La voz en off de Andrés Boero Madrid se escucha al comienzo, entre el canto de los pájaros y el soplido del viento. “¿Ustedes se acuerdan de lo que fue su vida? ¿Ustedes se acuerdan de su pasado, de los detalles? Mi abuela se llama Blanca Simona Calderón Roberts, nació el 18 de febrero de 1931 a las 12 del día.”
Bastón en mano, sentada en un sillón en el jardín de su nieto, Blanca se pregunta, se contesta, se vuelve a preguntar: “¿Ustedes se acuerdan desde niños todo lo que han hecho, o no? Nadie se acuerda de cuando era niño, y yo recuerdo todo, todo. Todo. ¿Viste que yo me acuerdo… todo? Me acuerdo, ¿por qué?, me pregunto. ¿Por qué será eso? ¿Sería porque yo era una persona solitaria?”.
La poesía de la abuela dio forma al documental El olor de aquel lugar, puntapié inicial de un viaje artístico que emprendió su nieto. “No eran historias que mi abuela me contara cuando yo me iba a dormir, ni siquiera recuerdo en qué momento me contó las historias, pero me las contó tantas veces que un día le dije que se sentara ahí afuera y me contara toda su vida”, recuerda ahora Andrés, entrevistado en la misma casa en la que entrevistó a su abuela, donde montó una residencia artística en lo que antes fue un aserradero, contra el frío hondo que da la proximidad del río, frente al calor de una estufa a leña.
Andrés –artista visual, 33 años, nacido en Dolores– se radicó en Villa Soriano, donde vivieron sus antepasados, con “la tarea imposible” de instalar la residencia cultural Vatelón. Los cuentos de la abuela lo llevaron a preguntarse por el vínculo entre los hombres y el paisaje, por los oficios que naufragaron y los que subsisten, por los artefactos que transportan a otras culturas, por las casas construidas en ese lugar con los elementos de ese lugar, por la tierra, el agua, el viento y el fuego, por la gente que vive del río y fluye como él.
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La historia ubica a Villa Soriano como la más antigua fundación española en lo que hoy es suelo uruguayo, y como el lugar elegido por Hernandarias para introducir el ganado en la región. También la ubica como el sitio donde Artigas e Isabel Velázquez, hija de un cacique chaná, tuvieron cuatro hijos, que les dieron seis nietos, 11 bisnietos, 35 tataranietos… Santo Domingo Soriano, su nombre completo, se remonta a una reducción de chanaes dispuesta por los españoles en 1624,1 primero asentada en la isla del Vizcaíno y, debido a las frecuentes inundaciones, reasentada en 1708, donde permanece hoy.
Pero las preguntas que heredó Andrés no eran para los historiadores. Como pinceladas de respuestas apeló a la memoria de la gente, a las fotos atesoradas en los baúles de la villa, a las travesías por las islas y los montes. Las plasmó, luego, de la mano de la expresión artística, en un libro2 con un mapa en la solapa, fotos propias y textos ajenos, titulado Hum –que “significa ‘a mí’ o ‘nuestro’ en dialecto guenoa, y ‘negro’ en guaraní”–, nombre original que los indígenas dieron al río.
Andrés pasa las páginas de su libro y, una tras otra, aparecen sus fotos (recientes) y las de las familias de Villa Soriano (rotas, difusas, viejas). Casi al principio está el retrato de “una de las últimas indígenas de madre y padre que había acá en Villa Soriano”, según le contó la mujer que conservó la imagen. Andrés recorrió las casas de sus vecinos pidiendo fotos de otras épocas, y seleccionó y volvió a seleccionar entre las miles que le prestaron: las amigas en una playa del Rincón de la Higuera, una señora con los pies sumergidos en el río, dos mujeres trepadas a un árbol, las familias en traje de baño pescando en la pasarela. “Siempre había una alegría, una espontaneidad y una conexión con el paisaje. Hay cosas que funcionan para mí y no necesito que se entiendan, pero por ejemplo este es mi bisabuelo, y ese día fue en el que se murió su madre. Ese traje se lo había ganado en una rifa, él era una persona muy, muy pobre. Estaban vestidos así porque era un velorio”, revela Andrés, hablando de la foto que abre su libro.
Para darle “cuerpo a ese universo”, Andrés entrevistó a referentes de Villa Soriano, gente que por su oficio estuvo ligada al paisaje: pescadores, leñadores, boteros –oficio extinto de aquellos que transportaban gente a un lado y otro del río–. En una de esas charlas, un pescador le habló de la Isla del Vizcaíno, en donde dijo que había cerritos indígenas.
—Llevame –pidió Andrés.
—Hace 15 años que no voy –respondió el pescador, que le describió un lugar escondido entre los pajonales–. Calzate bien, porque vamos a tener que atravesar mucho monte espeso.
“Fuimos a la Isla del Vizcaíno, a un lugar que se llama Cerro del Indio, y cuando llegamos, ¡el impacto que tuvo ese hombre! El monte ya no estaba. En el lugar donde hubo un gran asentamiento indígena había una gran pradera para plantar soja. El primer sacudón fue ese: él dándose cuenta de que habían desmontado todo. Sin embargo no se lamentaba, le impresionaba pensar cómo lo habían hecho, y el impacto que recibió por la transformación del lugar se leía más en su silencio que en sus palabras.”
