Daniel Melingo tiene una voz ronca, cargada de acentos oscuros, a la que modula con una sapiencia que le permite recorrer con ella desde la soledad dramática a la ironía. Marcel Keroglián tiene la apariencia de alguien feliz, no necesariamente porque le esté sucediendo algo afortunado, sino porque delata la vocación de encontrar cualquier detalle de donde escarbar la alegría. Roberto Suárez tiene unos impresionantes ojos claros que le permiten dar matices que van desde la malignidad hasta el más completo desamparo.
Si se empieza por la descripción de estos tres es porque sus presencias, esas que así son, están en el centro del atractivo de esta película escrita y dirigida por Germán Tejeira, joven director que debuta en el largo después de haber codirigido con Julián Goyoaga –su socio y compañero de Raindogs, la productora que homenajea con su nombre a Tom Waits– los cortos Matrioshka y El hombre muerto, y haber participado como coguionista, comontajista y productor de la animación Anina, entre otros trabajos. Pero además, dado el carácter de la productora, de Tejeira y de todos ellos, la gestación de Una noche sin luna tiene todo que ver con esos actores, con ese grupo humano.
La idea inicial la tuvo Tejeira, según cuenta a Brecha, cuando estaba en un concierto de Melingo y hubo un apagón, y el cantautor siguió cantando como si nada, creándose un clima muy cálido, como de intimidad y cercanía. “Algo especial sucede, o se siente que sucede, en los apagones”, dice Tejeira. Pero además, a la manera del argentino Mariano Llinás, que trabaja siempre desde y para un grupo de amigos, Tejeira empezó a escribir ya pensando en Roberto Suárez –que protagonizó Matrioshka y El hombre muerto, sobre el cuento de Horacio Quiroga– y en Marcel Keroglián, y naturalmente en Melingo, que entonces no era amigo pero después sí lo fue, sumándose con naturalidad a la empresa encabezada por un joven cineasta uruguayo. “Melingo es como cualquiera de los compañeros de la murga acá, un tipo macanudazo”, dice Keroglián, y hay que tenerlo en cuenta porque para él –lo aclaró en el transcurso de la conversación– la murga “es como la madre”.
“Facilita mucho escribir ya sabiendo quiénes serán tus personajes, tenés la materia, muy distinto que ponerse a pensar en personas que no conocés. Me parece horrible hacer un casting, ir ahí y someter al actor a que se la juegue en veinte minutos”, dice Tejeira.
“No conozco a ningún actor al que le guste hacer un casting, es lo más desalmado que hay”, anota Keroglián. Y sigue Tejeira: “En un medio como éste, tan chico, lo mejor es ver las películas que hay, ver tablados, ver teatro. Cuando tenía 18 años hice un curso con Pino Solanas y el tipo te decía: para saber cómo trabajar con los actores vayan a ver cómo trabajan las escuelas de teatro. Y una cosa que hice fue ir a filmar a Roberto cuando él dirige actores. Durante una obra que ensayaron como un año y medio iba todas las noches a filmar, miraba la dinámica de trabajo. Bueno, la gran mayoría de los actores de esa obra están en esta película”.
También está el conocidísimo Julio Toyos, en un papel breve –el presidente del club social de Malabrigo, localidad donde se supone transcurren las tres historias que componen el filme– que le calza como anillo al dedo. Tejeira vio a Toyos presentando un evento en un club de barrio, y quedó impresionado por su presencia y la cantidad de recursos que desplegaba. Había encontrado a su presidente del club social de Malabrigo.
Tejeira se puso a escribir, y luego, en los ensayos, se fueron introduciendo algunas modificaciones. Luego hicieron el rodaje en unos diez días. Como se trata de tres historias, fueron filmadas por separado, una en Córdoba –la película tiene coproducción de Cine El Calefón, de esa provincia argentina– y dos en Uruguay, en locaciones del Buceo, algunas calles de los accesos y Colonia Suiza, donde rodaron las escenas del parque de diversiones adonde va el personaje de Marcel Keroglián con Lucía –5 años en el momento del rodaje–, su hijita en la ficción y su sobrina en la vida real.
