Cuando Syriza llegó al gobierno de Grecia en enero de 2015 muchos pensamos que se abría un nuevo ciclo en la política europea, y quizás mundial. Una autodenominada “coalición de la izquierda radical” llegaba al gobierno con el objetivo de frenar las medidas neoliberales (llamadas “de austeridad”) que desde la crisis de 2008 atacaban a las jubilaciones, los salarios, las regulaciones laborales y el Estado de bienestar en toda la Unión Europea.
Menos de seis meses después Alexis Tsipras firma el acuerdo de capitulación de Grecia, en el que el gobierno de Syriza se compromete a imponer medidas “de austeridad” aun más profundas que las que se exigían a los gobiernos anteriores y a someter todas sus futuras iniciativas a revisión de la troika a cambio de los 86.000 millones de euros necesarios para mantener su sistema bancario (que se tambaleaba debido a medidas tomadas por las instituciones europeas durante la campaña para el referéndum de la semana pasada) en pie mientras se negocian futuras reformas adicionales y quizás, si el gobierno griego se porta bien, una reestructuración de la deuda y alguna ayuda económica. Tsipras se transforma así en el Pétain de la Grecia de Vichy.
Seguramente sea necesario algo de tiempo para ver y entender las consecuencias de este desastre, pero ya se pueden sacar las primeras conclusiones.
La primera y principal, que la idea de que la crisis de 2008 implicaba un debilitamiento del capitalismo global o del neoliberalismo fue un espejismo. El neoliberalismo, a pesar de que sus supuestos económicos e ideológicos están en cuestión, está más fuerte que nunca y el capital trasnacional tiene el mismo poder de siempre para imponerse a los países que osen desafiarlo. Éstos pueden elegir entre las reformas neoliberales y el desastre económico, y si resisten las reformas y el desastre llega, éstas son implementadas de todas maneras, aprovechando el caos, como manda la doctrina de shock descrita por Naomi Klein. Si quienes implementan el ajuste son los mismos gobiernos que lo resistieron, mejor. Para rescatar a los bancos de la crisis que ellos mismos crearon, los países europeos compraron la deuda griega, disfrazando esto de rescate a Grecia y forzándola a las reformas que quisieran imponerle, de paso haciendo políticamente inviable para los gobiernos europeos cualquier quita de la deuda que Grecia tiene a partir de entonces con ellos.
La segunda, que absolutamente nada se puede esperar de la socialdemocracia europea (cosa que es cierta hace mucho, pero conviene recordar de vez en cuando). El Psoe español y el Pasok griego implementaron ellos mismos la “austeridad”, lo que los llevó a perder en su momento las elecciones y el gobierno de sus países. Los socialdemócratas del resto de Europa no aprendieron nada: el Spd alemán gobierna en coalición con Angela Merkel y el gobierno socialista francés apoyó sin fisuras el chantaje a Grecia, jugando el odioso e indigno papel de segundones de conservadores y neoliberales.
La tercera, que la Unión Europea es una institución fundamentalmente neoliberal, antidemocrática e irrespetuosa de sus propias leyes cuando es necesario disciplinar a los disidentes. Muchos izquierdistas quisieron ver a la Unión Europea como la construcción de una posible contrahegemonía frente a Estados Unidos (lo que siempre fue extremadamente ingenuo dada la superposición de su membresía con la de la Otan) o, más modestamente, como un modelo exitoso de integración regional que creara terrenos de acción política democrática supranacional. Si bien esto es teóricamente plausible, la autonomización de la burocracia europea, las reglas del Tratado de Maastricht, la inexistencia de una política económica común y el dominio de las instituciones europeas por una “gran coalición” de socialdemócratas y conservadores hacen que la reforma de la UE y la eurozona se presente como prácticamente imposible.
La cuarta, que las estrategias de búsqueda de hegemonía en clave nacional-popular pueden servir para ganar elecciones, pero tienen limitaciones a la hora de buscar implementar programas políticos. Probablemente lo que condenó a Syriza al fracaso desde el principio fue comprometerse a mantenerse en el euro. Este compromiso surge un poco de la ideología europeísta de su cúpula y un poco de la convicción de que era necesario mantener las condiciones para una negociación de buena voluntad con el resto de Europa, pero sobre todo de la lectura política de que era imposible ganar las elecciones si se proponía salir del euro. Esto quedó claro en la mala votación de quienes proponían esto, como el Partido Comunista griego y la coalición anticapitalista Antarsya. Es decir, sin comprometerse con el euro Syriza no podía ganar y este intento de resisitir la “austeridad” no hubiera comenzado en un primer lugar, pero dada la relación de fuerzas en la UE nunca hubiera sido posible salir del neoliberalismo manteniéndose en el euro, porque la estructura institucional europea es neoliberal.
