«¿Qué es el acto violador?
Es el acto que fija a la mujer en su cuerpo, que la captura, la aprisiona en el cuerpo que lleva. Por eso no podemos caer en la idea de que la violación tiene que ver con el deseo sexual: tiene que ver con el deseo de poder; es el espectáculo narcisista del macho que usa la sexualidad para fines vinculados con el poder.»
Rita Segato, en entrevista con Brecha.1
Érica tiene 11 años. Vive en Maldonado, va a la escuela pública, pasó a primero de liceo. El año pasado, en primavera, cuando empezaba el calor, la profesora de gimnasia reunió a todas las niñas de su clase para decirles que no convenía que usaran shorts ni polleras cortas para ir a la escuela. Es mejor que no muestren las piernas, a esta edad los varones se ponen complicados: las van a mirar, las pueden tocar. Como un chispazo en la tormenta, a Érica se le ocurrió que no tenía mucho sentido que las juntaran a ellas para responsabilizarlas por algo que, en realidad, era un problema que tenían que resolver los varones, porque eran ellos los que no debían molestarlas. También pensó que se iba a morir de calor. Pero cuando vio que nadie –ni la maestra ni la directora– decían nada parecido a eso, Érica aprendió. El relámpago pasó, ya está apagado.
Su hermana Juana tiene 16. Viven con su tía Rosana, porque su madre murió cuando eran chiquitas. Juana va al liceo de Maldonado. Cuando estaba en segundo, se viralizó un video en el que su amiga Camila tenía sexo con Joaquín, un gurí de cuarto. El video llegó a los medios y en el liceo se armó un escándalo. Camila y Joaquín dejaron de ir a clases al menos por dos meses. Cuando finalmente volvieron, a Joaquín lo aplaudieron en el recreo. Se había vuelto famoso. A Camila le escribieron tantas veces puta de mierda en la puerta de los baños que su familia tuvo que sacarla de ahí. Ahora Juana se comunica con ella solo por el celular y a veces le pone corazones en las historias de Instagram.
Juana acaba de discutir fuerte con Martín, un vecino de 22 años. Él le gritó porque ella subió una foto en la que se le veía la rayita del escote. Rosana, madre soltera, trabaja todo el día para mantenerlas a ellas dos y a su hija Sofía, que tiene 7. La mayoría de los días, Juana tiene que cuidar a Sofía y a Érica, pero a veces las niñas se quedan en la casa de alguna amiga. Esas tardes Juana se junta con Martín. No le gusta cuando él está de malhumor, pero se lo banca porque le encanta que le diga que es flaca, que tiene lindas tetas, que parece una modelo. También le dice que ella es suya, que por qué tiene que subir esas fotos, que si la llega a ver con otro gurí, la va a matar. Cada tanto, Rosana la deja ir a dormir a la casa de Martín. Tienen relaciones sexuales seguido, aunque a ella le duele un montón. Trató de decírselo a la ginecóloga de la policlínica, pero no tuvo suerte. La mujer solo quería sacársela de encima: le recetó unas pastillas anticonceptivas y nada más. Como a veces se siente muy triste y no sabe por qué –y con la pandemia, peor–, Rosana empezó a hacer el esfuerzo de pagarle una terapia ahí cerca. Pero odia ir a la psicóloga, porque esa mujer, aunque tiene solo 40 años, le dijo que estaba muy mal que fuera a dormir a lo de su novio. Si estuviera viva tu madre, no te dejaría ir, Juana. No permitiría que te transformaras en una cualquiera.
Es tarde. Rosana acaba de llegar, agotada de un día intenso en el call center. Volvió a pelearse con el jefe, que no entiende lo difícil que es para ella hacer muchas horas extras. Las niñas están alrededor de la mesa y ella las mira, pensando en lo grandes que están. A Érica ya se le notan los pezones debajo de la remera. Tengo que comprarle un sutién porque le van a decir cualquier cosa en la calle, piensa. Pero, justamente, lo que no quiere es pensar. Entonces, prende el informativo en la televisión.