“Eso que te dicen: nunca trabajes ni con animales ni con niños…, pero esta nenita es brillante. Teníamos miedo de que se cansara, que se aburriera en esas jornadas de trabajo, pero nosotros nos cansábamos antes que ella. Entendía todo rapidísimo, y tenía una tremenda onda con todo el equipo. Para las escenas en el parque de diversiones la llevamos primero al Parque Rodó, a ver cómo reaccionaba con los juegos, y la rueda gigante la asustó. Y nosotros precisábamos que se subiera a una rueda gigante… Pero cuando llegó la hora de rodar, se subió valientemente, y al final lo disfrutó: no se quería bajar. Una genia”, cuenta Tejeira. “Lo que pasa es que le apasiona actuar, está esperando desesperada su segunda oportunidad”, adjunta Keroglián.
Hablar del trabajo de una niña puede parecer un simpático apunte, pero esta película, cuyo esquema narrativo es muy sencillo –lo que les pasa por separado a tres hombres que llegan a distintos lugares de Malabrigo–, está sostenida básicamente por apuntes. Con otros apuntes y otros actores sería otra película. Por eso eligieron filmar, más allá de unos pocos travellings –cinco, anota Tejeira–, con cámara quieta, concentrándose en los actores, sobre los que recae todo el peso dramático. La opción funcionó: en el montaje fue muy poco lo que tuvieron que dejar afuera, informa el director.
Los tres hombres viven su noche de año viejo en pleno apagón, y sólo se rozan dos de ellos al final; nada más que el lugar, el apagón y su condición de solitarios de distinta manera tienen en común. Es curioso cómo los personajes pueden determinar su destino aun en la mente de quien los diseñó, el que va a determinar lo que les sucederá. Después de pensarlo mucho, cuenta Tejeira, entendieron que era mejor no forzarlos a un encuentro resuelto desde afuera, como quien arma un puzle donde deben encajar todas las piezas, y que “era mejor dejarlos que siguieran con sus vidas.”
A propósito de Una noche sin luna se han señalado similitudes con las películas de Carlos Sorín y de Jim Jarmusch. Tejeira –cuyas preferencias cinéfilas cubren un amplio espectro que va de Fellini a Clint Eastwood y Scorsese, pasando por Kaurismaki– acepta que lo que de Sorín puede tener su película tiene que ver sobre todo con que son tres historias y en un ambiente rural, pero entiende que la nocturnidad y el tono hacen que “vaya más por el lado de Jarmusch, el de Mistery Train”. A propósito del maestro italiano –Tejeira llegó a sentirlo cerca cuando hizo un curso en la escuela de cine que funciona donde estuvo Cinecittà–, sobre cuál es “su” Fellini, si el de Giulietta de los espíritus o el de La Strada, responde sin vacilar: “El de La Strada”. Pega.
Una noche sin luna fue estrenada en festivales como el de San Sebastián y el de Zúrich, donde obtuvo el primer premio. Allá anduvieron los actores y el director. “Aunque sabés que la película puede ser comprendida en cualquier parte, porque lo que les pasa a estos tres podría pasar en cualquier lugar del mundo, siempre te sorprende cuando estás ahí, en un lugar así, y aplauden tu película. Y te seguís sorprendiendo cuando andás por la calle y vienen personas a comentarte cosas de la película, a pedirte para sacarte fotos. Igual tiene algo de raro, ¿no?, todos esos hoteles llenos de estrellas, y las vallas a la entrada de los cines. En Zúrich además todo es como perfecto, las calles, los tranvías… Y estaban Benicio del Toro, Cate Blanchett, William Dafoe…una majuga había ahí…Pero ahí ganamos el premio”, dice Keroglián.
