Del amor herido - Semanario Brecha
Sobre Montevideo inolvidable, de Alfredo Ghierra

Del amor herido

Montevideo inolvidable: así se titula el largometraje de Alfredo Ghierra que ya está en los cines, con su áurea portada de aire déco y ecos cinematográficos.* Una fórmula que en principio parece algo baladí, pero cuya fingida inocencia encubre un dualismo interesante.

Difusión

Es que el término inolvidable es aquí un adjetivo, pero también un mandato, un atributo de lo que nombra y a la vez designio, propósito, imperativo. Montevideo no puede olvidarse, es por sí misma inolvidable. Pero ante todo no debe olvidarse, y este agudo reclamo disuelve en el acto la ilusoria certeza enunciada antes: revela que el objeto no contiene la anhelada clave del inolvido. Sobre este amargo telón de fondo se recorta el alma de la obra.

La película exhibe el sello de su autoría desde el inicio, y no aludo a las notas autobiográficas –quizá omisibles–, sino a la voz que tiembla en el aire y en el dibujo: la serie animada de trazos inverosímiles que allí se muestra trasunta desvelo y amor por la ciudad que reinventa. En esa voz que es verbo y es arte anida el latido de Ghierra, un pulso incisivo que suele irritar a actores políticos y académicos, pero que cumple un rol saludable: sacude la apatía, conjura el burocratismo, altera las rutinas de la aldea.

De ese porfiado empuje nace y crece esta película, que gira en torno a una incómoda pregunta: ¿por qué es tan difícil cuidar el pasado, por qué tendemos a olvidarlo? Este es su núcleo duro, lo que otorga estructura y sentido al discurso. Bajo este foco, la estrategia retórica discurre por dos vías que se oponen e integran: la cruda exhibición del problema y el intento por escrutarlo y resolverlo. De un lado, la pura imagen revulsiva; del otro, el sondeo de razones que expliquen su virulencia. En ese juego pendular entre el pathos y el logos se dirime la propuesta.

La apuesta visual es corrosiva: la belleza que aún pervive se revela provisoria e inerme ante la inminente furia destructiva. El cuadro resulta feroz en su elocuencia: la maquinaria se impone salvaje a la fragilidad de vitrales, molduras y balaustres, y la fuerza bruta irrumpe en la delicadeza con el gesto inapelable de la muerte. Esto adquiere aún otro viso indigerible: las manos obreras destruyen lo que otras –como ellas– hicieron antes con talento y esfuerzo, y un solo golpe infeliz cancela horas preciosas de trabajo colectivo acumulado. Se impone entonces la náusea: todo es absurdo, irracional, arbitrario. La imagen no da razones ni motivos de sí misma, no despliega ni explica lo que muestra. Se exhibe de modo atroz, y el impacto emocional es directo.

Pero la dura evidencia reclama el imperio de la razón, que busca afanosa diseccionar el absurdo. La respuesta es plural, difusa y a menudo esquiva. Ghierra convoca en ello a otras voces y teje así la urdimbre coral que se enuncia: actores políticos, sociales, técnicos, empresariales, sindicales y académicos –entre quienes me incluyo– intentan apresar el viejo pez escurridizo. Esgrimen sus argumentos. Procuran entender y explicar por qué no hemos sabido aún salvar ese nudo creado entre historia, belleza y afecto, que no es sino el patrimonio que nos inquieta. Un intento que me parece crucial por la premisa que alienta: lo que ocurre no es fruto exclusivo de la maldad ni de la ignorancia ni de la desidia, sino el efecto de una compleja red factorial que requiere escrutinio. Esto funciona aquí como un antídoto: permite abatir la puerilidad con que este asunto a menudo se aborda en la voz de algunos activistas.

En esta tertulia asoman, dispersos, algunos retazos explicativos: el peso abusivo de la inversión, la ausencia de incentivos con fines patrimoniales, la falta de firmeza o de voluntad política, los tiempos burocráticos, las eternas falencias normativas. Y también algunos temas concretos –y a veces prosaicos–, como el impacto urbano de la ley de vivienda promovida, la conversión de toda excepción en regla, el presumible lavado de dinero, la obtención de «tolerancias» a cambio de irrisorias multas.

EN LA CIUDAD NIÑA

Me permito aquí arriesgar mi propio punto de vista. Creo que el problema reside –al menos– en factores económicos, legales y culturales o educativos, que aparecen mediados por los aprietos propios de la arquitectura. Una afirmación anodina y sin atractivo que encierra, empero, claves sustantivas.

Me explico: como bien de uso, la arquitectura tiene un fuerte anclaje social y es, por ende, heterónoma: surge como envase del mundo y está sujeta a sus fluctuaciones. No es inútil ni endógena como el arte, que ignora el afuera y pervive en sintonía con la razón económica. El cambio es en ella la clave de su duración, la traidora condición de permanencia: debe ajustarse al paso del tiempo, y ese ajuste –a veces impertinente– suele aliarse a la rentabilidad económica. Por ello, admite lo que el arte repudia como sacrilegio: el capital le exige su mutación –y aun su mutilación–, y a menudo solo pervive al precio de la renuncia.

Pero en este prisma hay también planos de orden normativo, como la torpeza o la ineficacia de las leyes vigentes y los persistentes vacíos legales en torno al tema. Un claro síntoma en tal sentido es la destrucción de inmuebles o tramos urbanos por su mero desamparo legal, lo que en teoría conduce al absurdo de intentar protegerlo todo por vía declarativa o resignarse a perderlo. A esto se agrega la suma de perversiones que este modelo reproduce y justifica, como la legítima opción de pagar a efectos de infringir la norma.

Ahora bien, tras este marco legal hay una base social que lo requiere y sanciona. Y en ello asoma el lado más brumoso o etéreo de todo esto: el peso de la educación y la complicidad cultural que puede construirse –o no– en torno a estos dilemas. Un dominio asociado a la noción de patrimonio y a los equívocos que comporta: la confusión usual entre longevidad y aprecio, la falsa oposición entre preservación y progreso, la atávica miopía ante el valor social –sí, social– de la belleza. El reto es enorme, dentro y fuera de la academia.

Pero vuelvo a la película y al principio. Vuelvo a esta ciudad niña –así la llamo– que no es capaz de salvarse por sí sola del olvido, a esa joven bella pero aún ajena a su belleza, como diría Zorrilla.1 Recobro entonces la acepción ética de lo inolvidable, porque la otra se ha mostrado ficticia. Montevideo no debe olvidarse, repito. Ghierra aporta en ello su grano de arena, y esto me lleva a aquel remoto verano en que –sin saberlo– nos conocimos. «Solo una cosa no hay», dice Borges, y «es el olvido».2 Ojalá sea cierto. 

* Cabe recordar aquí, por ejemplo, la célebre portada de Metrópolis (Fritz Lang, 1927).

  1. Juan Zorrilla de San Martín, Resonancias del camino, Imprenta Nacional Colorada, Montevideo, 1930. ↩︎
  2. Jorge Luis Borges, «Everness», El otro, el mismo, Emecé, Buenos Aires, 1964. ↩︎


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