Los desaparecidos no eran, solamente, la cara de una foto, un apodo o una fecha de cumpleaños; también eran los poemas que creaban o compartían, las películas que los emocionaban, las canciones que cantaban a sus hijos. En esta nota, algunas de sus historias mínimas aportan, para la construcción colectiva del recuerdo, una dimensión que ha sobrevivido como herencia para las nuevas generaciones: la dimensión de lo sensible.
¿Cuánta información cabe en un cuerpo humano? Distintas ramas de la ciencia abordan las entidades corporales, esas unidades biopsicosociales (¿y espirituales?) que transitan por el planeta. La información, entre la hipótesis y cierto grado de certeza, comienza a generarse desde las consultas médicas realizadas por quienes desean concebir y termina con el análisis de nuestros huesos, salvo que estos intenten ser ocultados para siempre.
EDUARDO BLEIER. El 27 de agosto de 2019, el equipo de antropólogos del Grupo de Investigación de Antropología Forense, encabezado por Alicia Lusiardo, confirmó el hallazgo de restos óseos en el predio del Batallón de Infantería número 13. Poco más de un mes después, a esos restos se los pudo nombrar: se trataba de Eduardo Bleier Horovitz. “En el análisis de los huesos nos llamaron la atención ciertas inserciones muy marcadas en uno que correspondía al dedo meñique de la mano izquierda, dos crestas robustas para nada comunes, que a su vez tenían correlación con inserciones musculares muy marcadas en la clavícula izquierda y una depositación de hueso en una vértebra cervical que nos hablaba de la rotación de la cabeza”, cuenta Alicia. “Por lo tanto, sabíamos que rotaba la cabeza demasiado, elevaba el hombro y hacía algo con la mano izquierda que implicaba mucha fuerza en el dedo meñique. Una información, en suma, bastante extraña.” Cuando consultaron a la familia Bleier, encontraron una respuesta que resolvió el misterio: Eduardo había tocado el violín en la niñez y adolescencia, y esas marcas se le habían generado por el apoyo del instrumento y la necesidad de mirarlo, sostenerlo y digitar los acordes. “Esa conclusión fue realmente electrificante”,recuerda Irene, la hija mayor de Eduardo, y, casi sin querer, con una oración sintetiza la razón de ser del equipo de antropólogos: “En la tarea, no sólo buscaron la forma de su muerte, sino la reconstrucción de su vida”. Parte de esa vida está en los orígenes; la madre y el padre de Eduardo fueron parte de la gran oleada de inmigrantes europeos que llegó al puerto de Montevideo en los años veinte. Eran judíos practicantes, ciudadanos de Hungría, y desde allí venían con sus tres hijas. Eduardo nació en Montevideo, pero la historia de su familia fue su presente en la infancia; así fue que las interpretaciones en el violín se centraban en la música clásica húngara de raíz gitana. Según narra una de sus sobrinas en el libro (Des)aparecido,2 en el barrio se lo recuerda “siempre corriendo con libros o con violines”.Irene nunca habló con su padre de música o sobre su experiencia con el violín, pero guarda con mucho afecto otras pequeñas historias artísticas que la tienen como protagonista. Ella vive en Israel. Se fue en 1967, con 17 años, aunque pudo despedir a su padre en Montevideo recién ahora, cuando aparecieron sus restos. En 1973, antes del golpe de Estado, Eduardo viajó a la Unión Soviética y a Europa junto con Rosa, su compañera. Mediante cartas, coordinó encontrarse con su hija mayor: “Nos vimos en Roma y París. En Roma, el arte estuvo muy presente. Le interesaba mucho la creatividad, lo que los humanos hacían con sus manos y cabezas. Recuerdo la expresión de papá, apabullado, sin decir una palabra, mientras miraba el techo de la Capilla Sixtina. Es como si lo estuviese viendo”. Ese viaje significó el último encuentro entre padre e hija. Eduardo se había afiliado al Partido Comunista a comienzos de la década del cincuenta y le faltaban un par de materias para recibirse de odontólogo. En octubre de 1975, en el marco de la Operación Morgan, fue detenido. Se trata de uno de los casos más emblemáticos de ensañamiento físico por parte de los victimarios y de ética política por parte de la víctima. Según las investigaciones en democracia, habría fallecido en julio de 1976. Irene guarda en un baúl cada una de las cartas que su padre le envió. También algunos libros: “Me llevé de Montevideo, y tengo acá adelante, unos libros de Miguel Ángel y Rembrandt que eran suyos. Y tengo uno, que me mandó por correo, con poesías de Neruda; es el último regalo que me hizo”.
