Desde el otro lado - Semanario Brecha

Desde el otro lado

Dentro del género de acción al que pertenece,

El título de la novela es el nombre del personaje, y el personaje es la novela. Tallado a la manera de los detectives cínicos de la primera remesa del policial negro –la de los años treinta y cuarenta del siglo pasado–, pero sin su inocultable sello moralista, Lorenzo Falcó es un aventurero escéptico, un implacable guardián de su subjetividad que jamás permite que ningún tipo de sentimiento la invada, un tipo que no cree en nada, que no se justifica a sí mismo ni cree en las justificaciones de los demás, un zorro-lobo entrenado en la astucia de la supervivencia y la rapidez del ataque, un jugador que puede por interés enrolarse en causas ajenas pero sólo apuesta por sí mismo. Entreverado en las luchas y conspiraciones de los comienzos de la guerra civil española, a escasos meses de la sublevación de “los nacionales”, Falcó revista como agente de operaciones especiales (el Grupo de Asuntos Sucios) del lado franquista, pero sin pasión ni adhesión: “El mundo de Falcó era otro, y allí los bandos estaban perfectamente delimitados: de una parte él, y de la otra todos los demás”. Es decir, Falcó es el perfecto (anti)héroe de ficción; un personaje apoyado en su irrealidad, de imposible concreción más allá del papel o del celuloide, que como tal no duda, no teme, no confía en nadie. La descripción de Falcó lo hace un ser sin carne, sin angustia, ni la luz ni las sombras lo acechan como a cualquier mortal, aunque le gusten los cócteles y las mujeres a las que, por supuesto, no recordará jamás, y aunque sus reflexiones tengan un amargo tinte de pragmático realismo: “En tiempos como aquellos, ser lobo era la única garantía. Y no siempre. Por eso resultaba útil un discreto pelaje pardo. Ayudaba a sobrevivir. A moverse inadvertido entre la noche y la niebla”.

A partir de este compacto personaje, Arturo Pérez-Reverte (1951), el prolífico escritor español de más de veinticinco novelas, la mayoría históricas, ocho de ellas pertenecientes a la serie de Alatriste, se adjudica la posibilidad de lanzar sus escépticas ideas sobre la especie humana, en especial de aquella parte de la especie que cree en algo y por ello pelea. No es asunto menor que para hacerlo, y para construir esta novela mezcla de género negro, aventuras y thriller, haya recurrido a ubicar a su protagonista –un protagonista absoluto, porque es a través de sus ojos que se ve y se piensa todo lo que sucede– del lado franquista, una incursión y un seguimiento que no se sabe cómo cayeron en España, donde las huellas de la guerra civil y la dictadura aún no se han borrado. Una audacia que, se verá, no implica una toma de partido, sino la posibilidad de una distancia mayor. Si a propósito de Soldados de Salamina su autor, Javier Cercas, expresó que: “La novela, básicamente, habla de los héroes, de la posibilidad del heroísmo; habla de los muertos, y del hecho de que los muertos no están muertos del todo mientras haya alguien que los recuerde”, en este libro de Pérez-Reverte el heroísmo resulta apenas una confusión de sentimientos, un delirio de la imaginación, y los muertos, olvidables sacos de carne perdidos en el anonimato de lo prescindible. Ambos bandos, según la lectura de Falcó, son “dos barbaries paralelas”. Por un lado, “una planificada represión bajo mando único, un exterminio sistemático de cuanto oliese a democracia, libertad y ateísmo (…). Por el otro, un disparate de improvisación, oportunismo y demagogia, (…) arrojando chusma a las calles –convertida en milicianos que se gastaban en juergas y mujeres lo que robaban asesinando a mansalva–, y el pueblo armado, soberano en el caos (…) partidos y facciones enfrentadas entre sí, indecisos entre ganar la guerra o hacer la revolución (…)”. Por eso, según Falcó, apenas por una cuestión de orden, iban a ganar los otros, y cuando todo acabara “iban a faltar tumbas”.

Bajo las órdenes del Servicio Nacional de Información y Operaciones (Snio), apadrinado por el también escéptico Almirante, Falcó es encargado de ir a Cartagena, zona republicana, donde con un grupo de jóvenes falangistas debe conseguir liberar nada menos que al fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, prisionero en la cárcel de Alicante. Su frialdad y experiencia deben comandar a esos jóvenes “elegidos y creyentes, camisas viejas que se soñaban héroes un minuto antes de ser engullidos por los oportunistas y los canallas”.

La operación falla –después de todo, Primo de Rivera sí fue fusilado por los republicanos–, pero no por motivos achacables a los encargados de llevarla a cabo sino por una vuelta de tuerca que, a la vez que enturbia un poco más el ya de por sí turbio mundo de Falcó, aporta razones que ponen más que en entredicho el pretendido amor de Franco por la Falange y por su jefe y fundador. Lo dicho: acá no se salva nadie. Hay otras vueltas de tuerca que involucran a una mujer, lo suficientemente dura y fogueada como para merecer el respeto de Falcó, y lo suficientemente atractiva como para merecer alguna cosa más. Pero sobre todo, expuesta en un lenguaje calculadamente preciso, con frases breves como quien da un informe, de la misma manera fría en que describe las ropas, marcas de cigarrillos o de coñac que usan sus personajes, mucha violencia. “Cuando yo hablo de violencia, de territorio peligroso, de tortura, de muerte, de soledad, no son teorías aprendidas en los libros o conversaciones de intelectuales en la barra del bar, lo he visto y lo he vivido”, dijo en la reciente Feria del Libro de Guadalajara el escritor, por 20 años corresponsal de guerra.

Aunque abarata un poco su prosa esa manía de otorgar significados a rasgos y gestos –cosas como “mirada cruel”, “fugaz sombra de desprecio”, “ojos pequeños y desconfiados”, “ojos peligrosos”, “sonrisa siniestra”–, deslices que sugieren desconfianza hacia la propia capacidad de delinear un retrato, esta novela es de las más atractivas del autor. Dentro del género de acción al que pertenece, Falcó presenta una minuciosa estructura, una bien calculada dosificación de datos, de diálogos precisos y cínicos, de esos que parecen especialmente escritos para salir de abajo de un sombrero que vele los ojos y desde una boca donde cuelga un cigarrillo. Y la rara y a veces chocante mezcla de caracteres puramente novelescos en acciones novelescas encuadradas en la materia caliente y sucia de la historia de una guerra verdadera.

Artículos relacionados