Se va a acabar, se va a acabar la democracia militar.1
Jorge Lazaroff, 1985
¿Qué podés esperar de la cultura de un país que gobiernan abogados y doctores?
La Mojigata, 2002
En la discusión alrededor de las ciencias sociales que van y vuelven en nuestro sur del sur, autores como el argentino Fernando Longa reivindican el concepto de generación política para analizar determinados ciclos de los movimientos sociales en nuestra historia, evitando priorizar aspectos biológicos y empíricos, pero observando ciertos sentidos «que los propios actores –autorreconociéndose en aquellas “experiencias que crean lazos”– asignan a su acción política dentro del movimiento social».2 En la izquierda uruguaya, la última utilización sostenida del concepto de generación política refiere a la «generación del 83», aquella que protagonizó la resistencia a la dictadura a partir del plebiscito de 1980 y que debió retirarse de los liderazgos cuando volvieron los exiliados y los presos fueron liberados,3 lo que supuso una discontinuidad y una brecha de consecuencias que aún nos resulta difícil dimensionar. Pero para quienes nacimos a inicios de los años ochenta, fuimos adolescentes en los noventa y vivimos el ciclo de los progresismos latinoamericanos mientras entrábamos en la madurez, todavía no existe una forma clara de denominación. ¿Cuál es nuestra generación? ¿Cómo hacemos para nombrarnos? ¿Hacerlo tendría sentido?
Las redes sociales parecen insistir en que nos denominemos generación X y millennials, como si una categoría global que esquiva la práctica de situarnos política y geográficamente fuera suficiente para delinear los procesos colectivos de subjetivación que han signado nuestras vidas. Hasta en eso se puede rastrear el rapto capitalista de nuestra posibilidad de construcción de una identidad política compartida. En una charla virtual que mantuvimos hace poco por la celebración de los 35 años de este semanario, comentando lo sucedido en Chile en torno a la aprobación del diseño de una nueva Constitución que pueda sustituir la creada por la dictadura de Pinochet, la escritora y socióloga María Pía López propuso una coordenada de lectura: dijo que las luchas de los movimientos sociales en el campo popular latinoamericano no siguen una linealidad en términos de triunfos y derrotas, sino que funcionan como un compost. Se trata de una serie de hechos históricos, de imaginarios de emancipación y de resistencias compartidas que se transmiten de generación en generación y se van acumulando en capas, y que, en algún momento de la historia, toman la potencia suficiente como para servir de base al advenimiento de cambios sociales concretos. El trazado de un eje de continuidad entre lógicas de organización del movimiento social pasadas y presentes puede servir para explicar la construcción de nuestra sensibilidad militante a lo largo del tiempo, y trae nuevas preguntas a este texto: ¿qué aportamos nosotros, quienes fuimos jóvenes en los noventa y los dos mil, al compost de las luchas de nuestros pueblos?; ¿tenemos algún logro del cual enorgullecernos?; ¿qué información podemos transmitir a las y los jóvenes de ahora, que tendrán que encarar desafíos nuevos, pero también enfrentar otros que parecen reeditarse sin cesar, como si se tratara de traumas o fantasmas que no somos capaces de dejar atrás?
La década del 90, en la historia uruguaya contada por la izquierda en las mesas familiares, es aquella «en la que el neoliberalismo fue hegemónico y todo el sistema político se corrió a la derecha. En este proceso, las narraciones sobre la apertura, el cierre y la contracultura quedaron ensambladas en un solo ochentismo, que en realidad terminó de cuajar ya bien entrados los años noventa».4 La caída del muro de Berlín funcionó como golpe de gracia y no permitió que recibiéramos las herencias procedimentales que la lucha colectiva de generaciones anteriores podía habernos dejado. Pasamos de dormir abajo de las camperas en los comités de base a ver a muchos de nuestros padres de izquierda caminar por las góndolas de los supermercados de gran superficie, ir a pasear a los shoppings, llenar la casa de electrodomésticos, comer en McDonald’s y entregar a las cajeras flamantes tarjetas de crédito. La incorporación de nuevos rituales culturales relacionados con la economía de mercado implicó una afección directa sobre los cuerpos y los vínculos, sobre la construcción del sentido común (o de comunidad). La arquitectura neoliberal y globalizadora tuvo consecuencias: el nuevo sujeto progresista trajo consigo el vaciamiento en la transmisión generacional y la pérdida de incidencia de la memoria oral, afectiva, en nuestros relatos. Ya no parecía necesario que supiéramos los particulares y creativos modos con los que se habían construido, en el pasado, el diseño de pedagogías para la educación política, los procedimientos para la autogestión, los métodos de incitación para el desorden social. ¿Cuánto llegamos a saber, las y los jóvenes de los noventa, acerca de las experiencias concretas del comunismo en el mundo y en el Uruguay, cuando el estudio de nuestra propia dictadura no estaba presente en los programas curriculares? Nadie quería habitar la gris y aburrida cultura de izquierda, poblada de comités «de viejos» que nos resultaban ridículos y expulsivos. Así, muchos y muchas nos entregamos a la resignación y a formas de hedonismo que tuvieron a las drogas como utilería perfecta en aquellas largas tardes que pasábamos, improductivos y bajoneados, en las esquinas. También hubo mucha muerte.
