Déjame ser parte de esa locura - Semanario Brecha
Playa, Birra y Punkrock Campfest

Déjame ser parte de esa locura

El 8 de enero, en algún lugar de la ruta 10 de Rocha, tocaron varias bandas de punk uruguayo y también Boom Boom Kid, el legendario compositor y cantante argentino. Aquí, la crónica de esa noche, de esa chance to shine.

La banda La Flecha Fletcher en la Campfest Lucas Lema

El bosque avanza como un tsunami negro que va a tragar todo. Pero no.

El mar ruge y amenaza con inundar la playa, primero, y el campo, después. Pero no.

El viento sopla dispuesto a arrancar de raíz las casas. Pero no.

«El evento tendrá lugar en la ruta 10, quilómetro 214. Ahí se encontrarán, unos metros más adelante (hacia el lado del mar), a mano derecha, con la entrada al lugar.» El mensaje –más largo, privado, con datos y recomendaciones– circula por un puñado de selectos teléfonos a modo de confirmación de la asistencia a la primera edición de Playa, Birra y Punkrock. El afiche –ese sí, público, colorido– tiene de fondo una cabaña junto al mar (playa), mientras en primer plano una calavera sostiene una cerveza (birra) y en su skate se puede leer el nombre de un montón de bandas (punkrock). Apenas más grande que los otros seis grupos, se ve la excusa que servirá de broche de oro: Boom Boom Kid, el mito más potente y añejo del punk argentino. Todo eso en el mojón 214 de la ruta 10, cuando el glamour internacional abandona los caminos, ahí donde el bosque, el mar y el viento se adueñan de todo y la Rocha salvaje empieza sin pedir permiso.

Para llegar al Playa, Birra y Punkrock hay que tener, sobre todo, ganas. A esta altura, en el mojón 214, decir que la 10 es una ruta se vuelve un acto de fe, porque los caminos son para llegar, pero este no llega a ningún lado. El trazado irregular, de balastro suelto y arena invasiva, tiene un destino inconcluso unos quilómetros adelante cuando choca de frente con la Laguna de Rocha, hasta donde muy pocos la han seguido para verla desaparecer, sin alharaca, ante la arena, aprovechando el majestuoso espejo de agua para tomarse un descanso.

La última oportunidad de seguir conectado al mundo queda quilómetros atrás, donde se encuentran los caminos que llevan, por un lado, a la ruta 9 y, por el otro, a José Ignacio, a Punta del Este, a la crème de la crème. Allí, en ese cruce, está la entrada de Las Garzas, el emprendimiento inmobiliario de Eduardo Costantini. Un portal de fino luminario y fuertes terminaciones brota como un oasis en un lugar en el que las estrellas y la luna no necesitaban ayuda para bañar miles de hectáreas de campo, bosque y playa. Allí, donde los árboles crecieron salvajes y los médanos ya sucumbieron al soplido del viento sur, una reja rococó y una garita de rígida piedra nacen de las entrañas de la arena. Un médano artificial, un búnker de lujo, un gueto. Un refugio. ¿De qué?

«Ruta sin continuidad.» Un cartel avisa que para el este, para el lado del mojón 214, no hay nada. Lo dice con soberbia. Aquí te espero, dice el cartel. Todo se vuelve un boomerang: lo que pase por acá regresará. Se ve la entrada suntuosa del paraíso privado, y más allá no hay nada. Pero es mentira. «La entrada al lugar del evento va a estar señalizada para que puedan llegar tranquilos. Les dejamos las coordenadas para que vean dónde es el lugar.» En algún sitio de ese puñado de quilómetros está empezando a explotar, como una estrella, algo que no se sabe qué es, pero hace mucho ruido.

¿Es un recital? Sí, porque tocan bandas. Serán siete, durante varias horas. Pero no.

¿Es una fiesta? Sí, porque varios DJ pasarán música hasta que el día se vuelva a mezclar con la noche. Pero no.

¿Es un cumpleaños? Sí, porque alguien puso su casa e invitó a sus amigos. Pero no.

¿Es un acto de resistencia? Sí, porque no hay nadie en ningún recoveco del Estado que sepa que esto existe. Pero no.

¿Qué es? ¿Qué importa?

En el mojón 214, que no existe, decenas de autos y un ómnibus abandonan el trazado y son tragados por un pasto alto que no deja adivinar que debajo hay huellas de camino, unas piedras que recibirán en un día el mismo tránsito que en un año entero. El ritmo se intensifica a media tarde. Los autos, raspando el suelo con la panza, giran hacia el mar detrás del canto de la sirena y sus ruedas calientes se toman un respiro al acariciar las briznas verdes que, de a poco, van dejando paso a la fina arena amarilla que avisa que un puñado de metros adelante está el océano Atlántico en uno de sus puntos más indómitos.

