En la última entrega del Festival de Cine Estudiantil ENERC Se Proyecta,1 Fernando Martín Peña, reconocido archivista e historiador argentino, comentaba resignado los sucesivos fracasos de su país a la hora de institucionalizar la preservación de los archivos fílmicos y que esa labor recibiera apoyo por parte del Estado, una situación agravada, además, por la alarmante inexistencia de una cinemateca nacional al otro lado del río. Ya han sido muchos los intentos por activarla, decía, y a pesar de que hay un montón de archivos pudriéndose dentro de sótanos en ruinas, la aparición de una cinemateca argentina2 aún permanece lejos en el horizonte.
Algunos de los actores culturales que han trabajado para su creación, además de Peña, estaban presentes también aquella noche: Gabriel Rojze, el actual rector de la ENERC, munido de algunos tecnicismos legales, replicaba a Peña que toda esta discusión se trata nada más que de dinero, o mejor, de su ausencia. Peña retrucaba que sí, que de acuerdo, pero que era bueno precisar que esa limitante económica se explica por una negligente falta de voluntad política. El intercambio se tornaba cada vez más filoso: Rojze buscaba dar por saldado el debate argumentando que la única manera viable de promover ese cambio era yendo al Parlamento. Peña preguntaba, entonces, si efectivamente lo habían hecho. Rojze respondía que no, como Peña ya sabía, y que en ese momento la urgencia no ameritaba tal clase de intervención. Y es que el tema de la cinemateca argentina nunca parece ser urgente.
Es algo en lo que acuerdan las distintas presentaciones argentinas en esta Semana del Cine Recuperado. Aun cuando la recuperación nazca de proyectos privados y deba lidiar con toda clase de obstáculos, Peña, sin embargo, no se cruza nunca de brazos. Todavía persiste en la gestión de un archivo personal, que no para de crecer, y en su labor dentro del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), donde programa con regularidad. Además, desde hace ya un tiempo y gracias a la Cinemateca Uruguaya, trabaja también en Uruguay continuando y expandiendo su labor.
Durante los tiempos de Manuel Martínez Carril, su colaboración con esta institución era sistémica, permanente, pero con la llegada de las proyecciones en DVD –Peña solo proyecta fílmico– su trabajo empezó a perder sentido. Tras la reubicación de la Cinemateca en la nueva sede de Bartolomé Mitre y Reconquista, y el regreso de esta al fílmico como formato de exhibición preponderante, el hombre que contribuyó al hallazgo del rollo perdido de Metrópolis (1927), de Fritz Lang, retomó la vieja alianza con la Cinemateca, una tarea conjunta que viene de los años noventa. La edición de Más Allá del Olvido (MADO) en Uruguay no es más que la culminación orgánica del fructífero y recíproco compromiso entre el coleccionista argentino y la institución uruguaya.
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La primera edición de MADO tuvo lugar en enero de este año, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y las proyecciones estuvieron repartidas, a lo largo de cinco días, entre el MALBA y el Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken. «En un momento en el que las pantallas se multiplican y los formatos evolucionan», promovía su texto curatorial, «Más Allá del Olvido nos invita a detenernos, mirar hacia atrás y descubrir el valor incalculable de nuestro legado cinematográfico». Pero este festival no se limita únicamente a la difusión del archivo en términos de su enorme valor político y cultural, también enaltece la colaboración entre instituciones y diversos actores culturales de Latinoamérica. Es ese, precisamente, su motor: «Nos parecía que estaba bueno armar una especie de vidriera», dice Leandro Listorti, notable realizador e integrante de la Filmoteca Buenos Aires, «donde se le pudiera dar más relevancia a nuestro trabajo y al de otras instituciones amigas, principalmente latinoamericanas». Cinemateca Uruguaya no podía quedar ajena a esa red. La edición montevideana de MADO coincide en fechas con la del festival Il Cinema Ritrovato de Bolonia, y para Listorti se trata de una sincronía relevante, «ya que todos ellos [también el MADO y la Cinemateca Francesa] tienen sus festivales y eventos para mostrar los resultados del trabajo, con un estándar muy alto, de primer mundo. Y nosotros solemos quedarnos afuera, no por los materiales en sí, sino por temas tecnológicos».
No es un tema menor: es claro que no poseemos las mismas facilidades para cumplir con las tareas de conservación, preservación, restauración y digitalización (todas tareas únicas pero a la vez complementarias) que los países europeos. El Museo del Cine, en Buenos Aires, o la propia Cinemateca Uruguaya tienen severas limitaciones económicas, y aun así persisten y realizan verdaderas hazañas en materia de recuperación.
De esta edición participaron Paula Félix-Didier, directora del Museo del Cine, y Leonardo Bonfim, programador de Cinemateca Capitólio, de Porto Alegre. También la investigadora Mariela Cantú, el mencionado Listorti y Peña. La mera programación, en MADO, se muestra insuficiente sin el debido contexto, así que cada exhibición se enmarca en una cierta actividad o foro de discusión. Entre las obras presentadas, destacó la proyección, inmediatamente posterior a la apertura, de Uno es poco, dos es bueno (1970) de Odilon Lopez, un curioso y mordaz díptico social sobre la reinserción laboral tras la experiencia carcelaria. Bonfim, director de Cinemateca Capitólio, explicó que se trata del primer proyecto de restauración de un largometraje de la institución, debido a la importancia que esa película reviste para Porto Alegre. El domingo próximo, y es otra de las actividades importantes, será el turno de Los subterráneos: un archivo de cine amateur cubano a cargo del colectivo Archivistas Salvajes.
En las dos ediciones de MADO, la apertura, fuertemente simbólica, recayó sobre La gota escarlata (1918), el filme recientemente redescubierto de John Ford, decimotercera película del director (aquí en Montevideo, la función fue musicalizada en vivo por Jorge Portillo). El historiador de cine chileno Jaime Córdova, de la Universidad de Viña del Mar, se hizo con este tesoro al revisar unas latas que estaban a punto de destruirse en un viejo almacén, durante la venta de una bodega en Santiago. Tras identificar una primera imagen del presidente Abraham Lincoln y a los intérpretes protagónicos del filme, entendió que la película podría llegar a ser –la copia no llevaba créditos– La gota escarlata. Y, en efecto, se trataba de aquel grial perdido por casi un siglo, como ha sucedido con tantos otros tesoros del cine silente. Más allá de la deuda con la novela decimonónica y la teatralidad heredada del montaje de Griffith, en este filme ya encontramos al Ford de los rostros nobles, al de los ojos y sus destellos, esa melancolía profunda en la contemplación del entorno que acusan sus personajes. Son los primeros pasos de uno de los indiscutidos maestros del cine. La película estaba en un soporte de nitrato casi intacto, un cofre que esperaba ser abierto algún día, en un viejo almacén en Santiago. La restauración se hizo en los laboratorios de la Cineteca Nacional de Chile. Para quienes no terminan de entender la urgencia de contar con cinematecas, he aquí un buen ejemplo. Y hay muchos trabajos como este, esperando ahí afuera. No verán la luz del día sin la debida preservación.