Ese corte en la construcción de sentido en la militancia de base tuvo como resultado el entendimiento de que lo único que se podía disputar eran las elecciones, porque recuperar todo lo demás era demodé, no servía para enfrentar un mundo nuevo en el que las grandes decisiones económicas y sociales se tomaban cada vez más lejos de los barrios. Organizarse, participar de asambleas, realizar trabajos conjuntos para sostener y reivindicar los bienes comunes fueron instancias que dejaron de tener lugar en nuestras vidas, ahora convocadas a una posmodernidad impuesta.
Resistimos la represión del hospital Filtro en 1994, ocupamos liceos y facultades contra la reforma de Germán Rama a partir de 1996, pero la generación política de quienes hoy estamos entre los 35 y los 45 años es aquella que no merece nombre, que parece no tener memorias de heroicidad, que solamente cuenta como un logro el haber sobrevivido a la crisis de principios de siglo. Una generación que transitó una época en la que el movimiento obrero y el estudiantil parecían desmantelados, que avanzó casi sin deseo hacia el triunfo electoral de la coalición de izquierda en una democracia que se sentía rota, incapaz de responder a nuestras necesidades y reclamos. Pero, si seguimos la idea de María Pía López, tal vez hubo algo que supimos guardar, que estaba hibernando y que ahora, después de la irrupción de los transfeminismos interseccionales y de los movimientos ambientalistas y antiespecistas –entre otros hitos recientes–, vuelve a renacer. Nuestras lógicas de resistencia eran muy otras, eran pocas y fragmentadas, estaban arrasadas por la naturalización de la pobreza, pero estaban ahí, tal vez en forma de rechazo punk o de letra de murga joven. También nos rebelamos contra el sentimiento de que nacer en Uruguay era una mierda, y fuimos pogo en los recitales de uno de los momentos más creativos e influyentes del rock nacional.
Pero, además, y leyendo ese tiempo desde el presente, estuvieron nuestras resistencias como mujeres jóvenes, que sin duda fueron compost para lo que iba a suceder en la segunda década del siglo XXI, muy especialmente a partir de la lucha por la legalización del aborto y de la marcha del 3 de junio de 2015, cuando en las calles de las capitales de América Latina salimos a decir ni una menos. Aun sin saberlo, para muchas de nosotras, adolescentes de los noventa, ser mujeres y drogarnos juntas tuvo que ver con romper lógicas de obediencia y ocultamiento del placer que habían padecido nuestras madres. Es cierto que, en los años ochenta, algunas se habían desbundado y habían transitado su sexualidad con libertad, pero estoy segura de que muchas de nosotras, muchachitas de clase media, fuimos, en nuestras familias, las primeras mujeres que nos fuimos con alguien de un boliche, las primeras en acostarnos la primera noche, las primeras en irnos a vivir solas, con amigas, sin la necesidad de tener un tipo al lado. Nosotras le pusimos el cuerpo a la violencia patriarcal cuando no había nada de información, y elegimos experimentarlo todo entregando a cambio nuestros cuerpos. Fueron esos sufrimientos, nacidos de los permisos que nos dimos, los que nos permitieron reconocernos entre nosotras y a las que vinieron después.
Es claro que el ejercicio de nombrarse, de pensarse como generación, si bien siempre tiene un criterio excluyente, también implica una decisión política. Como enseñan los feminismos, «lo que no se nombra no existe». Y defender la memoria también tiene que ver con hacer un recuento de los fracasos, perdonarnos algunos desencuentros, estar dispuestos a dar de vuelta.
1. De la canción «Dame un mate», del disco Tangatos.
2. Véase su artículo «¿Existen las generaciones políticas? Reflexiones en torno a una controversia conceptual», disponible en https://www.redalyc.org
3. En el artículo «La izquierda ochentista», disponible en https://www.hemisferioizquierdo.uy, Gabriel Delacoste desarrolla una extensa mirada sobre las particularidades de esta generación.
4. Ídem.