MARÍA EMILIA ISLAS Y JORGE ZAFFARONI. Laura Menoni y María Emilia Islas fueron grandes amigas y compañeras de militancia gremial. Primero durante el liceo en el Zorrilla, luego en preparatorios de Derecho en el Iava y por último en Magisterio. El contexto era determinante: el convulsionado Uruguay de fines de los sesenta, con la juventud y el estudiantado como protagonistas esenciales. Tras la muerte de Líber Arce en agosto del 68, Emi –como la llamaba todo el mundo– escribió unos versos que Lucy Garrido, otra amiga suya de la secundaria, guardó en su memoria como un trofeo, o como un documento político a cuidar de manos enemigas:
Oye tú, a ti te hablo,
a ti, que me miras indolente
cuando paso con los libros bajo el brazo
y sonríes a mi queja, indiferente,
con el rifle de la muerte entre las manos.
A ti, que dices que defiendes la libertad
y contra ella has atentado,
que te visten de verde, azul o blanco
y que llegas aquí por un mandato,
el cual cumples sin temor ante la turba
y por él no dudas en lanzar el palo.
En el libro Los padres de Mariana,3 escrito por François Graña, el texto está citado y es acompañado por una pertinente aclaración: “El poema era más extenso; al filo de cuatro largas décadas, en distintas soluciones que involucraban la intervención policial, Lucy lo ha venido rememorando. Esta suerte de homenaje íntimo a su amiga de 15 cuando ella tenía 13 ha salvado del olvido esos versos de Emi”.
En un sentido lúdico de la construcción de la memoria, ese ejercicio poético embroncado bien podría generar un puente con la apasionada lectura e interpretación que la niña María Emilia realizaba de las poesías de Federico García Lorca en la escuela. No en vano, Laura cree recordar que su amiga prestaba particular atención a las clases de literatura en el Iava, a cargo de una tal Idea Vilariño: “Era muy seria, pero daba clases como una diosa”,resalta. Aun con mayor precisión –si eso es posible–, mantiene en la memoria las idas al cine Princess Theatre, hoy centro religioso, ubicado en Rivera y Requena: “Íbamos a las matiné, cuando te dejaban ver varias películas seguidas con una entrada. Nos encantaba y lo tomábamos como un aprendizaje consciente”. Pero lo más directo que Laura recuerda de María Emilia cuando la piensa como una persona con inquietudes artísticas es su ejecución en el piano:“Emi tenía un piano viejo en su casa, donde estudiaba. Cuando empezamos a militar con más energía, lo fue dejando. Pero tocaba muy bien, música clásica más que nada”.
