No. No busquen ahí. La punta del ovillo no está en toda esa hagiografía que Rosalía consultó durante años en cuartos de hoteles cinco estrellas y pisos neoyorquinos. La punta del ovillo de Lux hay que buscarla en la versión orquestal de «Me quedo contigo», que cantó en los Premios Goya de 2019 para el llanto de Almodóvar. El asunto es que la rumba de Los Chunguitos es uno de esos temazos que mezclan el feel folclórico (en este caso, del pueblo gitano) con un sentido muy desarrollado del pop. No hay ninguna composición de este disco que siga esa parte del camino. O casi ninguna. Lux se aventura en la música sacra, pero, como notó alguien que quiero mucho, suena más cerca de los musicales ecuménicos de Disney que de cualquier otra cosa. Cariño, no siempre tenés lo que querés.
En términos de producción,el concepto está cerradísimo: un disco concebido para cuerdas, voces y programaciones cuyo tema es la devoción, pero –en el subtexto– pendula sobre otras zonas: la vida lujuriosa, el despecho, la lucha del espíritu, etcétera. El despliegue de fuerzas convocadas es una lista sábana. Por empezar, sus socios Noah Goldstein, David Rodríguez y Dylan Wiggins. LaOrquesta Sinfónica de Londres, dirigida por el islandés Daníel Bjarnason. Las voces de Björk, de la fadista Carminho, de Estrella Morente, de Sílvia Pérez Cruz, del misteriosísimo Yves Tumor. La gran Charlotte Gainsbourg escribiendo un puñado de versos. Pharrell Williams como productor en «De madrugá». Una mitad de Daft Punk componiendo «Reliquia». Es como si Rosalía hubiera agarrado el menú del restaurante más sofisticado del planeta y, sin detenerse siquiera a abrirlo, hubiera golpeado el cartón con su uña esmaltada: «Tráeme solo lo mejor, guapo».
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Aunque el imaginario visual del disco la encuentra siempre sola, a su alrededor se escucha el murmullo de una corte de efebos que jamás la contradice. Mucho antes de llamar a la orquesta, nadie le dijo que «Porcelana» no daba el piné. Mucho antes de hacer las fotos, nadie le advirtió sobre algunos giros exhibicionistas que no solo ahogan ciertas canciones, sino que sabotean el anhelo monástico.
Claro que Lux tiene, también, momentos interesantes. «Mundo nuevo», por ejemplo. Y la pregunta que abre el disco. Y «Sauvignon blanc», esa balada al piano llena de melismas y marcas de lujo. Incluso el primer minuto de «Mio Cristo Piange Diamanti». Pero no puede ser que se esté usando el adjetivo interesante para hablar de este disco. Debido a la naturaleza de su apuesta, tiene que trascender. Y no lo hace. No gana por knock-out, pero tampoco gana por puntos.
Las críticas que van tema por tema no le hacen ningún favor. Algunas, incluso, enumeran versos como si fuera Sylvia Plath y la mera cita funciona como un pelotazo en contra. Expuestos así, suena a poesía de Instagram. «La perla», el valsecito despechado, tiene una melodía atractiva, pero tendría que lanzar dardos más ocurrentes para valer la pena. ¿«Medalla olímpica de oro al más cabrón»? ¿«Podio de la gran desilusión»? ¿«Terrorista emocional»? ¡Vamos! En cualquier grupo de WhatsApp con tus amigas debés de ser infinitamente más maligna. Más inventiva.
Hablamos de la artista más importante del momento. Claro que su gesto de recogimiento, en el interregno de TikTok, se agradece. Claro que todo su background andaluz aporta un desplazamiento valiosísimo en la ecuación del pop global. Pero de ahí a escribir que Lux es revolucionario, como propone el artefacto de marketing y repite buena parte de la prensa, hay un abismo. Björk, por dar un ejemplo bien a mano, ya trabajó en esta misma línea. Y está buenísimo que un disco te conduzca hacia una cultura, pero no puede ser que necesites bibliografía para emocionarte. Por esa razón los críticos no se animan a decir que hay algo que falla: porque temen quedar en offside. Como si decir que no les gustó equivaliera a reconocer no solo que uno es un ignorante o un obtuso, sino que, además, quedó definitiva y pavorosamente afuera de la ola.
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No creo que pague mucho, pero apostaría un pleno en los Grammy. Lux parece una jugada arriesgada, pero es un disco que ganó desde las gateras. Una obra maestra a priori. Sin escrutinio. Me acuerdo que, cuando los Cadillacs sacaron Fabulosos calavera, la campaña de BMG se apoyó en este eslogan: «El disco que va a cambiar la historia del rock nacional». No era para tanto, pero adivinen: se llevaron el Grammy. Y hablando del Grammy…
En enero de 1972, después de ganar la corona del pop, Aretha Franklin también decidió grabar un disco sobre la fe. Agendó dos servicios en el Nuevo Templo Bautista Misionero de Los Ángeles y convocó a su banda de siempre. Avanzó entre la feligresía, subió al púlpito y se paró de espaldas al coro: una veintena de cantantes amateurs con chalecos plateados, afros y anteojos culo de botella. El reverendo se sentó al piano. Así, en ese galpón descascarado y cableado medio para el orto, cantó todos esos himnos y salmos que había escuchado desde su niñez. Todo pendía de un hilo. Todo podía salir mal y nada podía salir mal. Así se grabó el disco más vendido de la historia del góspel.
En ese sentido, los problemas de Lux son menos culpa de Rosalía que de la época. Hoy los discos se graban así: sellados al vacío. Sin grietas para que pase la luz. Todo ese blindaje se vuelve más evidente si el tema es, precisamente, la divinidad. ¿Por dónde va a pasar? En definitiva, lo que falla de Lux es su programática: si vas a hacer un disco sobre la conexión con Dios, tenés que entregarte. Motomami, por decir algo, estaba mucho más cerca de la lux. Ahí, en esos temas llenos de delirio y juego y deseo, Rosalía se asumía humanísima. Caprichosa. Realmente bendecida. No podés protegerte atrás de la idea de perfección porque perfecta es la divinidad. Nosotros somos bellos porque somos imperfectos.








