En 2002, el Centre for Global Negotiations evaluó los avances en la cooperación Norte-Sur sobre la base del Informe Brandt1 (1980), y concluyó lo siguiente: asuntos globales como la lucha contra el hambre, la pobreza, la deuda y el comercio internacional seguían en pésimas condiciones pese a los supuestos progresos en ese intercambio. De ser esta la situación, ¿por qué el Sur global no debería buscar sus propias soluciones? Primero, cabe adelantar que sí, existe un Sur global. No se trata de un concepto geográfico, sino de un conjunto de países acomunados por una historia de colonialismo, imperialismo y fricciones con el mundo occidental; economías dependientes de la exportación de materias primas y del Fondo Monetario Internacional (FMI), por la alta deuda externa; emigración y diásporas hacia y en el Norte global, e importante desigualdad interna, pero, sobre todo, proyecciones futuras de crecimiento económico dinámico.
Para entender el Sur global, es necesario mirar el tablero geopolítico mundial según la multipolaridad, en la que los conceptos de centro y periferia articulados por el historiador económico y sociólogo Immanuel Wallerstein son esenciales. Vemos que persiste un centro, o Norte global, desarrollado por encima de una periferia, el Sur global, que es dependiente del desarrollo del Norte mediante sus exportaciones. Retomando a André Gunder Frank, la dependencia de la periferia respecto del centro se puede sintetizar como un proceso de «desarrollo del subdesarrollo».
En el caso de América Latina, los distintos niveles de desarrollo presentes en la región dan lugar a semiperiferias, como pueden ser Argentina, Brasil, Chile, México y Uruguay. Al mismo tiempo, se constata también la existencia de periferias extremas; es el ejemplo de Haití, definido como una «outer periphery» (periferia exterior) por el investigador de la Universidad de Virgina Robert Fatton. Esta es la diversidad del Sur global. A raíz de lo expuesto, cabe fijar el concepto académico de multipolaridad y su variante política. El sociólogo y politólogo argentino Atilio Borón se refiere, en América Latina en la geopolítica del imperialismo, incluso a un «policentrismo, impulsado por un acelerado proceso de multipolarización económica y política que convive con el unipolarismo exclusivamente restringido al ámbito militar». En cambio, la narrativa política procedente de China, Rusia e Irán apunta más al declive total de Estados Unidos, y queda claro que la multipolaridad no tiene como prioridad la democracia liberal.
Ahora bien, uno de los argumentos insólitamente lanzados para derribar el Sur global es su incoherencia o, incluso, su total inexistencia. Pero el Sur global existe, en su diversidad de actores e intereses. A este respecto, la investigadora martiniquesa Aude Darnal argumenta en la World Politics Review que Sur global es la etiqueta más polifacética y neutral que existe para referirse a los Estados que históricamente han sido relegados a los márgenes del orden mundial. No hay que confundirse, pues la relegación a los márgenes del orden mundial para América Latina ha sido diseñada por el Norte global, pero ha sido ejecutada por los mismos gobiernos latinoamericanos. La explotación económica y laboral en la región es un producto de los términos desiguales establecidos por el mercado internacional, pero con plena voluntad política y jurídica de los Estados latinoamericanos.
Cuando el economista brasileño Ruy Mauro Marini detectaba, en Dialéctica de la dependencia, que el capitalismo global imponía un modelo explotador que se transfería –el verdadero efecto derrame– del Estado hacia el trabajador, hablaba tanto del sistema económico internacional como de los esquemas laborales en América Latina. Un estudio reciente de la Organización Internacional del Trabajo releva que solo dos países latinoamericanos (Chile y Ecuador) limitan legalmente la jornada laboral a un máximo de 40 horas, mientras que ese límite es una realidad bien establecida para la mayoría de las naciones europeas. Es ahí donde identificamos el mantenido clivaje Norte-Sur.
A pesar de los avances en las últimas décadas, América Latina parece seguir atrapada en el subdesarrollo dependiente, en el que los períodos de bonanza o de recesión en el precio de las materias primas condicionan el juego político nacional, el margen de maniobra interno (gasto público) y externo (política exterior). Las relaciones internacionales latinoamericanas durante la oleada progresista (2002-2015) demuestran que los acercamientos al Sur global se han dado por dos factores: a) la crisis hegemónica de Estados Unidos y b) la posibilidad de autonomía y diversificación por alto valor en las exportaciones. Si una política exterior autonomista y multipolar, cercana al Sur global, depende del precio de los commodities en el mercado internacional, resulta esperable que la dependencia siga dictando la agenda internacional latinoamericana.
