil viviendas, respectivamente. Con aproximaciones más finas, los valores obtenidos son mayores, pero estas cifras fueron avaladas por dos gobiernos de signo muy distinto y bastan para establecer que hay un problema, y que es muy importante.
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¿Qué novedades introducen los resultados conocidos del Censo 2023? Solo algunos comentarios de los muchos posibles:
—Pese a que la población aumentó poco, la multiplicación de los hogares unipersonales produjo un aumento del número de hogares particulares (24 por ciento) en un porcentaje mayor que el aumento de las viviendas particulares (19 por ciento), por lo cual la situación entre censos no puede haber sino desmejorado: aumentaron más los hogares demandantes que las viviendas ofertadas.
—Creció el porcentaje de viviendas desocupadas respecto al total de viviendas existentes con relación al censo anterior, pero lo hizo escasamente: algo menos del 20 por ciento contra el 18 por ciento.
—El aumento de las viviendas desocupadas del Censo 2011-2012 al siguiente se produce, fundamentalmente, por las que están en alquiler y/o venta y las otras (gráfico 2). De estas, aunque no está discriminado, lo más probable es que se deba, sobre todo, al aumento de las vacantes y, dentro de estas, de las que son retiradas del mercado por voluntad del propietario. El aumento de las unidades en alquiler y venta entre 2011 y 2023, período de desarrollo de la vivienda promovida, es muy posible que tenga una fuerte relación con ella: viviendas adquiridas como especulación financiera o incluso para lavado de activos y por consiguiente no destinadas, por lo menos inicialmente, al mercado. Reafirma esta hipótesis el hecho de que una parte muy importante de ese incremento está en Montevideo, donde se concentra el 80 por ciento de la inversión en vivienda promovida.
—En cambio, las viviendas en construcción o en reparación, así como las de ocupación estacional (salvo en el litoral sur del país, donde está la mayor proporción de viviendas desocupadas y la mitad o más son de temporada), registran incrementos moderados.
De todas formas, el gran misterio en este análisis es de qué se componen al momento actual esas viviendas desocupadas otras, que han crecido sustancialmente de 2011 a 2023 (60 por ciento) y, en particular, cuántas de esas viviendas pueden considerarse realmente disponibles.
Hace ya algún tiempo un equipo interdisciplinario de técnicos de la Intendencia de Montevideo abordó este tema y llegó a conclusiones que arrojan luz. En un artículo sobre ese estudio, que lleva el sugestivo título de «La caída de un mito y propuestas de acción»,1 se consigna que el equipo revisitó los inmuebles de una zona de Montevideo que el Censo Fase I de 2004 catalogaba como vacíos, sin estar en alquiler o venta, y cuatro años después encontró que solo un 10 por ciento de ellos continuaba desocupado y que, en cambio, otros considerados ocupados ya no lo estaban.
De ello concluyen que «el universo de las fincas vacías» lo componen dos tipos de vivienda. En primer lugar, el de las que «hace largo tiempo» no han sido ocupadas: inmuebles con problemas de titulación, complejidades en la propiedad, en extremo ruinosas, que tienen embargos o deudas que dificultan su utilización. Estaban vacías en 2004, lo seguían estando en 2008 y probablemente lo están aún en 2025. En segundo lugar, están «aquellas fincas que en determinado momento están vacías, pero que se mueven dentro del mercado inmobiliario. Aunque no tengan signos externos de estar en alquiler, en venta o en reparación, sí lo están, y hoy se encuentran vacías, pero mañana se ocuparán». Por consiguiente, aunque actualmente no estén ofrecidas, su destino es estarlo y, por lo tanto, debemos contar con ellas en la política habitacional.
Pero ¿cuántas son? Y ¿por qué no están ofrecidas? En el trabajo citado se presume que la respuesta a la primera pregunta es: «Muchas», pero sería necesario precisar la cifra y actualizarla mediante otro estudio similar o una encuesta. En cuanto a la segunda pregunta, las explicaciones posibles pueden ser muy variadas, pero probablemente predominen dos: el propietario está esperando un momento más propicio para volver a ofrecer el alquiler o la venta, o tiene dificultades para hacerlo por la vía formal: falta de recursos para ponerla en condiciones, de financiamiento para enajenarla, etcétera. Lo primero puede ser asistido por el Estado con créditos blandos para refaccionar, a cobrar con lo que se perciba de alquiler; lo segundo, con líneas de financiamiento para la compraventa de vivienda usada, pero también con tributos sobre la condición de desocupación, como habilita la ley 18.308, de Ordenamiento Territorial y Desarrollo Sostenible, que establece «el deber de usar». Pero aun si esas viviendas fueran ofrecidas, lo que contribuiría a equilibrar mejor el mercado, seguiría existiendo una dificultad de acceso, que puede abordarse otorgando créditos y subsidios al destinatario. En todos los casos, el Estado tiene mucho para hacer.
Entonces, ¿déficit de acceso o déficit de stock? Pues bien: déficit de acceso, sin duda, y déficit de stock, también sin duda. Para solucionar lo primero, hay que facilitar (no eliminar) las garantías, regular el mercado y otorgar créditos. Para lo segundo, hay que construir viviendas. Y para ambas cosas, destinar los presupuestos necesarios, porque todo ello tiene costos.
- Cristina Fynn, Martha Siniacoff, María Rosa Roda, Noemí Alonso, Miguel Meny, Ricardo Martínez y Enrique Machado, Vivienda Popular, número 19, octubre 2009. ↩︎