Hay momentos en la vida de un hincha en los que concurre a alentar (o presenciar) a su equipo sin motivo racional aparente. Claro está que la extensión temporal de esos períodos es indirectamente proporcional al abolengo de la institución en cuestión: para un hincha de Progreso puede ser una experiencia casi eterna, mientras que para un hincha de cuadro grande viene a representar la excepción a la regla. Pero todos y todas quienes nos autodefinimos como hinchas de tal o cual equipo podemos recordar momentos en los que fuimos a la cancha aun sabiendo que la derrota era inexorable.
Los hinchas de Nacional recordarán lo que vivieron en la tristemente célebre Copa de Oro de los Grandes, allá por 1985 y 1986. Lo que sonaba como un sueño hecho realidad (un campeonato del que sólo participaban Nacional y Peñarol, vieja aspiración de los dirigentes de ambos clubes) terminó siendo una pesadilla para los tricolores, que se las ingeniaron para perder de todas las formas posibles (por goleada, por poco, por penales, con un gol de Ruben Paz, etcétera). Una década más tarde, Nacional vivió una situación similar durante el quinquenio carbonero. No hablamos ya de los últimos años, en los que los albos terminaban definiendo los campeonatos (sin éxito), sino de los primeros, en los que con jugadores como Antonio Minguta, Ángelo Porro y Gerardo Severo no tendría la más mínima chance de codearse con la gloria.
Calculo que a la gente de Peñarol le habrá pasado algo similar en la época de Atilio o en la de Artime, como le pasó más de una vez en lo que va del siglo XXI, en el que Nacional parece haberse convertido en el equipo grande más proclive a ganar clásicos sobre la hora y/o de atrás.
“Como manya estoy acostumbrado a una cierta cantidad de culo. Es como que lo espero, lo doy por sentado, me quejo si no viene. Por eso el comienzo de este siglo me fue tan inexplicable. Fue el final de los grandes relatos, de las utopías, del mundo del bien. Por primera vez me pasó en el año 2009 que no quería jugar un clásico”, me dijo un hincha de Peñarol hace algunas semanas. Más allá de lo cuestionable que pueda resultar denominar “mundo del bien” a uno donde sistemáticamente gana el equipo de las 11 estrellas, parece claro que hubo momentos de la historia reciente en que los hinchas carboneros acudían al Centenario sabiendo que la derrota era el escenario más probable.
Algo en común tienen todas esas situaciones dramáticas: así como hay hinchas que dejan de concurrir cuando ven que la mano viene complicada, hay otros que mantienen su fidelidad o –incluso– la potencian. Al primer grupo no podemos culparlo pues obra de modo netamente racional: el ser humano generalmente busca el disfrute, y lo que se disfruta es el triunfo. Si no hay chances de alcanzar ese estado, es natural que la persona busque otros caminos para satisfacer sus ansias de victoria. Es un mecanismo similar al que llevó a los hinchas de la selección uruguaya a preocuparse por el tenis, el rally Grupo N o la prueba de ciclismo de Milton Wynants, que hasta el día de hoy no logramos entender, cuando quedábamos afuera de los mundiales.
En el segundo grupo encontramos dos subgrupos. El mayor de los dos, compuesto por los cultores del “barrabrava way of life”, que entre sus principios fundamentales incluyen el de “no abandonar”. A estos “hinchas de verdad” no les importa ganar o perder, les importa estar, para poderle demostrar al clásico rival que el sentimiento, aunque inexplicable, es lo suficientemente poderoso como para llevarlo a perder tiempo y dinero viendo a un equipo manifiestamente incapaz de hacer algo positivo sobre el campo de juego.
Pero también encontramos –y acá queríamos llegar– a quienes van al estadio a la espera de un fenómeno sobrenatural, algo inesperado, realmente histórico, capaz de asombrar al hincha más optimista, en un sentido o el otro. Hombres y mujeres que se dicen: “Seguro que perdemos, pero… ¿y si justo hoy ganamos? ¿Y si justo hoy les metemos siete? Quiero estar ahí cuando suceda”. Porque queda feo mentir y decir que uno vio el gol de Manga o el clásico de los ocho contra 11, cuando en ambas oportunidades la venta de entradas fue más que pobre.
El partido que el Nacional de Gutiérrez le ganó al Peñarol de Fossati entró a la historia, del mismo modo que había entrado el 5 a 0 del campeonato pasado, con protagonistas similares aunque con desenlace opuesto. En estos días, a través de las redes sociales, surgió la clásica discusión inconducente entre los hinchas de uno y otro: “¿Qué es mejor? ¿Ganar 5 a 0 o ganar de atrás en los descuentos?”.
Yo creo que es difícil responder a esa pregunta, del mismo modo que nos cuesta decir si queremos más a nuestro padre, madre o tutor, o si pretendemos dilucidar si Artigas fue más grande que Obdulio. El 5 a 0 tiene el peso de la contundencia, de la humillación, pero se va procesando a lo largo de 90 minutos: ya desde el tercer gol los hinchas de Nacional se hicieron a la idea de que el partido estaba perdido, y cuando terminó hasta experimentaron un débil alivio, hijo del siempre vigente “pudo haber sido peor”.