María Emilia nació el 18 de abril de 1953 y su primera casa fue en el barrio Colón. Cuando tenía poco más de 1 año, junto con María Esther y Ramón, su madre y su padre, se mudó para el Cordón. Frente a su casa funcionaba el Conservatorio Falleri-Balzo, reconocido centro de formación musical, donde María Emilia empezó a asistir aún estando en jardinera. “Si de algo estaba orgullosa yo, era de cómo tocaba el piano”, dice María Esther en el libro de Graña. Ante la frase, el autor hace una puntualización que extiende la anécdota: “Sin embargo, le había prohibido tocar en la escuela, porque no quería que su hija se dejara llevar por la vanidad. Un buen día, la maestra de jardinera le preguntó a su madre por qué María Emilia no quería tocar el piano en clase, cuando todos los demás niños se peleaban por hacerlo. La explicación de la madre le pareció inaceptable, y así se lo hizo saber; luego de esa conversación, Esther autorizaba a su hija a tocar en la escuela”. María Esther Gatti se transformaría con el tiempo en una luchadora social de referencia, cara visible de Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos en Uruguay, buscadora incansable de su hija y de su nieta, a quien felizmente pudo encontrar. Muchos años después de esos inicios con el instrumento y la formación clásica, cuando la militancia política fue tomando ribetes más orgánicos, María Emilia empezó a disfrutar de cantar. Con su amigo Ernesto, compañero en la Resistencia Obrero Estudiantil (Roe), se grababan cantando tangos, que luego escuchaban a las risas. El libro de Graña cita “Mi luna”, una trágica composición de 1960, hecha por los argentinos Lito Bayardo y Carlos Olmedo, que Ernesto recuerda en voz de Emi como si fuera hoy:
Yo la llamaba luna y era morocha,
como aquella que acunan mis arrabales,
con la filosofía del “meta y ponga”
del barrio donde somos todos iguales.
Yo la llamaba luna y fue un cualquiera
del barrio del infierno, el muy taimado,
que se cruzó de amores en su camino
y se llevó a mi luna, que hoy
lloro en tango.
Hoy canto para mi luna,
mi roja flor de malvón.
Ella me mira en su estrella
y yo la sigo en la huella,
su nombre llora en mi voz.
Hoy canto para mi luna,
porque ella fue para mí,
porque yo en tangos la quiero,
porque en aquel entrevero
juré vengarme y cumplí.
El origen del libro de François Graña está en una solicitud abierta hecha por Mariana, en formato de correo electrónico. En 2009, dieciséis años después de su restitución y de haberse encontrado son su abuela María Esther, pidió conocer la historia de sus padres, a través de “cosas chicas, grandes, importantes, nimias, de su militancia, de sus ideas, de lo que hacían y de lo que les gustaba”. Graña sintió la necesidad de contactarse con ella: los había conocido en la militancia de la Roe. Con María Emilia no profundizó en demasía, pero con Jorge Zaffaroni, el Charleta, tuvo algunas experiencias determinantes. Una, en particular, tuvo que ver con la música, y la cuenta en el prólogo del libro: “Por esos años yo era un fanático de los Beatles y del rock anglófono en general. Pero esa pasión se llevaba mal con la militancia de izquierda. […] Es así que cultivaba mis inclinaciones musicales en secreto: eran dos mundos sin contacto entre sí. Un día de diciembre de 1971, Jorge y yo coincidimos en un campamento de los obreros de la fábrica Seral en conflicto. Se había instalado en el Cerro, a los fondos de la parroquia San Rafael, cuyos curas se solidarizaban con la causa. […] Circulaba una guitarra por entre los acampados. En cierto momento la agarra el Charleta, y se pone a tocar y a cantar ‘Everybody’s Talkin’, de Harry Nilsson… y por supuesto en inglés. Esa canción, popularizada por la película Midnight cowboy, de 1969, sonaba mucho en la radio. Yo no podía creer en su osadía, con sus lentes de sol verdes tipo Ray-Ban y su carita de niño bueno. A mí también me encantaba aquella música, y, como él, rascaba la guitarra; pero ¡interpretarla en público…!”. Ese gusto de Jorge por el repertorio en inglés también es recordado por Daniel Biagioni, amigo y compañero. En 1970, tras la intervención de Secundaria por parte del gobierno, suspensiones masivas de clases y cierres de centros de enseñanza, la Federación Nacional de Profesores impulsó la creación de liceos populares, que se instalaron en lugares no convencionales –desde una vereda hasta una parroquia–, con el fin de intentar sostener la continuidad de los cursos y enfrentar la intervención a través de una sólida comunidad educativa entre docentes, estudiantes y familias. En un campamento compartido por estudiantes del liceo popular que había surgido de las entrañas del liceo número 15, Daniel recuerda la desinhibición de Jorge para agarrar la guitarra y ponerse a tocar y cantar: “La música predominante era Viglietti y Los Olimareños, aunque un tema anglófono integraba siempre su repertorio: ‘As Tears Go By’, de los Rolling Stones”.
