Borges fue madrugador (el adjetivo es suyo) para ver a Virginia Woolf, y contundente al reconocer su talento. En su segunda colaboración para la revista El Hogar, en octubre de 1936, consideró “indiscutible que se trata de una de las inteligencias e imaginaciones más delicadas que ahora ensayan felices experimentos con la novela inglesa”. Sólo ante Faulkner fue tan resueltamente categórico en el juicio de un contemporáneo.
En la reciente edición de La fiesta de la señora Dalloway, para la colección Lectores de Banda Oriental, Rosario Peyrou –que seleccionó y tradujo los cuentos de esta antología– dice desde el prólogo que la fama de Virginia Woolf es relativamente reciente, animada por el feminismo de los años setenta y por el interés en su vida que periódicamente han ido alimentando la edición de sus diarios y su correspondencia, las sucesivas biografías y las ficciones sobre su obra o su vida y las películas, pero que por un largo tiempo “fue exclusivamente una escritora para escritores, una creadora de culto admirada por un puñado de lectores más o menos sofisticados”.
Es indudable que ese cambio ha tenido lugar y que, al leer los cuentos que tienen que ver con la famosa novela, parezca inevitable que Clarissa Dalloway se nos aparezca con el rostro sensible de Meryl Streep. Ahora leemos estos relatos que Woolf escribió antes, durante y después de escribir Mrs Dalloway en combinación no sólo con esa novela sino con Las horas, título que le valió un Pulitzer a Michael Cunningham y dio lugar a la película que protagonizaron además de Streep, Nicole Kidman (como Virginia) y Julianne Moore.
Es refrescante regresar a sus textos, sensibles y complejos, a través de todas esas “lecturas”. Como si esos desvíos, en lugar de distanciarnos, se volviesen atajos hacia su literatura, incluso ahora cuando el “universo” Woolf con sus parties, rituales de té, sombrererías, cartas en sobres, distinciones y prejuicios de clase y hasta su descubrimiento de la ciudad vertiginosa y cosmopolita, se alejan de nosotros. El leve extrañamiento de su anacronismo atenúa, paradójicamente, el dislocamiento, leve también, de su estilo. La antología que pone en circulación esta edición entrena y educa a los lectores desde que ordena los cuentos en un orden cronológico inverso, desde los últimos que escribió, de escritura clásica, a los primeros, que son los más experimentales. “El legado” y “Lappin y Lapinova”, que abren el volumen, tratan de la institución del matrimonio y se dibujan con la nitidez de los relatos populares de un O’Henry. En el primero, un viudo reciente descubre la mentira de su matrimonio leyendo el diario íntimo que dejó su mujer, y en el segundo asistimos a través de algunas escenas azarosas y algunos diálogos frugales al deterioro irreversible de una relación. La claridad clásica de la narración contrasta con la sutileza de las emociones y la propiedad de mostrarlas a través de detalles imprevistos y delicados hechos físicos. “Kew Gardens”, que cierra el volumen, escrito en 1919, es, en cambio, un célebre ejemplo de sus transgresiones a las convenciones narrativas. Ubica al narrador en un cantero de flores y atiende a los paseantes aleatorios en un día de verano. Además de esa originalidad extrema, el lector uruguayo encontrará una sorpresa que seguramente lo hará sonreír cuando lea que un viejo “acercó el oído a la flor y pareció responder a una voz que surgía desde ella, pues comenzó a hablar sobre los bosques de Uruguay, un país que había visitado hacía muchos años en compañía de la joven más bella de Europa. Se lo oía murmurar sobre los bosques de Uruguay, cubiertos de pétalos de las rosas tropicales, con ruiseñores, playas, sirenas y mujeres ahogadas en el mar…”. Es memorable la anécdota de que en su trato con Victoria Ocampo, Virginia Woolf le preguntó por las mariposas de su país y la directora de Sur, en un gesto genuinamente exótico, le obsequió mariposas no-argentinas en cantidad desatinada. Tienta pensar si no habrá algo de W H Hudson en ese viejo nostálgico del cuento. Es raro, a veces, reconocer la convivencia de obras y personalidades que nos hemos habituado a pensar ajenas, pero Virginia Woolf elogió la literatura de Hudson, que conoció a través del entusiasmo de David (“Bunny”) Garnett, un bloomsburiano que era hijo de Edward Garnett, el editor y gran amigo y corresponsal de Hudson. Acaso fue una admiración no correspondida, ya que a Hudson no le gustó El fin del viaje, la primera novela de Virginia, según ella misma lo consignó afectada en su diario el 3 de enero de 1924. Hudson era, aunque excéntrico, un victoriano, y los Bloomsbury fueron los primeros en distanciarse y repudiar a esa exitosa, orgullosa, severa y autocomplaciente generación. Alcanza para medir la brecha citar el comienzo de uno de estos cuentos. También para calibrar en apenas un fragmento de este “Una novela no escrita” la dimensión de su genio: “La vida es lo que se ve en los ojos de la gente; la vida es lo que la gente aprende y, después de haberlo aprendido, jamás, pese a que procura ocultarlo, deja de ser consciente… ¿de qué? De que la vida es así, parece. Cinco rostros enfrentados –cinco rostros adultos– y lo que cada uno sabe… ¡Qué extraño es que la gente intente ocultarlo! En todos hay signos de reticencia: labios cerrados, ojos entrecerrados, cada uno de los cinco hace algo para ocultar o reprimir ese conocimiento. Uno fuma, otro lee, un tercero comprueba las anotaciones de su agenda, el cuarto observa el mapa de ferrocarriles colgado enfrente, y el quinto… lo terrible del quinto rostro es que no hace absolutamente nada. Ella mira la vida. ¡Mi pobre y desdichada mujer, únete al juego! ¡Por nuestro bien, intenta ocultarlo!”.