Todos bajan por el camino que no es camino, desde la ruta que no es ruta, hacia el recital que no es recital y la fiesta que no es fiesta; en el punto exacto en que el campo deja de ser campo y se transforma en playa, en un lugar que siempre fue igual, pero que ahora la gente como Costantini dice que son chacras marítimas que valen cientos de miles de dólares, aunque el organizador del evento –¿el recital?, ¿la fiesta?, ¿el show?– no está de acuerdo: para él, es un terreno que heredó de su abuelo y que no tiene alambrado, ni principio, ni final, solo el mar por delante y el campo por detrás. Y una cabaña, claro: la cabaña de madera que ya perdió la vertical por culpa del implacable viento del Atlántico y que sirve de sostén a un pequeño escenario que tendrá el sonido y las luces necesarios para convertir un pedazo de campo en la explosión de una supernova.

MY SMILING FRAGILE HEART

Boom Boom Kid nació como Carlos Rodríguez en Buenos Aires, en 1972. Podría haber sido solo un chico que creció en la dictadura y se desarrolló en la Argentina menemista, pero, además de eso, se convirtió en uno de los artistas independientes más poderosos y genuinos de la escena roquera. Siempre estuvo ligado, mucho antes de tener un nombre en el pequeño Olimpo del under porteño, a la escena del punk, y lo hizo con su estilo. No usaba las remeras cargadas de dibujos de bandas internacionales: buscaba ropas de colores, muchas de mujer, la mayoría recicladas de casas de amigos, y con eso hacía –hace– su vestuario. Además, tenía –tiene– rastas. Y cantaba –canta– con una voz aguda y dulce: nada de sonidos guturales.

Con el nombre artístico de Nekro, fundó Fun People, que se convirtió en una de las leyendas ocultas de la música argentina, manteniendo su independencia artística y siendo una referencia del famoso do it yourself del punk. En 2001 empezó el proyecto de Boom Boom Kid, con la misma idea de darle lucha al sistema, de conservar la inocencia de la niñez, de cantar y gritar. Su larga carrera solo es comparable al mito que existe a su alrededor: el de frontman arrollador, lleno de proezas sobre el escenario. Sus shows tienen la fuerza de un tornado. Dicen que toca el techo con los pies, dicen que salta de parlantes altísimos y cae parado, dicen que gira hasta quedar cabeza abajo y vuelve a caer sobre sus pies, dicen que verlo es una experiencia inolvidable. Y todo es verdad. A los 50 años, no perdió un gramo de la energía que lleva condensada en un envase pequeño. Boom Boom Kid no llega al 1,70, y sus rastas parecen ser más largas que su propio cuerpo.

Sus seguidores valoran su independencia –su primer disco fue dedicado al anarquista Simón Radowitzky, y cita, siempre que puede, a Severino di Giovanni y a Jules Bonnot– y su autenticidad –repite habitualmente que lo que le gusta hacer es «estar en alguna parte del mundo, mojando los pies en el mar tomando un vinito; puede ser Quilmes, Campana, Uruguay»–.1 Por eso está ahí, en el mojón 214 de la ruta 10, un 8 de enero a las 11 de la noche, al final de una ruta que no va a ningún lado, donde el viento no se cansa de silbar, en una casa sin luz, a punto de dar un show para un puñado de uruguayos, en el lugar exacto en el que el campo se funde con el mar. Por eso, porque así es él.

ANGELITO’S LULLABY

Nadie manejará de vuelta a su casa porque se espera una jornada larga, tan larga que atará la luna con el sol. Las carpas –las 50 carpas que se pueden ver con la única luz posible, la del cielo– resisten el bramido constante de un viento de verano que no amenaza con tormenta: apenas sopla por tradición. Tocarán, en el transcurso de ocho horas, siete bandas que acompañarán la caída del brutal sol de enero hasta transformarse en un recuerdo ardiente sobre la oscuridad. Antes de que aparezca Boom Boom Kid, estará sobre el escenario parte del movimiento del punk uruguayo, ese que va desde el horror punk de The Moors –que habla de sangre en los museos, hombres lobo y mosquitos mutantes– hasta el bailable, seductor, hipnótico y psicodélico sonido de Pasajeros del Malaysia Airlines.