El referéndum del 5 de julio pudo cambiar esta dinámica y ofrecer al gobierno griego una oportunidad de salir del euro (o de amenazar con hacerlo), pero éste no pudo y/o no quiso aprovecharla, apostó a la negociación, y al no tener nada que ofrecer (ni nada con que amenazar) a los otros gobiernos europeos, éstos salieron a matar (ahora amenazando ellos con expulsar a Grecia del euro, sabiendo que había admitido que no podía salir) y lograron exactamente el acuerdo que querían, forzando a Syriza a implementarlo.
Es perfectamente válido interpretar estos hechos como una derrota, una serie de errores o una traición por parte del gobierno griego. Pero también es importante, además de entender que el gobierno griego no gobierna para satisfacer las expectativas de cambio revolucionario que depositamos en él por no poder cumplirlas en nuestro país, captar las dinámicas en juego que van más allá del caso griego. Es que por algo las socialdemocracias europeas, el Partido Comunista chino, los estados poscoloniales de África y Asia, los países ex socialistas, los nacionalismos populares latinoamericanos y los capitalismos de Estado como Japón o Corea del Sur han claudicado en asuntos fundamentales ante el neoliberalismo y no han sido capaces de resistir a los avances del poder del capital trasnacional.
Es posible pensar que en cada caso hubo una claudicación o una falta de imaginación política, pero también es cierto que algo operó sobre todos ellos: en las últimas décadas la relación entre el capital y el Estado (y ni que hablar entre el capital y el trabajo) cambió, y en el contexto de un capitalismo globalizado en el que los países están entrelazados en cadenas de valor, enfrentados entre estrategias de competitividad y atados a institucionalidades internacionales neoliberales (mientras en la ciencia económica el neoliberalismo es hegemónico, haciéndose muy difícil separar ciencia de ideología) no es sencillo buscar una desconexión a la Samir Amin sin enfrentar la posibilidad del desastre económico. Aunque sea importante tener presente que la amenaza de desastre puede ser un bluff. Grecia, al estar ya en pleno desastre económico y teniendo la posibilidad de beneficiarse de la devaluación que implicaría salir del euro pudo tomar el riesgo, pero hoy por hoy sólo queda especular sobre qué hubiera pasado en una Grexit planificada.
En América Latina, mientras tanto, se vive un humor muy distinto. Es innegable que en estos años en la región se lograron montar sistemas de protección social, administrar razonablemente la relación con los acreedores, fortalecer algunas instituciones de negociación colectiva, cumplir con demandas de movimientos sociales y mejorar relativamente el nivel de vida de importantes sectores de la población. Esto demuestra que aun dentro del mundo neoliberal hay cosas que hacer, y de hecho fueron estos logros los que convencieron a organizaciones como Syriza o Podemos de que un camino nacional-popular que no avanzara directamente contra el capitalismo ni hiciera retroceder la integración con los mercados globales era viable.
Pero no deja de ser irónico que los europeos decidieran aprender de estas experiencias justo cuando para nosotros sus limitaciones empiezan a ser evidentes, justo cuando los gobiernos del “giro a la izquierda” giran a la derecha para lograr la adhesión de capitales nacionales y trasnacionales en un contexto de baja de precios, y justo cuando la frustración con el neodesarrollismo, la continuidad del extractivismo y el estancamiento de la integración regional hacen pensar en problemas parecidos a los europeos.
Por más que podamos valorar los logros de la década progresista, no deja de ser cierto que nuestro desafío al neoliberalismo y al capital trasnacional es tan poco peligroso como el de Syirza. Las 80 familias que acumulan más riqueza que el 50 por ciento de la población mundial no se enteraron de todo esto, y los gobiernos progresistas no serán las juntas directivas de la clase capitalista global, pero sí son los proveedores de servicios de seguridad jurídica, factores de producción e infraestructura de esa clase.
Los ultras griegos (al caso, comunistas, Antarsya y el ala izquierda de Syriza) tenían razón, e irónicamente Tsipras les hizo buena parte del trabajo, ya que seguramente a partir de esta derrota proponer la salida del euro se haga mucho más viable políticamente. La troika buscó aleccionar a la izquierda de Europa y del mundo, pero las revueltas contra la austeridad recién empiezan, y los socialdemócratas recién empezaron a perder elecciones. En América Latina, los sujetos que emergieron en estos años no van a volver a sus casas solamente porque los gobiernos de izquierda encuentren límites: en el fondo ese no es su problema. El problema es cómo superarlos y seguir abriendo ciclos.
* Docente de teoría política (Instituto de Ciencia Política, Udelar).