No importa que después la autora cree toda una vida para esa desconocida que vio junto a otros en un tren, el genio de Virginia está ya en percibir la huella no en lo que se ve sino en lo que mira, o aunque no quiera, ve, ha visto. En su diario Virginia distinguía lo que llamaba “la verdadera vida” de los trámites cotidianos que la usurpan y desplazan. Por lo general su verdadera vida era escribir. Consciente además de la devastación que trae vivir, advierte esos gestos de negación, de reticencia, de ocultamiento concertado del dolor, de normalizada hipocresía. Y lo dice tan simplemente en el fondo, a través de gestos, cuerpos, pequeñas acciones y distracciones. Eso tan común y ridículo y a la vez tan existencialmente angustioso.
UNA GENERACIÓN PERDIDA Y ENCONTRADA. Era otra prosa la que, lejos de acompañar las conquistas de un imperio y sus certezas, prefirió ceñirse íntima a un solo día en la vida de Stephen Dedalus o de Clarissa Dalloway, o a las pocas horas camino Al faro. No es raro que Hudson rechazase El fin del viaje.
Aun cuando muchos biógrafos han explicado a Virginia Woolf como el producto de una acumulación cultural y de la herencia ilustrada de su padre, Leslie Stephen, historiador y biógrafo victoriano, ella compartió con otros integrantes del grupo Bloomsbury la conciencia de la hondura alcanzada por esa brecha generacional. Pero era tan poderosa la generación de la era victoriana que la rebeldía y la separación no pudieron menos que ser contradictorias. Quien mejor ejemplifica ese conflicto es Lytton Strachey, también devenido en personaje a través de la interpretación de Jonathan Pryce en la película Carrington. Alerta, Borges le dedicó, en 1939, una de sus “biografías sintéticas” donde lo consagró como renovador del género biográfico. Aunque se hizo famoso por los retratos de Victorianos eminentes y por una biografía de la reina Victoria, Strachey fue un detractor consciente y deliberado y un refinado ejecutor en el arte de injuriar.
En la correspondencia que tuvo con Virginia enunció su condena con expresiva animosidad: “¿Crees que nuestro odio a los victorianos es resultado de un prejuicio? Los veo como una banda de hipócritas torpes y afectados; pero quizás tengan un encanto barroco que será descubierto un día por los nietos de nuestros nietos así como nosotros descubrimos las cualidades de Donne, que parecía inaceptable al siglo XVIII. Aunque lo dudo”. En cambio, Strachey es optimista para imaginar el futuro, que sueña con atributos opuestos a cualquier canon victoriano: “La literatura del futuro, lo veo con claridad, será asombrosa. Finalmente dirá la verdad, será indecente, y divertida y romántica e incluso (luego de cien años) estará bien escrita. Quelle joie! ¡Vivir entonces, cuando los libros salgan de la imprenta oliendo como Petronio, con todo el delirio de Dostoievski, todo el romanticismo de Las mil y una noches y toda la sofisticación de Voltaire! Pero no sólo los libros serán maravillosos entonces ¡la gente lo será! Los jóvenes, incluso las mujeres…”.
Al despedirse, en esa carta del 8 de noviembre de 1912, pregunta con cierta preocupación a Virginia si lastimó sus sentimientos filiales cuando habló críticamente de la obra de su padre, y aclara que eso no toca “su humanidad, que es divina”. La respuesta de Virginia es idiosincrática y reveladora: “No estoy segura de que coincido contigo en todo en lo relativo al siglo XIX. Me parece bastante mejor que el XVIII, un siglo que me es imposible amar. Pero no has herido mis sentimientos de hija. La razón es que seguramente yo doy más importancia que tú a su divinura humana, aun en sus libros. Y siempre encuentro que pesa considerablemente. Pero es verdad que mi sensibilidad hacia la literatura no es para nada pura”.