El Cerro del Indio es hoy un montículo de arena lleno de cráteres, porque la “gente va a escarbar para encontrar artefactos indígenas”. Después de esa travesía, una de tantas, Andrés quedó empapado de “lo efímero de las culturas, de cómo desaparece una y viene otra a escarbar para encontrar los rastros de la anterior. También de cómo el paisaje se modifica a partir de los sistemas de producción, de lo efímeros que somos como paisaje”. La experiencia desembocó en un cuadro. “Proyecté en un lienzo la imagen de un monte y lo dibujé con barro, para llegar a esta cosa de lo efímero del paisaje, de su fragilidad.”
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Son las 14.15 del sábado 3 de junio pero el cielo parece el de un atardecer: está nublado y la claridad asoma sólo por lo bajo, apenas por encima de Los Galpones. Lucas –oriundo de Villa Soriano, 23 años, aprendiz y guía de Andrés– relata que allí se descargaba el carbón que traían los barcos. La leyenda cuenta que Los Galpones fueron construidos sobre un cementerio indígena.
—La gente viene a escarbar a ver si encuentra restos de esa cultura –informa Andrés.
—El encargado anterior, después de una crecida, encontró dos esqueletos abrazados –dice Lucas.
“Allá hay un charco y más adelante agua. Está creciendo, se empezó a venir de vuelta”, indica –descalzo, pantalones remangados– Lucas, mientras analiza el suelo con la punta del pie. Para llegar a orillas del Río Negro a la altura del Rincón de la Higuera, su paso será la garantía y su hombro, un sostén.
“Hasta hace poco había terribles playas, pero las crecientes se fueron llevando la arena. Después del tornado, que en estas costas sólo afectó en forma de creciente, Pepé perdió casi todo. Tuvimos que ir a buscar la canoa, los botes, estaba todo flotando a 300 metros, y perdió la motosierra, el motor fuera de borda, la ropa. El Rincón es bajito, si el agua sube 80 centímetros, ya tiene todo tapado”, cuenta Lucas. Pepé es abuelo de dos de sus amigos y Lucas lo visita a menudo. El campamento está nada más que a tres, cuatro, cinco pasos de la orilla. Las olas amenazan sobre el toldo, pero Pepé –próximo a cumplir 78 años, jubilado, leñador y pescador– está tranquilo.
“Acá mismo hace 13 o 14 años que vivo. Soy de Dolores. Siempre en mis días libres andaba en el río, desde los 11 años andaba en el río. Me gusta acá, estás tranquilo, no sentís ruido de nada, no molestás a nadie y vivís tu vida como te parece. Yo voy pa’l pueblo y lo que quiero es venirme acá.”
—Después de esta tranquilidad, ¿pa’ dónde más? –le pregunta Andrés.
—Pa’l cementerio, más tranquilo que eso no hay.
En la vuelta hay siete perros, algunos suyos, otros de un matrimonio que vino a visitarlo y duerme la siesta. Una perra se sienta en una silla. La otra se pone peligrosamente contra el fogón. “Me estoy levantando tarde, como a las 6 y media. En verano sí más temprano, porque a las 4 ya estoy escuchando Radio Nacional, de Argentina. Y ahí ya sigo: salgo a recorrer los trasmallos, saco pescado para mí y para los perros, y si sale mucho lo vendo en el pueblo; en este tiempo es lindo porque se conserva todo el día, pero si no, se echa a perder. Después me voy a hacer un poco de leña, hago para mí y para vender también. Las jubilaciones de nosotros los rurales…”
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“Cuando estuvimos en crisis, cuando nuestra posición económica no era la más favorable, veníamos al pueblo dos o tres veces al mes, el resto del tiempo estábamos acampando y moviéndonos de un lado para el otro”, cuenta Lucas. Su familia abandonó la pesca por “un golpe de suerte”, como lo dice él. “Nos cayó plata del cielo. Se nos fueron los trasmallos por una correntada muy fuerte, terminaron en la costa argentina, y cuando los pudimos levantar no había una sola red que no tuviera peces. Después, un amigo de papá le dejó la garrafería, una recarga de gas, entonces empezamos a vivir de eso. Y por último falleció mi abuelo, el padre de mi padre, y dejó una herencia. Con todo eso dejamos de vivir tan precariamente. Todo eso pasó en una semana.”
Lucas estuvo años boyando hasta que volvió al río, al que siempre había visto con unos ojos hasta que encontró en su cámara otra forma de mirar. “Me di cuenta de que nunca me había puesto a pensar en el río, aparte de como herramienta de trabajo; como la historia de toda la gente que ha pasado por ahí, de mis ancestros. Siempre respeté al río, pero ahora tengo otra forma de verlo, no sé si ‘poética’ es la palabra, pero nunca había observado el paisaje con tanta admiración.”
