Nada menos adecuado que comparar la reciente retirada estadounidense de Kabul con la de Saigón, en 1975. «Es incomparablemente peor para la posición mundial de Estados Unidos», escribe el analista de Asia Times David Goldman. Asegura que la derrota en Vietnam supuso daños acotados, ya que años antes la Casa Blanca había hecho una alianza con China para estabilizar la región. Lo de Afganistán es mucho más grave: «La derrota de un régimen de poder estadounidense por parte de los irregulares talibanes marca la primera victoria de un ejército yihadista contra las fuerzas militares occidentales desde la aniquilación de una fuerza expedicionaria británica en Afganistán en 1842» (Asia Times, 6-IX-21). Sin embargo, pronunciar la palabra derrota suena demasiado estrecho. Como señala el propio Goldman bajo el seudónimo Spengler, la retirada de Afganistán «servirá como un punto de reunión para los yihadistas en Rusia, China, Asia Central y Oriente Medio», lo que forzará a Moscú y Beijing a intervenir, porque «si no extirpan el cáncer yihadista hoy, podría hacer metástasis en algo incontrolable».
Aquí nos topamos de lleno con la herencia del 11 de setiembre de 2001. Con las Torres Gemelas cayeron también las formas tradicionales de entender la guerra y, por lo tanto, las reglas básicas de los conflictos bélicos plasmadas en los Convenios de Ginebra, guiados por el concepto de derechos humanos para proteger a los civiles y a los prisioneros en tiempos de guerra. Una de las herencias del 11-S es que estos acuerdos dejaron de ser puntos de referencia para acotar los daños bélicos. Karen Greenberg, experta en seguridad nacional y autora de Rogue justice, un libro sobre la creación del aparato de seguridad posterior al 11-S, concluye: «La guerra que vimos en el siglo XX ha sido suplantada por otra nueva guerra polifacética, difusa y no definida por las fronteras» (El Periódico, 9 de setiembre de 2016). Esta nueva forma de guerra, denominada guerra perpetua, eterna, o indefinida –los términos son lo de menos–, no se propone ganar un conflicto armado en un campo de batalla, sino instalar el conflicto porque los estrategas del Pentágono, que hace tiempo sustituyeron a los políticos como diseñadores de los objetivos de la nación, consideran que la estabilidad perjudica a Estados Unidos.
El objetivo dejó de ser derrotar a un enemigo para imponer la paz, como un orden consensuado y deseado, para reprimir por la violencia a quienes puedan erigirse en competidores. El caos es el mejor camino, como señaló –antes, incluso, de los atentados del 11-S– el teniente coronel Ralph Peters en un texto diáfano como «Constant conflict» (‘conflicto constante’), publicado en la revista militar Parameters en 1997.1 Peters estuvo destinado en el Estado Mayor de Inteligencia y fue responsable de métodos para futuras guerras, visitó casi todos los países exsoviéticos y la propia Rusia, además de México y la región andina. Su lenguaje es tan brutal como sus ideas. Define la democracia como «esa hábil forma liberal de imperialismo»; defiende la cultura digital asegurando que «si la religión es el opio del pueblo, el video es su crack»; es partidario de la guerra sucia para mantener la dominación de su país y asegura que «no habrá paz», ya que «durante el resto de nuestras vidas habrá múltiples conflictos en formas mutantes en todo el mundo». La razón de la guerra perpetua consiste en «mantener el mundo seguro para nuestra economía y abierto a nuestro asalto cultural», con un Ejército bien informado, capaz de «negar ventajas militares» a sus oponentes.
Como puede comprenderse, en esta estrategia las convenciones de guerra y de los derechos humanos son nimiedades y la democracia es apenas un arma contra los enemigos. Podrá no gustarnos y hasta producirnos repugnancia, pero debe agradecerse la sinceridad y la clarificación de objetivos. El 11-S tuvo la enorme virtud de develar esta estrategia. Las invasiones de Afganistán e Irak, en 2001 y 2003, respectivamente, y la de Libia, en 2011, así como la codestrucción de Siria entre las milicias formadas por la CIA y el régimen despótico de Bashar al Assad, tienen algo en común: en los cuatro países se instaló la guerra perpetua, no la paz, luego del papel invasor y desestabilizador de Estados Unidos. Situaciones tan deplorables como las que se produjeron en las cárceles de Guantánamo y Abu Ghraib, centros de tortura y abuso contra cientos de prisioneros, son apenas la cara más visible de una amplia red de centros clandestinos de detención en todos los continentes. Por terribles que sean las escasas imágenes que surgen de ellos, no pueden comprenderse sin la expansión de la figura de los mercenarios militares.
Un informe de France 24 asegura que hay tres mercenarios por cada soldado estadounidense en zonas de guerra y que solo el 33 por ciento de los más de 100 mil mercenarios en Afganistán son estadounidenses (France 24, 15-VII-21). Se trata de una creciente paramilitarización de la guerra que comenzó luego de la derrota de Vietnam, pero se expandió después de las Torres Gemelas. Lo sucedido recientemente en Haití con los mercenarios colombianos (país donde el entrenamiento paramilitar fue realizado a partir de 1980 por comandantes israelíes) ilustra la amplitud del fenómeno, que permite a los gobiernos y a sus fuerzas armadas desentenderse de las denuncias de violaciones.
En este punto, se trata de comprender que los cambios en la guerra evaporaron cualquier consideración sobre los derechos. La democrática Europa reconoció en un informe parlamentario de 2007 que la CIA había operado 1.245 vuelos, «algunos de los cuales llevaron a sospechosos a Estados donde podrían enfrentar la tortura» (BBC, 14-II-07). El informe estableció que 14 países europeos «permitieron a Estados Unidos expulsar por la fuerza a sospechosos de terrorismo». En el marco de la «guerra contra el terrorismo», se generalizaron las prisiones secretas de la CIA, llamadas también black sites (‘lugares negros’), algunas de ellas cárceles flotantes en las que estuvieron involucradas –o lo están aún– por lo menos una decena de naves militares del Pentágono y algunas civiles. Nunca hubo información fidedigna del lugar donde están situadas, un limbo legal perfecto para practicar todo tipo de violencias y violaciones.
La guerra perpetua, de la cual la guerra contra el terrorismo es apenas su taparrabos, inaugura una etapa de aquello que Giorgio Agamben denomina vida desnuda (nuda vida), un sistema en el cual las personas quedan despojadas de cualquier rasgo de humanidad y reducidas a su condición biológica. Es la conclusión a la que llega el filósofo luego de desmenuzar lo que sucedía en los campos de concentración del nazismo.
1. Ralph Peters, «Constant conflict», Parameters, 27, n.o 2 (1997), disponible en https://press.armywarcollege.edu/.