No hay caso, por más serios y elevados que los cineastas españoles se quieran poner, y por más buenos que puedan ser Amenábar, León de Aranoa, Cesc Gay y Jonás Trueba, el mayor fuerte del cine español, su costado más irreproducible y auténtico, es la comedia, y concretamente la comedia más extrema y descarriada. La herencia del esperpento en literatura, y de Luis García Berlanga, Marco Ferreri y Rafael Azcona en cine, ha engendrado una tradición de producciones irreverentes, excesivas y de-
sacatadas, que generan tantos fanáticos como aguerridos detractores, y en las que tan bien han sabido incursionar Almodóvar, Javier Fesser, Santiago Segura y, por supuesto y como ninguno, Alex de la Iglesia.
Por alguna razón la comedia no suele tener muy buena prensa y se habla frecuentemente de estas películas como de “entretenimientos menores”, como para pasar el rato y nada más. Pero lo cierto es que, como pocos, De la Iglesia (El día de la bestia, Muertos de Risa, 800 balas, Crimen Ferpecto) es un maestro del anarquismo cinematográfico, sea a la hora de burlarse de todos y de todo, de hacer volar cosas por los aires o de disponer un espejo retorcido, exagerado y bizarro en el que podemos reconocer vicios propios y de la sociedad en la que vivimos.
La anécdota general de Mi gran noche es brillante: a José lo llaman para ser figurante (extra) en una gala especial de nochevieja (víspera de año nuevo), el rancio programa de la Tve que año tras año y desde hace décadas rompe récords de audiencia, haciendo desfilar cuanta celebridad haya en la vuelta. Pero al llegar al canal y al plató –en pleno mes de agosto– se percata de una situación muy particular: todos los extras que allí se encuentran reunidos llevan más de una semana y media encerrados, fingiendo con falsa alegría, una y otra vez, la llegada del año nuevo. Nadie está contento de verdad: en la filmación hubo fallecidos, un par de presentadores se odian con intensidad, hay un asesino suelto y un par de chicas persiguen a la estrella latina del momento para chantajearla. Por fuera, una violenta manifestación de trabajadores bloquea la salida de los estudios.
De la Iglesia presenta el que quizá sea el más coral de sus cuadros, y lo impone a fuerza de un montaje frenético, con un ritmo totalmente endiablado, lanzando dardos envenenados del más corrosivo humor negro a la industria televisiva, a los productores, a un submundo artificial y fraudulento, a las estrellas latinas de ayer y de hoy, exponiendo todo lo grotesco y decadente que puede llegar a ser el mundo del espectáculo en España. El que sobresale como ninguno es el mítico Raphael (sí, el que cantaba el tema “Escándalo”) haciendo de un sí mismo maligno, un ególatra déspota y manipulador. Quizá, como sucedió con Billy Wilder, haya que esperar unas décadas más para que se considere a Alex de la Iglesia como uno de los grandes. Mientras tanto sólo nos queda disfrutarlo en vida, y aprovechar de su copiosa productividad.