La reciente retirada del clásico Lo que el viento se llevó (1939) de la programación de streaming de Hbo Max desató una minitormenta entre comentaristas culturales y en las redes sociales. Por un lado, quienes condenaron el hecho como un acto inadmisible de censura y, por otro, quienes matizaron el asunto sosteniendo que se trató apenas de un levantamiento temporal, que será revertido más adelante con el agregado de una advertencia para dar contexto histórico a la obra, denunciando los horrores de la esclavitud. No es la idea de esta breve columna dar una opinión, una más, sobre si Hbo estuvo bien o mal al ceder a las presiones. No pensaba argumentar por qué esa reacción culposa de infantilización del espectador no es distinguible de un grosero menosprecio de su inteligencia ni por qué deja en evidencia una concepción dogmática del arte y la cultura en general.
Por el contrario. Sigamos el juego sin detenernos en las objeciones. La película podría ser vista por gente que, combinando un grado superlativo de distracción con una completa ignorancia del contexto histórico representado, podría llegar a creer que la esclavitud no era algo tan malo, a juzgar por algunas escenas del filme en las que podemos ver a blancos y negros, amos y esclavos, conviviendo en forma más o menos armoniosa. Podría valer la pena, entonces, tomar algunos recaudos para evitar a los incautos este tipo de confusiones, llamando su atención sobre el verdadero significado de la esclavitud, sobre la grosera violación de los derechos humanos escondida detrás de aquella amena cotidianidad. Si este fuera el criterio aceptable para gestionar nuestra aproximación a una vieja película, no sería del todo alocado suponer que este debería valer también para otros objetos culturales. Y cuánto más necesario sería si algunos de estos productos fueran considerados por la sociedad no un simple hecho artístico, sino una guía para la acción, al extraerse de ellos un conjunto de normas de carácter ético y moral.
Imaginemos que la defensa de la esclavitud no fuera apenas una posible interpretación, implícita y un tanto forzada, sino una reivindicación expresa, y que estuviera acompañada, además, por pasajes en los que se defiende explícitamente la homofobia, la misoginia y el asesinato. Pensemos hasta qué grado podría llegar a complicarse el asunto si esas obras no fueran percibidas como un objeto cultural, producto de la imaginación humana, y se les asignara un origen sobrenatural que las transformara, para algunas personas, en una versión literal de la palabra de Dios, con valor canónico. Y si esto fuera poco, calibremos el daño potencial si se le diera acceso a las dudosas enseñanzas de esos libros no sólo a gente adulta, con capacidad para juzgar con criterio propio, sino a niños cuyas mentes aún no están equipadas para distinguir con claridad la realidad de la ficción.
Cuesta imaginar el tipo de advertencia necesario para dar contexto a esos libros, minimizando los riesgos de interpretaciones con efectos imprevisibles para la sociedad. Una contextualización que difícilmente podría ser otra cosa que una lectura escéptica y desapasionada, necesariamente no deísta y situada históricamente. Porque debería dejarse muy claro que, por ejemplo, porque Dios haya decidido masacrar a las poblaciones de Sodoma y Gomorra como castigo por actos considerados inmorales, no debería concluirse que el genocidio es un acto moralmente deseable. Del mismo modo, habría que alertar sobre la inconveniencia de valorar como un acto ejemplar y éticamente aceptable la completa destrucción no sólo de poblaciones enteras, sino de todo el ecosistema planetario, mediante una inundación programada intencionalmente. Un cataclismo que exterminó no sólo a casi toda la especie humana, según el relato, sino a la inmensa mayoría de las especies de animales y vegetales, que devino acto de venganza por los pecados de la humanidad, los cuales, curiosamente, formaban parte del mismo plan. Algo que cualquier niño, hoy, entendería como un bug del programa,1 pero que bien podría ser tomado en serio por algún vejete con pocas luces.
Y así habría que seguir, apilando warnings ante cada oscuro pasaje bíblico. Sería riesgoso, por ejemplo, tomarse a la ligera los posibles efectos adversos en lectores desprevenidos que tomaran como ejemplo la exigencia de Dios a Abraham de sacrificar a su hijo Isaac como prueba de temor y sumisión. Una escena escalofriante, viralizada como motivo iconográfico predilecto desde el Medioevo hasta el Renacimiento con Brunelleschi o Donatello, y en el Barroco, con versiones de Caravaggio, Rubens o Rembrandt, y seguramente más ligada a la fascinación truculenta que a su moral ejemplar.
Alguien podrá objetar a esta altura, no sin astucia, que al comienzo de estas líneas quedó dicho, aún de un modo un tanto enrevesado y tramposo, que estas acciones de contextualización no fueron otra cosa que artefactos ortopédicos innecesarios, que no hablan bien de la confianza en el buen juicio de las personas. ¿Resulta, ahora, que en una de esas no estarían tan mal? Buen punto. El tema es que en el caso de los llamados “libros sagrados” muy pocas personas con formación dudan de que son objetos culturales que durante siglos de reescritura fueron recolectando un conjunto de mitos ancestrales, cuyo valor, desde ese punto de vista, sería necio desconocer. Pero para otro inmenso conjunto de personas se trata de un instrumento infinitamente más poderoso. Miles de millones de creyentes en el mundo parten de una interpretación literal y fundamentalista de esos textos y extraen lecciones que se aceptan y difunden como dogmas. No en vano durante siglos el derecho divino de los reyes fue empleado por las monarquías para justificar al mismo tiempo sus privilegios y la miseria de la mayor parte de la población y desestimular todo intento de sublevación contra sus despóticas formas de gobierno.
Si vamos a ponernos quisquillosos ahora, con este hipersensible principio de precaución contra los daños potenciales de lecturas ingenuas, dejemos en paz las obritas raquíticas y más bien inofensivas de Hollywood, cuyo carácter ficcional nadie pone en duda. Comencemos, mejor, con los pesos pesados. Ya tenemos suficiente evidencia histórica de los perjuicios efectivamente provocados por obras que han sido utilizadas durante siglos como auténticas armas de adoctrinamiento masivo y han sido siempre un nefasto contrapeso para la razón, el avance del conocimiento y los impulsos de emancipación. Obras que lograron subsistir apalancadas por el poder, el miedo y la superstición, y cuyo daño deja salpicaduras bien visibles cada vez que a un creyente literalista se le salta la cadena.
1. En el argot de la informática un bug es un error de programación que ocasiona un resultado indeseado.