Fue en 1972 cuando el vínculo amoroso entre María Emilia y Jorge se empezó a construir, ella con 19 y él con 20 años. La militancia estudiantil y política lo atravesaba, pero más aun la acumulación seductora, a distancia, de cuentos y señales que recibían por bocas de sus amistades en común. En noviembre de 1973, se casaron. Manane Rodríguez, amiga y compañera de militancia, recuerda una reunión en 1974, a la que alguien llevó una guitarra “para camuflar el encuentro”. Tras las solapadas discusiones políticas del grupo de veinteañeros que empezaban a ver cómo el panorama se oscurecía velozmente, Jorge tomó la guitarra y le cantó a Emi la “Zamba para Javier”, del bonaerense Ignacio Anzoátegui:
Quiero tener un hijo
que se parezca a vos,
con los ojos tristones y lejos,
y una música en el corazón.
Quiero que el hijo nuestro
sueñe como los dos,
y al mojarse la noche en el río,
se nos duerma con esta canción.
A fines de ese año, la situación política hizo insostenible su presencia en Montevideo. Se exiliaron en Buenos Aires, estando Emilia embarazada de seis meses. En marzo del 75 nació Mariana. Un año y medio después, María Emilia, Jorge y la niña fueron llevados a Automotores Orletti. La historia puso los ojos de Mariana como un símbolo catalizador en la búsqueda de madres y abuelas, de un lado y otro del Río de la Plata. Y revalorizó, una vez más, a la fotografía como herramienta artística con potencial político.
MIGUEL MATO. El 29 de enero de 1982 fue detenido Miguel Ángel Mato Fagián, militante comunista, trabajador de la Funsa y estudiante de Magisterio y Derecho. Se trata del último desaparecido de la dictadura. En cada aniversario de la detención, la Unión de Jóvenes Comunistas le hace un homenaje titulado “Una flor para Miguel”. Este año, su nieto Germán Tanco escribió y recitó el poema “No tirar la ceniza fuera del cenicero”:
No olvidemos la sentencia del pasado,
cuando
digan que el niño
/ jugaba con pasto.
No olvidemos la grieta que abrieron,
la cerraron con cuerpos de hijos.
No olvidemos que somos los nietos
de los sueños inmarcesibles.
Quieren borrar el rastro,
quieren tapar los pies descalzos
para lustrar sus zapatos salvados,
con el brillo de los ojos resignados.
Un recién nacido marcado con silencio,
Papá Noel no entendió su letra,
dentro de los muros había una queja.
Dejó un regalo en forma de botella,
bebieron la suerte,
piensan el vómito como un puente,
el único sorbo que no se van a robar
como robaron cuerpos,
como robaron abrazos,
como robaron el tiempo,
pero no pudieron borrar la palabra terror.
Ella quedó como una queja
de lo que nunca más va a ser hoy.
En otro mayo, el de 2011, el libro Los padres de Mariana tuvo su presentación al público. Una de las voces que intervino fue la del psicoanalista Marcelo Viñar, una de las más activas y fundamentadas en memoria y reconstrucción genealógica. Sostuvo que algunas preguntas de tipo universal como “¿quién soy?” o “¿para qué estoy?” necesitan respuestas que no se limitan al tiempo biológico de quien las hace, sino que deben contemplar lo generado por un par de generaciones anteriores y el quehacer de otro par posteriores. La dimensión de lo sensible, con la cultura como testimonio enlazador, atraviesa el tiempo, sobrevive y se renueva para empezar a responder ese tipo de preguntas.
