«Me dijiste Bigote», acusa Jaime. Promediando su gran concierto de regreso a la Argentina, una chica apostada en algún punto clasificado del superpulman acaba de pedir su canción favorita: «¡Tocá “Nadie me dijo nada”, bigote!». El pedido no cae en saco roto. Jaime gira sobre sus pasos, mira a sus músicos y cuenta hasta cuatro. «Y nunca llegué a la cita/ Y nunca volví por ella/ Y aquí estoy en lecho ajeno/ En brazos de una botella.» La atrevida tiene buena puntería y Jaime Roos no da puntada sin hilo. Después de ocho años de ausencia y una epidemia planetaria, finalmente llegó a la cita. El de las flores es él.
Camisetas celestes. Gorritos de cancha. Padres con sus hijos de veintipico. Bailarinas emponchadas con dos vueltas de bufanda. Músicos de rock and roll. Niños dormidos prematuramente en sus butacas. Ya desparramados en la platea o buscando su acreditación en la boletería de Corrientes y Madero, también diviso a los mejores periodistas especializados del país: Rosso, Kleiman, Del Mazo, Pujol, Inzillo, Gaby Plaza, Sergio Sánchez, Rosi Bernas, Facu Arroyo, Nachito Babino. No falta casi nadie. A priori, esa ecuación ya nos dice algo sobre la música de Jaime. Sobre su popularidad y su sofisticación. Sobre la manera en la que es escuchada por los argentinos.
Se apagan las luces y un murmullo corre como un reguero de pólvora. Aposté a que el concierto arrancaba con «Durazno y Convención». Perdí como un campeón. El piano y la batea de murga tocan medio compás y ya sabemos con qué bueyes estamos arando. Aunque es una canción sobre la tradición, «Los futuros murguistas» sale disparada como una flecha hacia el porvenir. No hay contradicción. Tradición significa literalmente ‘entrega’: es la experiencia del pasado que una generación le ofrece a la siguiente. Es algo útil.
Sin solución de continuidad, sobrevienen «El hombre de la calle» y «Tal vez Cheché». Cuando Gustavo Montemurro está por atacar el solo de sinte me viene a la memoria que, durante la grabación de Mediocampo, Hugo Fattoruso reclamó la letra y desechó cortésmente el cuaderno con la armonía. «Era un sobreentendido para él», dijo Jaime. Acá Montemurro tira su propia magia y las notas se despegan del conjunto para armar su pista de despegue. En ese punto, mándenles un abrazo a los técnicos de sonido: según el programa de mano, un equipo comandado por Álvaro Reyes y Martín Brizolara. Hace un par de meses estuve acá mismo viendo a los Black Crowes y sonó, por decirlo académicamente, para el orto. El Luna Park puede ser una caja abovedada del demonio, pero esta noche hay 21 tipos sobre el escenario y podemos escuchar milagrosamente cada uno de los planos. Y no es que el sonido se va acomodando. Si arrancó en 10, terminará en 11.
La dinámica del repertorio, explica Jaime, admite canciones de casi todos los discos de su carrera. De cada pueblo un paisano, dice. El tipo está nervioso, en el mejor de los sentidos. Es decir, advierte la profundidad histórica de lo que está pasando y saca el pecho. Así, como Yupanqui, aprovecha el espacio entre tema y tema para contar la historia detrás de cada canción, pero también reconstruye, palabra por palabra, el puente secreto que conecta Buenos Aires con Montevideo. Este concierto, en ese sentido, es una tesis.
Pasaron ocho años. En la platea, esa ansiedad se traduce en pedidos al tuntún y mil gritos de amor. Sin embargo, apenas anuncia que «Las luces del estadio» está dedicada a Astor Piazzolla y al Polaco Goyeneche, el Luna Park completo se contrae en un silencio de orden metafísico. Abstraídos en nuestras butacas, todos nos estamos preguntando si acaso vivimos cuidando un empate cuando Nico Ibarburu perfora el embrujo con su solo onda «Shine on you crazy diamond». La respuesta es no. Acá estamos.
Ubicado en el corazón del concierto, el segmento criollo viene a despejar la X de esta tesis. «Al Pepe Sasía», «Aquello», «Golondrinas» y la extraordinaria «Milonga de Gauna». Como si fuera un duelo, las guitarras de Poly Rodríguez y el propio Nico se trenzan en el arquetípico contrapunto del género. De un lado, está Montevideo. Del otro lado, está Buenos Aires. Nada por aquí, nada por allá. Después del pase de magia, nadie sabe si Gauna murió acuchillado en el Palermo de Borges o en el de Mar de Fondo. Mejor aún: no importa.
Con sus saquitos entallados y sus cortes de pelo, Los Reyes del Tablado lucen impecables. Regresan al escenario como si fueran jugadores de la Juve saliendo de una concentración, decididos a liquidar el partido con su golpe de uno-dos: «Adiós Juventud» y «Cometa de la farola». Todo parece indicar que nos encaminamos a la andanada final de los hits, pero esto no es un puto concierto de festival. Esto es otra cosa. «¿Saben reconocer a un maestro?», interrumpe Jaime. Después recuerda, como si fuera un sueño, aquel periplo porteño de los noventa donde registró las canciones de Si me voy antes que vos. La mezcla, como la grabación, se realizó en los estudios El Pie, al cuidado de Elio Barbeito y el entrañable Portugués da Silva. Sin embargo, Jaime quiere llegar a otro lado. ¿A dónde? A la excepción. «Good-bye», la perla secreta de esta noche, mezclada en los estudios de Luis Alberto Spinetta. «¿Qué es un maestro?», se vuelve a preguntar. El Flaco es un maestro.
Y un movimiento es sabio. En lugar de cederle «Brindis por Pierrot» a la tercia del coro, Jaime privilegia el ethos de la canción. Así, en lugar de subrayar el carácter explosivo, elige a aquel cantante capaz de ocupar el physique du role. Pedro Takorian levanta el dedo índice y, apenas formula la gran pregunta metafísica («¿No lo vieron a Molina?»), las paredes del estadio ceden a la presión del encanto. La neutrónica ya explotó. Desapareció el Luna Park. Desapareció el SODRE. Desapareció todo. Quizás hemos sobrevivido. Con este concierto, encapsulado en el ámbar del mosquito, los científicos del futuro van a poder reconstruir la civilización rioplatense. Si es que quieren.
Al día siguiente, regreso a mi casa manejando por la autopista Buenos Aires-La Plata. A partir del peaje de Dock Sud, diviso banderas uruguayas en todos y cada uno de los carriles. Es el domingo más frío del año, pero algunos llevan las ventanillas abiertas y los brazos extendidos hacia el cielo. «Dime que tienes la ciudad llena de compatriotas nuestros sin decirme que tienes la ciudad llena de compatriotas nuestros», me dice Flor Núñez. La respuesta es sencilla; vivo a cinco cuadras del Estadio Único, así que no puedo estacionar el Palio en la puerta de mi casa porque el barrio está lleno de autos con patente oriental. Llegado un punto, mi hijo de 8 años avista a unos hinchas en pleno proceso de maquillaje y baja la ventanilla: «¡Vamo’ arriba la celeste!», les grita.
Digan la verdad. ¿Esto es un plan?