[notice]Historias mínimas
Antonio (Roberto Suárez) es un mago de escasa fortuna que vive en una pensión con su conejo. César (Marcel Keroglián) es un taximetrista divorciado, preocupado por su peso. Miguel (Daniel Melingo) es un cantor que está preso, no se aclara por qué delito. El 31 de diciembre, los tres, cada uno por su lado, se van a Malabrigo, una pequeña localidad del Interior. Antonio va a actuar en la fiesta de fin de año del club social, al igual que Miguel, a quien en la cárcel le conceden un permiso laboral. César va a pasar el fin de año con su ex esposa y su nueva pareja, para estar con su hijita Lucía. La presentación de cada uno antes del viaje es concisa pero alcanza para que el espectador se haga una idea de la personalidad de cada uno: Antonio comiendo de la misma lechuga con que alimenta a su conejo, César metiéndose a separar a camaradas borrachos y obteniendo a cambio un ojo negro, Miguel saliendo manso e impenetrable, a pie por un camino de tierra. Antonio pincha uno de sus neumáticos a poco de pasar el peaje donde atiende Laura (Elisa Gagliano), y queda varado ahí toda la noche. César llega a la casa de su ex (Verónica Perrota), y como sapo de otro pozo comparte la fiesta con esa nueva familia –entre sus personajes están Sara Bessio y Catalina, hija de Keroglián–, hasta que lleva a Lucía a un parque de diversiones. Miguel llega al club donde una multitud ruidosa come, bebe y festeja. A los tres los sorprende un largo apagón, que deja a Antonio solo con Laura, un tupper de comida rancia y una botella de vino, a César aislado en la rueda gigante con su niña y a Miguel como un iglú solitario en medio de una multitud fiestera.
El desarrollo no es, sin embargo, similar para las tres historias. La parte más jugosa de la de César es la que transcurre antes, en medio de la nueva familia de su ex; un tono costumbrista controlado y zumbón y los detalles que atiende la cámara convierten a César, no en un participante, sino en un testigo más –como lo es el espectador– de esa calidez familiar con divertidos pero no ofensivos toques de grotesco –el gordo metido en la piscina de goma, o el pariente que filosofa cuando todo el mundo lo que quiere es prender cohetes–. La cara y las expresiones de Keroglián son clave en este delicado diseño de costumbres más bien rudas. Lo central que les ocurre a Antonio y a Miguel, en cambio, sucede a lo largo de la noche. El primero, en ese aislamiento que podría dar lugar a una historia de amor, y sólo es la historia de un encuentro fugaz, y una pérdida. El segundo, en esa reunión de club donde nadie escucha su canto, con excepción del esforzado presidente (Toyos) y el no menos esforzado sonidista (Adrián Biniez, el realizador de Gigante y de El 5 de Talleres), que se dedica a intoxicarlo con humo. Lo de Antonio tiene el aire de esos hechos intemporales, sucedidos en cualquier espacio a-territorial, el acercamiento en medio de la extrañeza, sin testigos y sin futuro. Lo de Miguel es quizá lo que, con casi cero palabras –Melingo habla muy poco durante todas sus apariciones, pero cuánto hacen su cara y sus expresiones–, da una idea más rotunda del sentimiento de derrota y de soledad.
Y acá llegamos a las primeras líneas de esta página. Estas historias mínimas donde ocurre tan poco tienen la carnadura, la hondura de sus personajes, y la delicada suma de detalles que dan una atmósfera, un estado de las cosas. El pueblo en fiesta por donde pasea Miguel, la fría luz de la caseta del peaje, la fantasmagoría de un parque de diversiones cerrado y a oscuras, los rostros que llegan a entreverse y los que están ahí, de fondo, como un cuadro difuminado, y la música, donde llega a aparecer Tom Waits, pariente no tan lejano de Melingo. La película se funda y logra su extraña y seductora atmósfera en esas simples y cuidadosas apuestas, esos protagonistas y esos detalles. Que cierran, curiosamente, la semblanza de cada quien: un padre que no tiene familia, un mago que no tiene espectadores, un cantante al que nadie escucha. De esta suma de restas nace una noche de impiadosos milagros.
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