Y entonces sí, Boom Boom Kid y Pirexia Kids –la banda de Las Piedras que lo acompaña– suben al escenario y el mojón 214 de la ruta 10 se transforma en otra cosa. Antes, un ajuste: el punk es así. El sonido, que ya fue probado, requiere acomodarlo, y se hace con la banda en el escenario. Boom Boom Kid prueba, gesticula, vocifera, canta, avisa: «Ya salimos». En realidad, ya están sobre el escenario. Pero la magia no cae, porque la magia es que todo lo que se ve surge de las manos artesanas de un montón de voluntarios que moldean la cerámica hasta que esté en su punto ideal. Y si eso implica estar unos minutos moviendo perillas y tocando botones, el hechizo no cae. Es más, es parte del truco ver al alfarero armando la pieza hasta que quede pronta. Y entonces sí
–ahora sí– Boom Boom Kid rompe el cascarón como un cóndor desesperado que rompe el huevo en busca de aire. El corazón latiente del hardcore.

Es un letrista que juega con el español y el inglés, y que en los shows en vivo duplica el poder de sus discos para transformarse en la pelota de un pinball infernal. Rugen los parlantes, rugen los espectadores, ruge él. Pedazos de cosas pasan por los aires: gente, crestas rosadas, remeras al viento y, por supuesto, las rastas eternas de Carlos Rodríguez, de Nekro, de Boom Boom Kid, que ya no es él –hace años que no lo es–. Todo vuela, todo gira. Es una batalla, pero no. Tres o cuatro veces se están por pegar entre distintas personas –hombres–, pero no. Es parte de un ritual, una puesta en escena.

Los parlantes sirven de plataforma de salto para que los espectadores se lancen de cabeza al pogo. Los miembros de la banda sostienen con los pies –sin dejar de tocar– las cajas acústicas que amenazan con derrumbarse. Los micrófonos caen, y los asistentes los ponen de nuevo mientras aprovechan para cantar algunas estrofas de la canción. Todo está permitido. En el medio, imperturbable en su furia, Boom Boom Kid, el demonio de Tasmania, salta, baila, gira y, sobre todo, canta y dice. El músico argentino es –el punk es– un oso herido que muestra las garras para que nadie vea su sufrimiento. Mientras la distorsión arrasa el campo, dirá: «Espero que no haya dolor dentro de tu corazón, porque el mío se cae a pedazos when I far from you», o suspirará: «Arropado en ti sé que tengo porvenir», y rogará: «Envuelve mi corazón». El corazón meloso del hardcore.

LA VIDA ESTÁ BIEN SI NO TE RINDES

Cuando termina la explosión, la paz llega a la costa. Las personas salen caminando como las partículas salieron despedidas del big bang para encontrarse con otras partículas. Grupos que conversan, que se abrazan. En la cabaña de madera, que oficia de camarines y de cocina, muchos se felicitan. Acaba de terminar un evento con carácter de mito. Empieza la fiesta.

La electrónica pide permiso de la mano de varios DJ. Empezará Camilo, terminará –¿terminará?– BBBelén ya entrada la tarde del otro día. Sí, la tarde del otro día. Durante la noche, el generador se apaga y hay que conseguir nafta –¿de dónde?, ¿de los autos?– para mantener viva la música. La furia se vuelve trance, la gente baila al ritmo seductor de un mago: Mac Vinyl Set mueve discos de aquí para allá y ajusta, delicado, las perillas de su consola y de quienes bailan. Luego de la explosión, las partículas que no bailan recorren el terreno buscando su lugar en el universo.

Hay gente armando carpas.

Hay gente comprando birra.

Hay gente mirando el cielo y buscando constelaciones.

Hay gente tocando, imaginariamente, la guitarra.

Hay gente acostándose a dormir.

Hay gente yendo a la playa.

Hay gente por todos lados.

Hay gente cogiendo.

Hay gente deambulando que se mete en las carpas en las que está la gente cogiendo y sale gritando: «¡Uy, perdón! No sabía que estaban cogiendo». Y sigue deambulando.

El tiempo pasa, el sol toma la posta de la luna. Nadie sabe quién ya despertó ni quién aún no se acostó. La música electrónica domestica el día. Lo que hasta hace unas horas era la pista más salvaje del país se vuelve una arena relajada donde un puñado de niños corre mientras algunos adultos bailan. Los lentes de sol son unánimes. La playa seduce con sus olas a quienes buscan calmar el fuego interior y el calor del sol. A 200 metros, entre la arena y el pasto, el chofer del ómnibus escucha folclore y toma mate a la sombra de las bodegas de equipaje abiertas. Los árboles lejanos ya no son una sombra que amenaza. El bramido del viento es un amigo; el mar, un aliado. Nadie sospecha lo que pasó.

1. Disponible en https://indiehoy.com/entrevistas/boom-boom-kid-no-hay-que-quedarse-callado/.

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