De hecho, los años del auge en el valor –y la demanda– de materias primas como el trigo y el petróleo para las economías latinoamericanas coincidieron con la primera cumbre de los BRIC (Brasil, Rusia, India, China), entonces sin Sudáfrica, en 2009. El giro hacia el conservadurismo en América Latina, y en Estados Unidos con Donald Trump, volvió a plantear al Norte global como eje estratégico, en tanto es un representante de un Occidente imaginario. A menudo, los BRICS y el Sur global son criticados por su marcado aspecto ideológico. Cabe, entonces, preguntarse si la coincidencia entre gobiernos conservadores y el alineamiento dependendista al Norte global se produce por pragmatismo o por mera ideología. Recordemos un famoso editorial del diario argentino Clarín del año 2015, titulado: «¿Y si volvemos a Occidente?». En dicha publicación, se planteaba que Argentina tenía que volver a identificarse con el Occidente europeo y estadounidense en su política exterior, en la que obviamente hay cabida para Israel, pero muy poco espacio dedicado a América Latina. Es oportuno preguntarse si existen razonamientos similares en Uruguay.
La actualidad muestra que la política latinoamericana sigue sin comprender a pleno las oportunidades ofrecidas por el Sur global. Los virajes ideológicos empujan a los gobiernos a concentrarse en las relaciones bilaterales. En otros extremos, como es el caso de Javier Milei, el esfuerzo se dirige a realidades tradicionalmente occidentales (el G7, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, la Organización del Tratado del Atlántico Norte) de utilidad meramente simbólica para América Latina. Argentina, con su alcance económico, su capacidad productiva y sus recursos naturales, elementos señalados por el sociólogo e investigador argentino Gabriel Merino en su artículo «La dimensión geopolítica del desarrollo», ha rechazado ingresar a los BRICS por el berrinche ideológico-identitario del gobierno actual.
Uruguay no ha de seguir el mismo rumbo. La diversificación financiera, o multipolaridad comercial, parece ser una idea atractiva para la República Oriental. Montevideo ingresó al Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS en 2021, lo que podría ser un paso interesante hacia la completa adhesión al organismo. Nuevamente, la diversificación para los países latinoamericanos, sometidos a deudas externas significativas e históricamente otorgadas en dólares estadounidenses por el FMI, representa un camino apropiado. La diversificación ofrecida por los BRICS resulta estratégicamente positiva. No obstante, es inocultable el peso creciente de China en cuanto proveedor de crédito en América Latina, con lo cual es oportuno que los gobiernos latinoamericanos diseñen posturas autonomistas frente a la negociación con el gigante asiático.
Asumir que China actúe pro bono en Latinoamérica es ingenuo, pero lo es aún más emparejar la actitud de Pekín en la región con la historia imperialista de las potencias anglosajonas. La política exterior latinoamericana, mediante una autonomía pragmática, debería esquivar la dialéctica del amo y del esclavo hegeliana, en la cual dos sujetos en situación de esclavitud terminan estableciendo una relación de jerarquía del uno respecto al otro. Para Uruguay, Adrián Larroca afirma en una columna en La Diaria que «la cooperación [S]ur-[S]ur no sustituye las relaciones ni con Estados Unidos ni con la Unión Europea, sino que simboliza una oportunidad de extender la autonomía e injerencia en el sistema internacional». Este acercamiento es aplicable a gran parte de América Latina. El subdesarrollo y la dependencia son factores que plantean preguntas alrededor de la política exterior latinoamericana, con respuestas que todavía no han conllevado soluciones. Mirar a un Sur global en movimiento y en crecimiento, acercarse a los BRICS y diversificarse pueden ser comienzos de una estrategia autonomista para las nuevas relaciones internacionales en América Latina.
* Alberto Maresca es máster en Diplomacia y Relaciones Internacionales por la Escuela Diplomática de España y licenciado en Ciencia Política y Relaciones Internacionales por la Universidad de Nápoles Federico II, Italia. Actualmente estudia la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown, donde se desempeña como asistente de docencia e investigación. Ha sido investigador visitante en Flacso Argentina y en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.
(El autor agradece al Programa de Estudios Internacionales de la Universidad de la República por la invitación a un reciente seminario que ha contribuido a la elaboración de este escrito.)
1. El Informe Brandt fue el primer informe de la Comisión Independiente sobre Cuestiones Internacionales de Desarrollo, presidida por el excanciller alemán Willy Brandt y creada a instancia del Banco Mundial.