A comienzos de los lejanos años noventa, todavía con Bush padre en Washington y ya sin muro en Berlín, las noticias internacionales llegaban a los diarios desde agencias con nombres de tres letras y se iban escribiendo solas, en las teletipos. Por la mañana el mundo era un rollo de delgadísimo papel amarillo que había estado desplegándose toda la noche y que el cortador de cables levantaba con parsimonia, extendía sobre el escritorio, y con una regla iba destazando. Así separaba Oriente Medio de Indochina, América Central del África subsahariana.
Después de eso, llegar a ver en el mundo real algunos de los topónimos más habituales de los que procedían las desgracias del mundo, quedaba, inevitablemente, sumergido en una neblina de irrealidad. Ocotal, en el norte de Nicaragua, tenía detrás de su corto nombre un dosier de “eventos” que se hundía tan atrás en el tiempo que estaba permitido dudar de que todavía le quedase alguna casa en pie. Y sin embargo ahí estaba, la pequeña ciudad en una pieza.
¿Habrá sido bastante más al norte, en el Chipote, como dice una de las versiones, o aquí, en Ocotal, donde Teresa Villatoro recibió aquella herida? En la plaza principal ocurrió el primer combate en serio de Augusto Sandino contra los marines El 16 de julio de 1927 estuvo a punto de ganar su Maracaná. Las fuerzas de ocupación, que habían desembarcado el 24 de diciembre del año anterior, como un indeseable regalo de Navidad, resistían aquí mismo. Por un momento parecía que la plaza caería en manos de los rebeldes; sí, que ya, que los enviados de Santa Claus no podrían seguir resisitiendo. Hasta que desde el aire se torció el rumbo de la batalla. Se dice que fue en esta oscura población de Las Segovias donde la táctica de la aviación militar dio un salto de calidad respecto de la Primera Guerra Mundial. Ahora los pilotos ya no bombardeaban al unísono desde la mayor altura posible, casi desentendiéndose de lo que pasara allá abajo, sino que atacaban en picada, ametrallando hasta el momento de soltar las bombas, y turnándose, para no dar respiro. Trescientos hombres perdió Sandino por culpa de esos cinco biplanos antes de resignarse a levantar el sitio. Pero nada se dice respecto de si habrá sido acá donde Teresa Villatoro…
Sandino tenía dos mujeres. Blanca Arauz, su esposa, telegrafista a cargo de las comunicaciones de su ejército desde el puesto de San Rafael. Y Teresa Villatoro, salvadoreña, que era su mujer en el campamento y que lo acompañó por años en la montaña, peleando como un oficial más. Se sabe que fue en un bombardeo donde esta última recibió una grave herida en el parietal. Sandino conservó esa lasca de hueso y la engarzó en un anillo de oro que llevaba siempre en su dedo, a manera de escapulario. Así eran los héroes de entonces. Algo cabrones, pero románticos.
Hijo natural de un hacendado, Sandino llevaba en la letra C que siempre ponía entre su nombre y su apellido, el Calderón de la madre. Jefe secundario en las guerras entre conservadores y liberales, no habría pasado a la historia de no haber sido el único que decidió combatir la invasión de Estados Unidos cuando todos los demás caudillos liberales habían depuesto las armas ante lo imposible. Ahí se comenzó a labrar la leyenda. Su marcha al norte, a sumergirse en la selva montañosa con sólo una treintena de hombres –treinta y tres, podríamos ajustar desde esta parte del mundo, para que lo aproximado coincida con lo familiar–, exigua tropa que Gabriela Mistral, como ya se sabe, bautizó “pequeño ejército loco”, tropa que, quizás para estar a tono con la locura de la empresa, lo hizo general. Su guerra de desgaste que lo volvió pesadilla para los invasores. Su victoria por cansancio. Su retiro a la vida cooperativa en el campo, en vez de entrar en el reparto de los postres de la paz. La traición de Somoza que acabó con su vida. Que no se sepa dónde está su tumba. Que lo hayan amado dos mujeres, una con el rostro de Victoria Abril, la otra con el de Ángela Molina, como matrizó el Sandino de Miguel Littin. Todo eso está condensado en el parque principal de Ocotal, el lugar donde su fracaso pudo haber sido la más contundente de las victorias. El sitio donde el enemigo ensayó la táctica de masacrar desde lo alto, cuya invención se atribuyera, erróneamente, a la Luftwaffe alemana.
La plaza parece no haber cambiado demasiado. Los edificios que la rodean dejan la sensación de que las épocas se superponen. Como si Santos López, uno de los niños que lo acompañaban cuando el reclutamiento infantil todavía no se consideraba con claridad un crimen de guerra, hubiera partido desde aquí para ser la correa de trasmisión con los fundadores del Frente Sandinista. Sus herederos incluso a la hora de habitar los despachos de noticias. Entremedio de ese pasado y este futuro –este 24 de diciembre hará 90 años de la invasión de los marines– estaba aquel presente de inicios de los noventa, cuando en Ocotal los pobladores casi analfabetos se amontonaban para comprar una edición barata con las cartas del Che y en las paredes todavía se podían ver las pintadas de los esténciles de la campaña electoral de 1984, repitiéndose. Anacrónica propaganda que mostraba la silueta de Sandino y, debajo, en letras de molde, la vieja consigna: “Muerte al imperialismo”. Anticuada y poderosa como un verso de Maiakowsky.