Por su parte, el entrar a los descuentos con el partido perdido, para terminar ganándolo –algo que no tiene precedentes en la historia de nuestro fútbol, y habrá que ver si lo tiene en algún otro clásico1–, cuenta con el peso de lo sorpresivo, de lo fatal, de lo trágico. Máxime si tenemos en cuenta que el gol del empate fue de mano y el del triunfo tras un fau inexistente, y 19 segundos después de cumplidos los cuatro minutos adicionados por el árbitro.
Los dos clásicos oficiales de 2014 pagaron la entrada de la vida de todos aquellos y aquellas que pudieron vivirlos de cerca. Y terminaron –supongo, desde mi ingenuidad– con esa imperiosa necesidad de fundamentar la victoria propia en las carencias espirituales del rival, materializadas en el término “gallina” con que los sectores menos racionales de ambas parcialidades denominan al rival.
¿De qué gallina me hablás si te gané 5 a 0 o te metí dos goles en los descuentos y te gané de atrás? Pensando que le ganaste a un gran equipo, que en innumerables capítulos de su historia ha dado sobradas muestras de una bravía sin igual, la victoria se saborea mucho más.
1. Lo más cerca que se estuvo fue en el clásico de la Libertadores de 1971 que Nacional perdía hasta el minuto 86, momento en que Artime empató, para que en el 93 Mujica (vamos Pepe) decretara el triunfo de penal.
[notice]Un aporte para las futuras generaciones
Como a las hinchadas de los cuadros grandes les gusta recordar lo sucedido hace 70 años, y yo en 70 años es muy seguro que haya pedido pase para el más allá (o que, a mis jóvenes 108 años, ya me dé lo mismo ver un gol de Recoba que un capítulo de Matlock), dejo a mis bisnietos del futuro este breve testimonio de lo ocurrido el domingo 9 de noviembre de 2014 en el Estadio Centenario, para ese entonces ya devenido en el Nix Arena.
“Nacional ganó un clásico increíble. Había pasado a perder tras un penal ejecutado por Antonio Pacheco, futuro presidente de la institución carbonera por el Movimiento 2809 (con su recordada fórmula Pacheco-Areco). El Tony remató fuerte y a la derecha del arquero Munúa, que se tiró bien pero no lo suficiente como para tocarla.
Con el partido 1 a 0 se llegó al minuto 90. Cuatro minutos de descuento dio el árbitro, en el que sería su segundo y último clásico. Córner para Nacional sobre la tribuna Ámsterdam, antigua denominación de la tribuna Wilmar Valdez. El arquero tricolor atraviesa la cancha, busca el cabezazo heroico, cerca está de conectar pero el volante Arismendi (futuro ministro de Desarrollo Social) salta más alto y cabecea. La pelota queda boyando a merced de ‘Papelito’ Fernández, un punterito escurridizo que pesaba 14 quilos y que tenía una extraña propensión a lesionarse. A su frente el arquero argentino Migliore, de dos metros y medio de altura, todito tatuado, amante del full contact, con un recordado pasaje por el Comcar bonaerense, donde tras dos días se convirtió en capitán, técnico y encargado de negociar los premios del seleccionado del pabellón.
Tanto que minutos antes había desafiado a pelear a Sebastián Taborda, un centrodelantero también enorme que jugaba cuando Nacional necesitaba hacer un gol feo, pero que no se comía ninguna: le gustaba más una gresca que la final de un Mundial.
Cuestión que Fernández llegó antes que el arquero gigante, pero su remate rebotó en la humanidad del argentino. Y ahí se produjo la magia: ‘Papelito’ le pegó un manazo a la pelota, que entró al arco dando saltitos. Los jugadores de Nacional formaron un racimo de hombres sudorosos que daban rienda suelta a la alegría, mientras el entonces juvenil Gastón Pereiro se tomaba los genitales en dirección a la parcialidad peñarolense, en gesto que hoy en 2084 podrá parecerte incomprensible pero que por aquellos años supo ser destacado.
Pero todavía quedaba tiempo para más. Un gordito de apellido Polenta tiró un pelotazo al borde del área, el futuro presidente de Nacional Carlos Valdez le sopló la nuca a Taborda y el árbitro cobró infracción. Ahí la agarró Recoba, que era un gordito medio pelado –que para ese entonces andaba en los 45, 50 años– que era un fenómeno. Le pegó, la clavó contra el palo del pobre Migliore, y salió a gritarlo.
Con él salieron gritando todos los hinchas que, por primera vez en la vida, sintieron que Dios era pastelero.
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Frases de la semana
• “Una vez que entro y no me lesiono…”
Carlos Núñez, Pasión, Vtv (9-XI-14).
• “Primero el gesto, luego el tatuaje… mi cabecita no anda bien.”
Gastón Pereiro, La oral deportiva, Urbana FM (12-XI-14).
• “Gracias al relato del gol del Chino me llamaron de Argentina, Chile y Ecuador. No descarto hacer Pasión eléctrica, siempre me tiró el Emelec.”
Javier Moreira, Tirando paredes, AM 1010 (12-XI-14).
• “La mesa de arranque de Pasión era un velorio, no sabés cómo los descansé.”
Martín Charquero, Último al arco, AM 890 (11-XI-14).
• “No hay derecho. En mi época el tiro libre de Recoba rebotaba en la barrera y nos clavaban de contragolpe.”
Ceferino Rodríguez, Quiero fútbol, AM 890 (10-XI-14).
• “Esto con los milicos no pasaba.”
Fernando Morena, Ovación, El País (10-XI-14).
Lubo Adusto Freire
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