Por la fotografía fue que Andrés y Lucas se conocieron: Lucas apareció un día en lo de Andrés pidiendo que le diera clases. Cuando surge el recuerdo, alcanza con que Andrés diga “el primer día que llegó…” para que a Lucas se le dispare la risa. “Me dijo –continúa Andrés–: ‘Quiero aprender algo de fotografía’. ‘Bueno, dale –le contesté–. Te voy a pasar una peli. Mirala, después volvés y hablamos, a ver qué te pareció’. Le estaba pasando Nostalgia, de Tarkovski, y pensé, si vuelve, vale la pena.”
Lucas volvió.
En un viaje de ida y vuelta, Andrés lo guiaba con su fotografía mientras Lucas lo guiaba por los montes y las islas. “Estuve como un año yendo y viniendo hasta que armé el proyecto. Se trata de la desmaterialización de todo lo tangible, de la aceptación y el amor a las cosas por lo que son y como son, por su esencia y no por su apariencia. El objeto de mi interpretación es mi abuela, que tiene 82 años y un par de conocimientos muy raros… o poco comunes. Mi abuelo era curandero, se dedicaba a la pesca también, y sabía pila sobre el paisaje, las plantas, los animales, el comportamiento de la gente… Entonces a mi abuela le quedaron todas esas cosas del abuelo, cosas espirituales. Un día fui y la abuela me dijo: ‘M’hijo, usted no se preocupe si anda en el río, porque igual que su abuelo puede hablar con el viento’. Siempre tuve la maña de venir al río, me gusta pescar, me gusta cazar, me crié en este entorno, entonces vengo bastante seguido. Pero esto fue todo un descubrimiento, y mi abuela es un puente que estoy atravesando.”
Cada vez que visita el campamento de Pepé, o que va al monte, Lucas lleva su cámara digital y tira unas fotos. “Pero el proyecto mío lo estoy trabajando con fotografía analógica, y estoy retratando el inconsciente de mi abuela.” El proyecto se llama Mero, porque “la conciencia de mi abuela es una mera conciencia, es muy simple y sencilla, pero su inconsciente es un viaje, es ese conocimiento mediante el que reacciona y actúa por inercia. Si bien materializo las ideas, en ningún momento uso su cuerpo para retratarlo, no es un trabajo documental, es algo más personal”.
Lucas encontró un par de fotografías rotas de su abuela, “muy viejitas, muy viejitas”, de donde ella vivía, “y que estaban junto a unas lamparillas y unos cilindros de cera donde se grababa música. Mi abuela me habló de su tatarabuela, de que esas cosas le pertenecían a ella, y cómo a través de su tatarabuela conoció a mi abuelo. Toda la familia venía ligada mediante lazos de amistad, entonces me pareció interesante generar un archivo reciente del lugar en el que convivían las fotos viejas y esos objetos, y que unen esa historia”.
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La abuela de Lucas no habla casi nada, pero a la abuela de Andrés le encanta hablar.
“Yo le contaba historias, mi vida, le contaba yo a él, cómo era. Y él me decía: ‘Abuela, agarrá un cuaderno y andá escribiendo todos los días un poquito, qué era de tu vida, qué hacías’, pero a mí escribir no me gusta, me gusta más hablar, entonces un día empecé un diario, empecé, lo dejé en el camino, porque no me gustaba, me cansaba escribir, a mí me gusta estar frente a él y decirle: ‘Y hoy ha sucedido eso’.” Blanca no le habla a la cámara, ni siquiera a Andrés, sino a sus descendientes: “Les va a quedar un recuerdo de la abuela, de cómo era, una vieja medio loca, llena de fantasías, que siempre vivió así, siempre soñando”.
Son algo más de las cinco de la tarde, pero después de todo un día nublado el sol acaba de salir y se refleja en las aguas oscuras del río. A la entrada del muelle unos niños se entretienen con sus cañas y dos señoras se turnan, celular en mano, para registrar el momento. Sin apuro, una se toma su tiempo para explicarle el funcionamiento del aparato, mientras la otra, sin disimular su impaciencia, le reclama que mire a la cámara.
En un banco hay dos enamorados y en el otro un pescador solitario. Andrés señala a la distancia los sitios que registró con su cámara, mientras los pájaros suben el tono y el sol se termina de ocultar entre la Isla del Vizcaíno y la del Lobo.
“En el folclore siempre se hace alusión a la tierra, a los pagos, y me puse a pensar que yo no me identifico con la tierra, sino con el río.” En la traducción de Hum, interpreta Andrés, “tuvo más fuerza la idea del Río Negro, pero a mí me gustó más esta idea del río nuestro, porque las personas que viven acá son el río”.
- Los españoles llamaron “reducción” a los poblados en los que reasentaron, bajo su mandato, a las tribus indígenas.
- Hum se materializó en un libro gracias al apoyo de los Fondos Concursables para la Cultura, del Mec, pero es mucho más que un libro: es una línea de exploración artística de vida para Andrés Boero Madrid. Videos, registros sonoros, fotos, pinturas, diferentes expresiones de esta obra ya han sido expuestas en Uruguay y el extranjero. En este momento, y hasta el 27 de agosto, el artista expone Barro en el Espacio de Arte Contemporáneo.