Están hablando de la violación grupal que ocurrió el domingo en Montevideo. Qué horribles las cosas que pasan en Montevideo, piensa Rosana. Qué suerte que no vivo ahí. Sofía y Érica cantan fuerte el megahit del momento: «Dale, turra, bájalo, súbelo, dámelo/ Un pasito prohibido que yo/ To’a la noche parece delito/ Qué seria con ese culito/ Si a tu novio le pinta el bandido/ le comemo’ la jermu y no’ vimo’». Juana les pide que se callen: quiere escuchar. La historia se le pega a la piel como si fuera arena empujada por el viento: una mujer de 30 años fue a bailar a un boliche, se fue con un tipo a un apartamento y la violaron entre muchos. Después, la encontraron llorando en la calle, en estado de shock.
Rosana está escandalizada. ¿Viste lo que te digo, Juana? ¿Viste lo que te puede pasar? Qué horrible, es lo que te digo siempre, no podés ir a esos lugares. Menos mal que no vivimos en Montevideo. No sabe bien por qué, pero Juana piensa en Martín y en sus amigos, y un escalofrío le pasa por la espalda. No puede imaginarse exactamente lo que quiere decir una violación grupal. Algunas imágenes comienzan a dibujarse en su cabeza, pero no se anima a dejarlas venir. No las entiende. O sí. Después, en la tele, muestran al presidente Lacalle Pou dando declaraciones al respecto: «Debería ser contundente la pena, la sanción ejemplarizante para estos actos que no son propios del ser humano, ni son propios en este caso del género masculino». Tiene razón, dice Rosana. Y no solo sancionarlos, a los culpables hay que matarlos a todos. Después le vienen tantas ganas de llorar que se le va el hambre. Me voy a acostar porque me siento mal, dice. Juana, acostá a las niñas, revisá por favor que se laven los dientes.
Juana escucha al presidente con atención y respeto, pero a ella no le parece tan extraño que los varones violen. Ha escuchado los cuentos de muchas amigas. Hace poco, a una que vive en su misma cuadra la dejó embarazada su propio padre. Ella pensó que se iba a armar un lío bárbaro en el barrio, pero mucho no pasó. Ni la Policía vino, y eso que unas primas grandes de la gurisa la acompañaron a hacer la denuncia a escondidas. Ahí sigue, ya está en el séptimo mes. Los varones son seres humanos, piensa. Otra vez, no entiende. Mira a las niñas jugando a su alrededor. Martín le manda un mensaje: perdoname, preciosa. Pero Juana no le contesta. Tiene miedo.
Esa noche, tres de ellas sueñan con lo que vieron y escucharon en el informativo. Sofía ve un monstruo inmenso que la arrastra hasta ahogarla en un lago barroso. Érica se mira de afuera, durmiendo en su cama, mientras una rata grande se le mete entre las piernas. A Rosana se le aparece su abuela, vestida con un camisón blanco, diciéndole que tiene que casarse virgen. Esa imagen se corta con otra de su exmarido Eduardo subido arriba suyo, sacándose el forro, acabándose sin permiso. Las tres tiemblan y transpiran, mientras la noche sigue su curso y la luna de enero en Maldonado, ajena a todo lo demás, baila su danza con las mareas.
Juana no puede dormir. La cruz y la imagen de Jesucristo que cuelgan de la pared de su cuarto le parecen más feas de lo habitual. Escrolea su celular y busca más detalles sobre la violación grupal de la que todos hablan en las redes. Encuentra en Twitter muchas frases de vecinos indignados, pero algunas le suenan falsas, y le da bronca. La gente miente, pero ella sabe. Se acuerda de su profesora de literatura montevideana, María José, que les habló de algunas cosas vinculadas a las relaciones entre los hombres y las mujeres. Violencia de género, les dijo, y ella anotó en el cuaderno. También, entre tantas fotos y colores y palabras, encuentra una convocatoria a una marcha en la plaza, bastante cerca de su barrio. Que arda, dicen las letras blancas sobre el fondo violeta. Abajo, el dibujo de las llamas naranjas parece prender fuego el celular. Juana sonríe. Va a ir hasta ahí a escondidas, y si su tía Rosana se entera, se va a enojar.
1. «Ética de la desobediencia», de Soledad Castro Lazaroff y María José Olivera Mazzini, 19-VII-19.