Germán es hijo de Verónica Mato, hija de Miguel, actriz, dramaturga, militante por los derechos humanos y nobel diputada por el Frente Amplio. La creación de este texto fue un intento de encontrar a su abuelo desde la palabra, “desde esa memoria que se transmite de generación en generación. Él no estaba solo, era parte de su tiempo. Y yo creo que gracias a los sueños de esa generación, mi abuelo llega a mí como un recuerdo presente. Por algo vivo y no sólo como un ser ausente. Y creo, además, que los sueños que él tenía se transmiten. Un homenaje es un claro ejemplo. No olvidar los sueños, no olvidar a los soñantes; mantener el fuego prendido”, reflexiona el autor. Dice que la elección del título se debe a que hoy Miguel es una acumulación de sensibilidades e historias, “que si se tiran fuera del cenicero, se pierden. Vuelan despavoridos los actos individuales, vuelan las vivencias, y vuela cualquier posibilidad de entendernos más allá de un hoy efímero”.Además de la poesía, a Germán le interesan el teatro, como a su madre, y la música –principalmente la guitarra–, como a su abuelo. Miguel nació y se crió en La Teja, más precisamente en Manuel Herrera y Obes y Emil Romero. Desde niño tuvo clases de piano, ya que en su casa vivía el mayor de los hijos de la familia Estepanich, quien se lo enseñaba. “Hace algunos años, este maestro quiso poner una placa en la vereda, para recordar que ahí tuvo un alumno de los que estudia con entusiasmo y seriedad, y que está desaparecido. Luego enfermó y no se pudo realizar”,recuerda Irma Correa, compañera de Miguel. Según él le contaba, disfrutaba mucho de tocar el piano, pero en un momento se dio cuenta de que le iba a ser muy difícil tener uno propio y que, aunque lo tuviera, le iba a ser complejo socializar con semejante instrumento. Por lo tanto, aceptó con agrado que le regalaran una guitarra, que empezó a estudiar y a acompañar con el canto. “No tocaba profesionalmente, pero sí mucho en tertulias con amigos y en reuniones familiares. En su repertorio tenía algunas canciones infantiles, aprendidas en los años de Magisterio: ‘Por el mar de las Antillas anda un barco de papel, anda y anda el barco barco, anda y anda sin timonel’; ‘Porque el cañón era de chocolate y otro de azúcar le respondía’; ‘Estamos invitados a tomar el té’, y también le ponía música a poesías de Bécquer”,detalla Irma. Como buena parte de su generación, a la militancia política en los setenta la acompasó con artistas populares, de aquí y allá. Escuchaba e interpretaba a Dino, a Eduardo Mateo y a Violeta Parra, entre tantos, aunque sus canciones preferidas salían de los repertorios de Joan Manuel Serrat y Paco Ibáñez.
Desde hace un buen tiempo, su hija Verónica transita por las luces y las oscuridades de la lucha por memoria, verdad y justicia, desde las organizaciones sociales, desde la creación artística o desde el hecho intrínseco que significa ser hija de un desaparecido, en el encuentro –por muchos momentos solitario– con su propia historia. Cuando detuvieron y desaparecieron a su padre, Verónica tenía 5 años, y en algún lugar del sentimiento que alimenta su búsqueda casi que puede escuchar “Palabras para Julia”, la canción que Miguel le cantaba para que se durmiera.
1. Verso del poema “Dame un pequeño pedazo de paz”, de Íbero Gutiérrez.
2. Vida, obra y desaparición de Eduardo Bleier, de André Fremd y Germán Kronfeld. Estuario Editora, 2011.
3. María Emilia Islas y Jorge Zaffaroni: la pasión militante, de François Graña. Ediciones Trilce, 2011.